Introducción

miércoles, 23 de marzo de 2005

16 de Marzo, Año 32

El barco parecía encallado en la mismísima roca. Trisaga acarició con cuidado la madera desgastada, como si aquel tacto le transmitiera toda una vida de recuerdos. Cerró los ojos un instante y suspiró. Tras ella, Dremneth aguardaba en silencio.

- Supongo que no hay nada que pueda decirte de Brontos Algernon que no sepas ya.- dijo la kal´dorei, palmeando la madera del casco del navío con suavidad.

Dremneth asintió, pero no dijo nada.

- Su viaje empezó aquí.- continuó Trisaga, y se volvió hacia su compañero para mirarle a los ojos- ¿Erais conscientes de lo que sucedería cuando le permitisteis tomar la madera?

Dretelemverneth, draco del Vuelo de Bronce, descendiente del Linaje de Nozdormu, juntó sus dos manos humanas tras la espalda y comenzó a caminar con paso pausado. Esperó a que Trisaga caminara junto a él antes de comenzar a hablar.

- Cuando Brontos Algernon llegó aquí, con aquel duendecillo de ojos inmensos de la mano, la teorización sobre la contaminación de la madera era solo eso, teoría.- explicó con voz tranquila.- Llegó aquí y pensamos que venía en busca de aventuras, aunque a todos nos pareció improbable llevando a la niña con él. Pero solo quería madera. Quería establecerse, dijo, dejar atrás los caminos. Quería darle un hogar a su sobrina. En aquel momento librarnos de la madera parecía una buena idea, no sabíamos nada de la mutación.

Trisaga asintió vagamente.

- ¿Cuando lo supisteis?

- No sé cuanto tiempo pasó, no demasiado en cualquier caso, pero en estas circunstancias es difícil estar seguro, aunque como comprenderás, la interferencia de Stratholme no pasó desapercibida.-respondió Dremneth- Un día apareció Algernon aquí, donde estamos ahora, y nos habló de las "irregularidades" de su posada, Los Tres Soles. Parecía exaltado, eufórico y preocupado al mismo tiempo. Fue entonces cuando las Escamas de las Arenas investigaron el suceso y llegaron a la conclusión que ya conocemos: la madera contaminada por las corrientes mágicas de las Cavernas sufría fluctuaciones temporales.

Trisaga sonrió levemente, con nostalgia

- Resumiendo, la posada viajaba.- continuó él- En el aspecto práctico tenía sus ventajas: la taberna recibía clientes de todo Azeroth y en cierto modo, era santuario. Todos tenían entrada libre, sin importar raza o nación, y aunque hubiera recelos, había paz. Sin embargo, la relatividad de los viajes tenía sus consecuencias en Brontos y su sobrina. Los seres vivos no están hechos para viajar en el tiempo, su organismo se resiente. Y al habitar sus corrientes, el efecto era mayor. Anacronos quiso destruir la taberna: no era seguro que dos mortales pudieran intervenir de manera tan fortuita en las Fallas Temporales. Sin embargo, tras semanas de debate, Soridomi intercedió por ellos: se les permitiría conservar la taberna si hacían el juramento formal de no volver a intervenir nunca jamás en los eventos que presenciaran debido a los viajes de los Tres Soles.

Sus pasos les dirigieron hacia un rincón sombrío de las cavernas, imbuido del aroma penetrante de la marisma y la vegetación. Un inmenso caimán intangible les observó ávidamente mientras pasaban, pero hacía ya mucho tiempo que su mente animal había comprendido que aquellas criaturas que caminaban sobre dos patas quedaban completamente fuera de su alcance.

Dremneth miró a su compañera.

- Pero que no pudieran intervenir en las Fallas, no evitó que tuvieran un importante papel en esta historia.- dijo, y no era una pregunta.

Trisaga asintió.

- Sí, pero no adelantemos los hechos. Si deseas entender este camino, es necesario que comprendas cada razón y cada consecuencia desde el auténtico principio. Todo empezó con Liessel.

III

martes, 22 de marzo de 2005

Dos semanas después, en la Taberna de los Tres Soles:

Cuando ya no pudo aguantar más, Irinna se puso en pie de un brinco, emocionada, y estiró el borde de su falda con gesto coqueto.

- ¿Puedo salir yaaaaa? - gritó a algún lugar en lo alto de las escaleras- ¿Puedo, puedo, puedo, puedo, puedo?

- Un poco más de paciencia, comadreja- respondió la voz de Brontos desde el piso superior- Enseguida estoy.

Irinna se dejó caer de nuevo sobre el escalón, resignada.

- ¿Por qué tardas tanto siempre en vestirte?- protestó, y con un mohín, apoyó la cabeza sobre las manos.- ¡Vamos a llegar tarde!

Los pasos de Brontos retumbaron cuando el gran coloso comenzó a descender los escalones. Irinna volvió a levantarse de un salto y miró a su tío: olía a agua de colonia y tenía la barba bien recortada. Bajaba silboteando una alegre melodía, con las llaves en la mano y ante el inminente momento de salir, la niña correteó a la puerta, incapaz de disimular su emoción. Brontos iba ya por la mitad de la escalera cuando se detuvo en seco y entrecerró los ojos.

- Sabía que me dejaba algo.- dijo, y comenzó a subir de nuevo.

- ¡Nooooooooooo!- protestó Irinna ante la idea de tener que esperar todavía unos minutos.

Brontos se detuvo en lo alto de la escalera y le guiñó un ojo mientras le lanzaba el manojo de llaves.

- Abre tú, comadreja.- le dijo perdiéndose en el pasillo, mientras su voz se alejaba- La llave de latón roja: tres a la derecha, una a la izquierda y de nuevo dos a la derecha.

- ¡Yay! - exclamó la chiquilla, y corrió hacia el umbral con sus manitas rebuscando entre el manojo de llaves.

Arriba, en el dormitorio, Brontos escuchó el sonido de la cerradura y, enseguida, el sordo rumor de una multitud que rodeaba de pronto la taberna.

- ¿Vamooooooooooos?- le llegó la vocecilla impaciente de Irinna desde abajo. Sonrió: aquella chiquilla era incapaz de quedarse quieta.

- Ve saliendo tú, comadreja ¡Pero no te alejes de la puerta!

Un chillido de deleite llenó la planta baja de la taberna, y a continuación se oyó el chasquido de la puerta al abrirse y cerrarse casi de inmediato. Y fue casi en ese mismo instante cuando Brontos escuchó el grito proveniente del exterior y sintió como si una helada mano le trepara por el pecho y se ciñera entorno a su garganta, porque no era un grito de júbilo, ni el grito que uno espera escuchar en un día de alegre feria: aquel había sido el grito que había esperado no volver a escuchar jamás, el grito del terror más absoluto.

- ¡IRINNA! - bramó lanzándose escaleras abajo, con el corazón en un puño y el miedo apoderándose de él, y apenas tuvo tiempo de comprender lo que veía cuando, al abrir la puerta lleno de ansia, el fuego estalló en rostro arrojándolo contra el fondo de la posada y perdió el conocimiento.

[...]

Los cascos del caballo pasaron a escasos centímetros de su rostro, pero era incapaz de moverse. El frío puño del miedo había atenazado de tal manera su cuerpecillo que solo sus ojos se movían, mirando frenéticamente a un lado y a otro. Todo era un caos de fuego, oscuridad, de gente corriendo desesperada y de sus gritos, gritos como el que pugnaba por salir de su garganta pero que el miedo retenía. Buscó la puerta de la taberna, pero no la vió. Se obligó a ponerse en pie, despacio, temblorosa, como si su cuerpo pugnara por mantenerse ovillado en el suelo, y retrocedió hasta topar contra una pared. Allí, medio oculta por las sombras que proyectaba el fuego danzante, Irinna se dio cuenta de que estaba empapada, y cuando agachó la vista y comprobó que era sangre, un gimoteo angustiado brotó de sus labios. Cerró los ojos, apretando bien fuerte, deseando con todas sus fuerzas que al abrir los ojos hubiera desaparecido, pero cuando volvió a abrirlos, la sangre seguía allí, con su olor metálico. Sabía que no era suya, porque no le dolía nada, pero no por eso estaba menos asustada.

Oyó un grito a su izquierda y se volvió para ver como una mujer descendía corriendo la calle, con el rostro deformado en un rictus de terror. La falda sucia se le enredaba en las piernas y sujetaba contra su pecho un fardo. Corría todo lo deprisa que podía y de cuando en cuando miraba frenéticamente a su espalda y ceñía más el fardo contra su pecho. Segundos después, un caballo surgió de las sombras, montado por un caballero que avanzaba con la espada en alto en pos de la mujer y acercándose a ella inexorablemente. Irinna deseó fervientemente que la alcanzara, que la alzara en brazos sobre la grupa de su montura y la pusiera a salvo de lo que fuera que la persiguiera, sobre todo porque acababa de reconocer en el fardo que la mujer llevaba contra el pecho, la forma de un niño pequeño, un bebé. Sin embargo, cuando el caballero alcanzó a la mujer esta abrió los ojos tanto que parecía que iban a salirse de sus cuencas y Irinna pudo ver como la punta de la espada le sobresalía espeluznantemente por el pecho. La chiquilla tuvo que reprimir un alarido tapándose con ambas manos la boca, y contempló, aterrada, como la mujer caía de rodillas en el suelo, sin soltar el fardo, y se derrumbaba boca abajo sobre los adoquines ensangrentados. El caballo pasó sobre ella y se perdió al doblar una esquina, dejando la calle donde estaban completamente desierta.

Incapaz de moverse, Irinna permaneció pegada a la pared con los ojos fijos en la figura inmóvil de la mujer ¿Por qué no se levantaba? ¿No se daba cuenta de que estaba aplastando a su bebé? Quiso gritarle que se levantara, pero tenía miedo de que otro caballo surgiera de las sombras. El niño empezó a llorar e Irinna miró frenéticamente a ambos extremos de la calle: si seguía haciendo ruido, acabarían volviendo.

"No hagas ruido, tesoro" dijo una voz de mujer en su mente, y de algún modo recordó unas manos frías que se cerraban con fuerza entorno a sus brazos y la elevaban para deslizarla en un lugar oscuro. Vio unos ojos grises cercados de pestañas que la miraban fijamente, reflejando las llamas "Mamá vendrá a por tí cuando todo termine, cariño. Sobre todo no te muevas"

Había esperado que vinieran a por ella, no se había movido ni una pizca ni había hecho ningún ruido. Tenía hambre y frío, pero no se había movido y había esperado hasta mucho después de que todo quedara en silencio. Pero cuando el hambre había sido tan atroz que le acalambraba el vientre, había salido de su escondite y había encontrado el campamento destrozado y a todos dormidos, los unos sobre los otros. Parecían haber jugado con un montón de pintura, porque todos estaban manchados de rojo. Vio el rostro de su padre descansando apaciblemente sobre una mochila y se acercó a él y le susurró al oído.

- Papá...

Pero no se levantó. Tampoco vio a su madre por ningún lado.
Entonces había recordado lo que Mortos le había dicho una tarde junto al río, cuando habían encontrado al cervatillo dormido. Había hecho un símbolo en el aire con sus pezuñas y le había explicado con su voz profunda que hay un sueño que todo el mundo duerme alguna vez, del que no se puede despertar. Y comprendió que su padre dormía ese sueño, y que su madre también debía haberse quedado dormida si se había olvidado de que la había ocultado dentro del árbol...

[...]

Despertó con un terrible dolor de cabeza y el olor a pelo quemado incrustado bien a fondo en la nariz. Desorientado, tardó un instante en descubrir que estaba tirado sobre la barra de la taberna, y entonces comprendió. Se puso en pie y avanzó tambaleante, incapaz de mantener el equilibrio.

- ¡Irinna!- llamaba - ¡IRINNA!

Llegó a la puerta apoyándose en las mesas y cuando observó el exterior, sintió que el alma se le deshacía en cenizas al comprender: Stratholme ardía hasta los cimientos e Irinna estaba allí fuera.

Sacudió la cabeza con un gruñido y salió.

- ¡IRINNAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA!- bramó, pero su voz se perdio en los gritos que llenaban la ciudad.

La buscó entre la gente que pasaba corriendo, pero el humo lo oscurecía todo, le cegaba y le hacía toser, y no veía más que rostros aterrados, con las miradas desorbitadas por el miedo.

Entonces vio los cadáveres.

No estaban abrasados, ni habían sido aplastados durante la huída. Había luchado en mas de mil batallas y sabía reconocer la herida de una lanza y una espada cuando la veía. Estaban tendidos bocabajo sobre los adoquines y enormes amapolas rojas parecían surgir de sus espaldas: asesinados a traición. Aquello no era un incendio.

- ¡IRINAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA!- bramó, y con aquel último grito volvió a él toda la fuerza que había enterrado con los años, la que le había hecho merecedor del terror de sus enemigos. Los musculosos brazos se tensaron en las mangas y el cuello de toro se llenó de venas mientras Brontos luchaba por avanzar entre el gentío, levantando a los hombres de tres en tres y arrojándolos lejos para quitarlos de su camino.

[...]

Irinna envolvió al niño con cuidado en su manta y lo estrechó contra su pecho.

- Shhhhh, no hagas ruido.- le susurró al oído mientras se deslizaban por las sombras de la calle, tratando de pasar desapercibidos. La gente corría junto a ellos, pero nadie parecía prestarles atención ni a la chiquilla ni al bebé, casi tan gran de como ella, que cargaba con gran dificultad.

Pesaba mucho, pero al menos había parado de llorar. Llegaron a una pequeña plaza y descubrió unos toneles apoyados junto al muro de uno de los edificios. Asegurándose de que nadie la miraba, Irinna corrió hacia ellos y con cuidado, se metio con el bebé en uno de los cubos.

"No hagas ruido, tesoro" le había dicho su madre.

- No hagas ruido, tesoro - susurró la niña al bebé.

Y juntos esperaron a que todo quedara en silencio.

[...]

Oyó al caballo acercarse por su espalda y se volvió, con las rodillas flexionadas y los brazos preparados, como si quisiera recibir a su atacante en un abrazo. El caballero alzó la espada y espoleó a su montura contra el inmenso hombre que permanecía en medio de la calle, frente a él. Cuando lo tuvo a su alcance, descargó la espada, pero haciendo gala de una sorprendente agilidad, el coloso esquivó el golpe de modo que la hoja apenas le laceró el costado. Con un rugido, el hombre saltó y cerró los poderosos brazos entorno al jinete para a continuación arrojarlo al suelo. No le dio tiempo a empuñar de nuevo la espada: se la arrancó de las manos lanzándola bien lejos y luego, sentándose sobre él, le agarró la cabeza con ambas manos y la golpeó contra el suelo una vez, y otra, y otra, y otra...

[...]

Irinna, con el bebé sujeto contra su pecho, se estremeció al escuchar las voces tan cerca de su refugio.

"Marchaos, marchaos, marchaos, marchaos, marchaos" repetía para sí mientras apretaba puños, ojos y dientes, atenazada por el miedo

Un golpe sacudió el tonel y chilló, para luego taparse la boca con las manos, aterrada por lo que acababa de hacer. No sirvió de nada, el tonel recibió otro golpe y se inclinó tan rápido que cuando cayó por completo, Irinna salió despedida, resbalándo en el suelo de adoquines, sin soltar a la criatura.

- ¡Os lo dije!- dijo una voz, y unos brazos se cerraron entorno a la niña y la alzaron en el aire.

Irinna chilló, pataleó y mordió, sin soltar a la criatura que protegía contra su pecho. Oyó que sus captores gritaban y que intentaban sujetarle las piernas para que dejara de dar patadas, pero no pudo soltarse. Sintió como la llevaban en volandas y vio pasar la ciudad en llamas ante sus ojos, entre la confusión de brazos y piernas que la rodeaban en su camino, pero el movimiento la mareaba y tuvo que cerrar los ojos. De pronto el sonido cambió y dejaron de moverla, de modo que abrió los ojos: estaba en un lugar pequeño, lleno de bancos de madera e iluminado con velas, aunque el la luz del fuego parecía iluminar desde el otro lado de las ventanas también. La dejaron en el suelo y la soltaron y entonces Irinna vio que allí también había mucha gente, solo que no gritaba. Estaban acurrucados en los rincones, en grupos, apiñados unos contra otros, y clavaban en ella sus ojos.

- ¿Quién es esa niña?- preguntó alguien con la voz crispada.

- ¡Es un agente de la plaga!- gritó oto.

Una mujer se puso en pie.

- ¡Quien es la niña no lo sé, pero ese es el hijo de Rosie! - la mujer se acercó a ella y la sacudió por los hombros frenéticamente- ¿A quien le has robado este niño? ¿Donde está su madre?

Irinna se echó a llorar. La gente en la capilla comenzó a gritar, pero no de miedo. Le gritaban a ella, y había odio en su mirada, odio e ira. Trataron de quitarle al niño, y aunque lo apretó bien fuerte contra sí, la fueza de sus bracitos no tenía nada que hacer contra las decenas de manos adultas que pugnaban por arrancarle al bebé.
Al fin consiguieron llevárselo y la niña se dejó deslizar hasta el suelo de rodillas, manchada de sangre y de carbón como estaba, y sollozó como la criatura que era.

- ¡Arrojémosla fuera!- propuso alguien.

- ¡Si! ¡Que vuelva con los suyos! ¡No queremos que nos contamine! - apoyó otro.

Entonces una voz firme se alzó desde algún punto a su espalda.

- ¡YA BASTA!

La gente enmudeció, pero Irinna no pudo dejar de llorar. De pronto sintió una presencia a su lado y una mano suave pero firme que se posaba en su hombro.

- No llores, aquí estás a salvo.- dijo la voz, y algo en ella le dijo que no mentía, y poco a poco sus lágrimas remitieron.

Miró al extraño. Era un hombre joven, más joven que su tío, y tenía el pelo rojo como una zanahoria y los ojos oscuros fijos en ella. Llevaba una toga e Irinna recordó que su tío le había contado que los hombres que llevaban vestido solían ser buenas personas. Aquel hombre le parecía buena persona. Avergonzada, se secó las lágrimas, pero así no consiguió más que esparcir el hollín que le manchaba el rostro, y le miró con ojos inquietos.

- Eso es - dijo el hombre- ¿Cómo te llamas, pequeña?

Había algo en su forma de hablar, en el tono de su voz, que le traía calidez al corazón.

- I... Irinna... -sorbió por la nariz- Ti... Timewalker...

- Bien, Irinna- respondió el hombre sonriendo levemente- Yo soy el padre Eisenhorn y conmigo estás a salvo.

La naricilla cuajada de pecas de Irinna se arrugó como una pequeña pasa y entrecerró los ojos en gesto de concentración.

- Ein... Es... Einhso...

Una sonrisa benevolente apareció en el rostro del hombre como si aquellos rasgos no estuvieran demasiado acostumbrados a sonreir.

- Tú puedes llamarme Garlan.- la niña asintió, secretamente aliviada- Bueno, Irinna ¿Donde están tus padres?

Por un momento, Irinna pareció a punto de echarse a llorar de nuevo, pero se contuvo. Miró a su alrededor, como buscando un rostro conocido, y reparó en la luz del fuego que se filtraba a través de las cristaleras. Aquellos reflejos acapararon por completo su atención, danzantes como el fulgor de las corrientes del tiempo a través de las ventanas de la taberna.

- ¿Estás bien?- insistió el sacerdote- ¿Dónde están tus padres?

Irinna se frotó los brazos como si tuviera frío, pero nada más lejos de la realidad.

- Mi tío me está buscando.- dijo al fin, mirándose concienzudamente las puntas de los pies. Luego, sonrojándose bajo las capas de hollín, añadió- Me llevé las llaves...

Metió las manitas entre los pliegues de su falda y sacó un nutrido manojo de llaves. El sacerdote sonrió con gravedad y le acarició con suavidad el pelo enmarañado.

- Me temo que no son las llaves lo que tu tío está buscando, Irinna.

Ante aquellas palabras, la niña le miró fijamente, con sus inmensos ojos grises tan abiertos que parecían dos inmensas lunas. Con aquella mirada parecía decir que no cabía en su pequeña cabecita como alguien podía estar tan terriblemente equivocado.

- ¡No!- exclamó con su voz de pito- ¡No! ¡No lo entiendes! ¡Sin las llaves, la taberna no podrá irse y se quemará!

Garlan Eisenhorn frunció el ceño ante las palabras de la criatura, y adoptó un aire bastante más sombrío.

- Dudo que a estas alturas podamos marcharnos de aquí, Irinna, con llaves o sin ellas.- dijo, y cual fue su sorpresa ante la reacción de la niña.

Irinna dio un brinco sobre sí misma, chasqueó la lengua exasperada y se llevó las manos a las caderas, con una mirada muy similar a quien está regañando a un niño.

- ¡No lo entiendes!- repitió.

La puerta se abrió rápidamente, sobresaltando a los que esperaban en el interior de la capilla. Dos hombres, con las ropas chamuscadas y el rostro tiznado de hollín, entraron resollando y cerraron la puerta trás de sí, antes de dirigirse al grupo que se acurrucaba en el ábside. Irinna miró la puerta, entrecerró los ojos, y con un suspiro de resignación, exclamó:

- Ven, te lo explico.

Garlan siguió a aquella criatura hacia la puerta y pensó en lo mucho que parecía un duende con sus ojos de luna, su pelo cual diente de león y sus extrañas maneras y palabras. Observó como la niña rebuscaba entre las llaves de su llavero.

- Con la llave roja, la metes así...- introdujo una pequeña llave de cobre en la cerradura interior de la puerta- y das vueltas, hacia aquí, o hacia aquí- ilustró sus palabras con una demostración práctica- unas cuantas veces y cuando suena click - sonó click- ¡ya has llegado!

Como si el silencio fuera algo físico, cayó sobre la capilla como una inquietante losa. Los ciudadanos refugiados se miraron unos a otros, inquietos por el repentino silencio que parecía haberse tragado la ciudad entera. Garlan miró a Irinna con la llave en la cerradura y su pragmatismo gritó que aquello no podía ser.
¿Donde estaba el sonido? ¿Donde estaba el rugido de las llamas, los cascos de los caballos, los gritos, esos horribles gritos?

Indiferente a la reacción de la gente, Irinna sacó la llave de la cerradura y se volvió hacia Eisenhorn.

- Pero solo funciona en la taberna.

BLAM, la puerta se estremeció bajo un fuerte impacto proveniente del exterior.

Las mujeres gritaron, también algunos hombres. Sobresaltado, Garlan cogió a Irinna en brazos y retrocedió varios pasos, alejándose de la puerta. El impacto se repitó y esta vez se estremeció la estructura de la fachada. Una voz amortiguada como muy lejana, gritaba al otro lado.

- ¡Están intentando entrar!- chilló alguien.

- ¡Nos han encontrado!- corroboró otro.

El pánico estalló en la capilla. Los gritos lo llenaron todo y todos se apiñaron como corderos indefensos en el ábside de la capilla. Garlan retrocedió con Irinna en brazos, pero no fue hasta varios segundos después que se dio cuenta de que, muy lejos de parecer asustada, la niña se debatía como un animalillo escurridizo por liberarse de su abrazo y correr hacia la puerta.

- ¡¿Qué?!- exclamó, y en ese preciso instante Irinna, cual comadreja, se le escurrió entre los brazos y corrió hacia la puerta.- ¡No!

Pero en el mismo momento que gritaba, algo en su mente decía "Si". ¿Su intuición? Tal vez. O tal vez creyó entender entre los gritos que sonaban tras la puerta, lo mismo que había entendido la niña. Irinna gimoteaba como un animal herido mientras arañaba la puerta para tratar de abrirla, transmitiéndole su ansiedad. Sea como fuere, se encontró corriendo hacia la puerta y levantando con Irinna la tabla que la bloqueaba, indiferente a los ruegos de los que esperaban aterrados en el interior.

Con un último y estremecedor golpe, la puerta se abrió dando un bandazo dando a Garlan el tiempo justo para apartar a la niña de su trayectoria. Una silueta gigantesca se recortó contra el resplandor de llamas. El sacerdote sintió que su corazón desfallecía, cubrió a la niña con sus brazos y contuvo la respiración, a la espera del golpe que acabara con su vida.

Pero el golpe no llegó.

Oyó la puerta que se cerraba y el chillido de Irinna al mismo tiempo, sintiendo como la niña volvía a escurrirsele de los brazos. Alzó la vista y vio a un hombre grande como un coloso, con una poblada barba negra y las ropas quemadas y ensangrentadas, sosteniendo entre sus brazos como toneles a la criatura, sujetándola como si fuera un náufrago que se aferra a la última tabla de su navío.

- ¡Irinna!

El hombretón estrechó a la niña con desasosiego, cubrió su cara de besos y suspiró con un suspiro que bien hubiera querido un león como rugido, como quien ha recuperado aquello que le es más querido en el mundo.

Garlan observó el reencuentro y fue el primero en percibir la incomprensión más absoluta en el rostro del coloso cuando este alzó la vista, vio el lugar en que se encontraba y exclamó:

- ¡Por todos los dioses! ¿Qué hacen? ¿No comprenden que van a quemarlos vivos aquí dentro? ¡Tienen que salir de aquí!

[...]

Muchos recordarían, mucho tiempo después, como el Gran Oso había avanzado contra la marea de gente, arrancando a los hombres del suelo como si no tuvieran peso, con los ojos encendidos de ira, el rostro congestionado por la furia y su voz como un rugido. No distinguía ciudadano o soldado: no había nadie que se cruzara en su camino y que no fuera arrojado varios metros más allá por los poderosos brazos del coloso. Todo en él parecía emanar peligro e ira, resplandecía como una poderosa hoguera, y avanzaba, avanzaba, avanzaba...

Pero no tanta gente recordaría que tras él, un pequeño grupo de personas le seguía, con las manos entrelazadas, tan juntos los unos a los otros como si fueran uno solo. Garlan Eisenhorn, el que fuera el último discípulo del Arzobispo Alonsus, encabezaba la comitiva tras el gigante. En brazos sujetaba un duende de oscuros cabellos y ojos de luna, de gesto tan decidido que no podía ser sino una criatura sobrenatural. Tras ellos, media docena de hombres y mujeres que avanzaban mirando sobrecogidos a su alrededor, confiando en el gigante que les abría el paso pero sin saber si el destino al que los llevaba era mejor o peor que el de perecer quemados vivos en el interior de la capilla.

[...]

Había hombres en la plaza, hombres armados. Sostenían sus picas ante ellos como a la espera de poder usarlas, y varios jinetes patrullaban la zona. Desde las sombras, Brontos vio la puerta de la taberna entre abierta y rezó en su interior todas las oraciones que sabía, rogando que por favor no hubiera entrado ninguno de ellos. Se volvió hacia el grupo que esperaba acurrucado en la oscuridad. Se dirigía al sacerdote, el hombre que sujetaba a la niña en brazos, pero nadie hubiera podido decir si era a la criatura o al adulto a quien hablaba.

- Tenéis que llegar hasta la puerta tan rápido como podáis. Cruzaréis la plaza y entraréis todos, y cerraréis la puerta. Quiero que uséis la llave dorada, la que tiene tres dientes iguales con uno opuesto. La metéis en la cerradura y la volvéis, una vuelta a la derecha, tres a la izquierda, dos a la derecha. ¿Entendido?

Irinna miraba a su tío con los ojos llenos de lágrimas. El Gran Oso, roto por dentro, frunció el ceño con severidad.

- ¿Entendido?- insistió.

La niña asintió, también el sacerdote.

- Bien, yo los entretendré. Cuando salga, contad hasta diez y cruzad corriendo todos juntos.- Garlan miró la plaza y de nuevo al hombre.

Había sido testigo de su fuerza y de su fiereza en el avance a través de la ciudad, pero aquellos eran hombres armados, por lo menos una docena, y varios jinetes... En el fondo de su alma lamentó el sacrificio de aquel alma noble que tenía ante él, pero supo que era necesario si querían salvar a alguien en aquella masacre.

Brontos se puso en pie y se arrancó la camisa de un tirón, descubriendo el poderoso pecho y los brazos amplios como toneles. Miró una última vez a Irinna y susurró:

- Uno... Dos... Tres... Vamos allá, Leo.

Y saltó hacia adelante como un aterrador rugido, con los brazos abiertos invitando al combate.

Como uno solo, los soldados y los jinetes se lanzaron sobre él. Ni sus gritos ni los relinchos de sus caballos pudieron eclipsar el rugido del Gran Oso, que se elevó sobre los tejados y alcanzó el cielo oscurecido por el humo y la ceniza.

Diez segundos después, el pequeño grupo encabezado por Garlan e Irinna, atravesó la pequeña plaza rápido, en silencio, y desapareció trás la puerta entreabierta.

[...]

"Tardad lo que queráis, os esperaremos la vida entera"

Un grito de agonía proveniente del exterior le sacó de su ensimismamiento. Garlan se descubrió mirando fijamente el pequeño cuadro que rezaba aquella bienvenida, colgado sobre la barra. Volviendo en sí, miró a su alrededor buscando a Irinna con la mirada. La encontró acurrucada tras la puerta, tan pequeña que perfectamente pudiera no haberla visto. Recogía las piernas plegadas contra el pecho y ocultaba el rostro contra las rodillas.

Recordó las palabras de Brontos, la insistencia y el detalle en sus indicaciones sobre la puerta que tenía ante él. ¿Qué sentido tenía cerrar aquella puerta en lugar de cerrar la de la capilla? ¿Acaso no iban a morir todos en aquel lugar?

No, había algo en aquella taberna, algo en el aire, algo en el modo en que el sonido llegaba a través de las paredes, algo que le hacía pensar que allí había algo que no entendería jamás pero que podía salvar la vida de todas aquellas personas.

- ¡Irinna! ¡La puerta!

La niña levantó el rostro, donde las lágrimas habían dejado sinuosos surcos en el hollín. Aterrada por algun pensamiento propio, la criatura miró a Garlan y después la puerta, y se estremeció. El sacerdote no necesitó más para comprender que en aquella llave estaba el auténtico sacrificio.

- ¡Irinna, usa la llave!- gritó- ¡Vamos!

Temblando, con gruesos lagrimones cayendo por sus mejillas, la niña se puso en pie con las llaves en la mano. Con pulso tembloroso buscó una llave de entre aquellas decenas de llaves, al parecer todas iguales, que había en el llavero. Como si aquella búsqueda fuera una tortura infinita, Irinna separó al fin una llave del llavero y, sollozando, la introdujo en la cerradura. Apretando los dientes, la niña se dispuso a girarla hacia la derecha cuando de pronto con un bandazo la puerta se abrió y una inmensa mole se deslizó al interior, arrancando gritos de los que esperaban junto a la chimenea.

- ¡Ayudenme a cerrar!- bramó Brontos, cuyo rostro aparecía bañado de sangre y que mantenía el brazo derecho colgando inerte contra el cuerpo- ¡Vamos!

Garlan se arrojó contra la puerta para descubrir que desde el otro lado alguien pugnaba por entrar. Con un gruñido, descargó todo su peso contra la puerta de madera. Al verle, los demás hombres se unieron a él y todos empujaron con todas sus fuerzas para evitar que la puerta cediera.

- ¡La llave!- el grito de Brontos pareció sobresaltar a la niña, que le observaba como quien contempla una aparición, con un alivio indescriptible en el rostro- ¡Irinna! ¡Por la Luz! ¡La llave!

Deslizándose como un rodeor entre las piernas de los hombres que luchaban por mantener la puerta cerrada, Irinna llegó hasta la puerta y, sin dudar ahora, introdujo la llave dorada en la cerradura.

- Derecha - gruñó Brontos sin apartar la vista de su sobrina pero sin dejar ni un instante de usar toda su fuerza en contener la puerta- izquierda, izquierda, izquierda.... - El chasquido de la llave lo llenó todo, tragandose el rugido del fuego del exterior- Derecha, derecha...

Click.

[...]

El rumor de las Corrientes del Tiempo apenas atravesaba las paredes de la Taberna de los Tres Soles, y sus fantásticos colores ondeaban al otro lado de las ventanas como cientos de banderas. Apoyado en la barra, Brontos permitía pacientemente que Irinna le limpiara la herida en el brazo con un paño y unas hierbas.

Agotado, Garlan levantó el rostro de los brazos, donde lo había ocultado sobre la mesa, y miró a su alrededor. Sí, su intuición no le había engañado. No sabía en qué lugar estaba, salvo que parecía una posada más de las miles de posadas que poblaban Azeroth. Su fuego crepitaba en el hogar y las mesas, aunque alguna parecía dañada por el fuego, esperaban pacientemente que alguien viniera a ocuparlas. Parecía, y todos sus sentidos lo confirmaban, un lugar seguro. Quizá la Luz supiera por qué, pero era un lugar seguro.

Se dio cuenta de que Brontos susurraba algo al oído de Irinna y que esta se estremecía, frunciendo su gracioso ceño, mirando las llaves sobre la barra.

- Está bien, Comadreja, solo busca una llave que te guste.- oyó que el gigante le decía a su sobrina.

Dubitativa, Irinna cogió el llavero y caminó con sus pequeños y desgarbados pasos hacia la puerta. Garlan se incorporó para seguirla con la mirada. Vio como la niña cogía una llave de entre todas las del llavero y la metía ne la cerradura, girándola en un sentido y otro hasta que escuchó el "click".

La luz cambió, también el sonido. Parecía que era el sol de mediodía el que se colaba por las ventanas, y que eran pájaros lo que se escuchaban al otro lado de las paredes. Con cuidado, Irinna abrió la puerta, dejando apenas un resquicio por el que pasara la luz para asomarse al exterior. Luego, satisfecha, abrió la puerta de par en par y se volvió con una sonrisa orgullosa hacia su tío.

- Buen trabajo, Comadreja.- dijo el enorme tabernero.

El olor de la hierba fresca y los sonidos de la apacible campiña de Trabalomas lo llenaba todo.

II

lunes, 21 de marzo de 2005

Ciudad de Lordaeron:

Con ocasión del décimotercer cumpleaños del príncipe Arthas, el rey Therenas había convocado siete días de fiesta en la ciudad, y aprovechando tan insigne acontecimiento, no había mercader, juglar o artesano que no tuviera grandes expectativas de lucro en aquellos días. Desde el primer día no cesaba de llegar gente: la multitud se congregaba en las puertas de la ciudad, proveniente de todos los rincones de los Siete Reinos.

Allí estaban las vistosas caravanas de los juglares, los estandartes ondeantes de los caballeros, carrozas esmaltadas de las familias más nobles y simples carromatos de los más humildes comerciantes. Todos esperaban en la puerta con gran algarabía para, una vez traspasado el patio interior, derramarse por las calles de Lordaeron como una marea interminable de color y sonido. Todos los balcones estaban decorados con vistosas flores y guirnaldas, con los colores del reino, y hermosos mosaicos se habían dibujado en el pavimento, cubierto de pétalos de rosas.
No había parque que no tuviera juegos, cantos, bailes o concursos, y aquí y allá las mozas casaderas con flores entrelazadas en el pelo, corrían lanzando divertidas risitas a los muchachos que no podían quitarles la vista de encima. Todo era algarabía, música, risas, los gritos de los mercaderes, que ascendían sobre los balcones y se desplazaban sobre los tejados como ecos interminables hasta desaparecer.

Pero de entre todas las calles y plazas de la ciudad había una única plaza, pequeña y oscura, a la que se llegaba a través de una sinuosa callejuela más oscura si cabe, sin más que grises muros que la cerraban, sin balcones ni ventanas que dieran a ella, y a la que no llegaba más que un resquicio de luz que se filtraba por los tejados, y un eco de música que se deslizaba entre los muros. En esta triste y oscura plazuela parecían haber ocultado, en su celo por engalanar la ciudad, todo aquello que la afeaba a ojos de sus habitantes: había en ella viejos muebles destartalados, maceteros rotos, escombros y estandartes ajados, amontonado todo como si lo hubieran arrojado dentro sin más miramientos. Y coronando la montaña de restos, una vieja puerta destartalada parecía desafiar todas las leyes de la gravedad manteniéndose erguida en la cima, en precario equilibrio sobre a saber qué cimientos.

Un gato oscuro como el carbón asomó la cabeza entre los escombros, vigilando con suspicacia que nadie profanara su pequeño territorio y tras comprobar que nadie hubiera, se deslizó entre los maceteros en busca de un ratón o alguna presa más jugosa. Sus pasos sigilosos lo llevaron a la cima del precario montón, y el felino se detuvo a husmear la destartalada puerta, para luego frotar contra sus cantos los carrillos entre ronroneos de placer. De repente, con un bufido, el gato saltó hacia atrás y arqueó el lomo, agachando las orejas, con la mirada fija en la solitaria puerta. A los pocos segundos, como agitada por una mano invisible, la puerta se sacudió levemente, espantando definitivamente al gato, que corrió a ocultarse de nuevo entre los escombros.

La puerta se estremeció de nuevo, esta vez con más fuerza, y una voz ronca pero lejana pareció llenar la plazuela.

¿Estás segura de que es esta? dijo, y enseguida los muros repitieron un tintineo metálico que no venía de ningún lugar.

Bien, si tú lo dices... insistió la voz.

Por tercera vez la puerta se sacudió y esta vez el viejo pomo giró con un chirrido y luego, muy lentamente...

... la puerta se abrió, derramando una luz cálida y danzante sobre los escombros y llenando la silenciosa plazoleta con el tintinear de las jarras y los ecos de animadas conversaciones. Cualquiera que se hubiera asomado entonces a aquel rincón oscuro de la ciudad, hubiera visto dos siluetas recortadas contra el resplandor ambarino que brotaba de la puerta: la una grande como uno oso, la otra pequeña como un duende.

La figura colosal se llevó las manos a las caderas y asintió con satisfacción.

- Bueno - dijo mirando a la figura más pequeña - ya hemos llegado.

Cogidas de la mano, ambas figuran descendieron el montón de escombros con cuidado y recorrieron la estrecha calleja, para acabar uniéndose a la riada de gente que caminaba por las calles adornadas sin que nadie se fijara en el hombre grande como un oso que alzaba a su hija para cargarla sobre sus hombros.

[...]

La plaza donde se iba a celebrar el concurso de pasteles era pequeña y cálida, bordeada por un parque y repleta de pequeños bancos de piedra donde tomar asiento. En su centro se habían dispuesto varias mesas de madera lo bastante amplias para poder tener holgadamente rodillos, moldes, morteros, cucharas de palo e incluso unos improvisados pequeños hornos de piedra. Todas tenían su saco de harina junto a la mesa, azúcar, chocolate y todo tipo de golosos ingredientes preparados para ser utilizados en el certamen. Un hombre orondo como un tonel repasaba una lista, asistido por un mozuelo con dientes tan separados que hubiera podido colocar una pieza de oro entre ellos.

Brontos e Irinna se colocaron entre el gentío. No había quien no dirigiera a la pareja una amable mirada, sobre todo a la feúcha chiquilla de inmensos ojos de lechuza que parecía deber su peinado a una potente descarga eléctrica pero que sonreía con tanta alegría y desparpajo que parecía un travieso duende encaramado a un ogro. Una bonita mujer de cabello cobrizo recibió a cambio de su sonrisa, una pícara mirada del hombretón y no pudo sino bajar la mirada con halagado recato y ruborizarse.

- ¡Damas y caballeros!- exclamó entonces el orondo presentador- ¡Prestad atención! ¡El concurso dará comienzo en breves instantes!

Los asistentes, de todas las edades pero todos de tipo más bien humilde, rebulleron con ansia.

- Bien, bien, bien - continuó el organizador- ¡Por favor, los participantes levantad las manos! ¿Quién se atreve a someterse al juicio de nuestros exigentes catadores?

Y diciendo esto hizo un amplio gesto con la mano, abarcando a la media docena de orondos pasteleros que esperaban golosamente en uno de los bancos.

No fueron pocas las manos alzadas entre el gentío, y el organizador fue invitando a gritos a los voluntarios a llegar hasta las mesas. Brontos alzó la mirada y se encontró con la mirada de lechuza de Irinna que le observaba desde las alturas.

- ¿Qué dices, te animas?- inquirió. La niña entrecerró los ojos y apretó los labios, meditabunda, pero al cabo asintió y su sonrisa trajo calidez al corazón del aventurero, que acto seguido alzó una de sus manos.

- ¡El caballero de la barba negra!- exclamó el organizador nada más verle- ¿Quiere participar?

Las carcajadas de Brontos restallaron por la plaza.

- ¿Yo? No - fue la respuesta de este cuando todos se volvieron hacia él. El organizador frunció el ceño e iba a pasar a otro participante cuando Brontos dejó a Irinna en el suelo y la empujó con suavidad hacia el centro de la plaza- Ella.

Con sus diminutos pasos, Irinna avanzó un poco, bien alto el mentón y los brazos en jarras, con un garbo y una gracia que arrancó sonrisas a todos los asistentes. El organizador sonrió con benevolencia y se acercó a ella.

- ¿Y bien, señorita? ¿Cual es tu nombre?

La niña abrió la boca para responder, dejando al descubierto una dentadura llena de huequecillos oscuros.

- ¡Me llamo Comadreja! - respondió, toda resolución, con su estridente vocecilla, y se volvió orgullosa hacia Brontos, que negaba gesticulando con poco disimulo. Con un gracioso gesto de contrariedad, la niña se volvió hacia el organizador y rectificó con tanta resolución y desparpajo como si segundos antes no se hubiera confundido.- ¡Me llamo Irinna! ¡Irinna Timewalker!

- ¡Muy bien, Irinna!- gritó el organizador para hacerse oír por encima del gentío y que aquellos que estaban más atrás pudieran escuchar bien.- ¿Y de qué vas a hacer tu pastel?

La chiquilla, que parecía haber estado esperando aquella pregunta, saltó alegremente, extendió los brazos, y como si diera a la ciudad la mejor noticia del mundo, exclamó:

- ¡DE MANZANA!

Los asistentes rieron y le dedicaron miradas indulgentes, mientras el organizador la acompañaba hasta la mesa. Mientras dejaba que la guiaran, Irinna se volvió hacia el gentío, donde encontró a Brontos agachado, alzando los pulgares y guiñandole un ojo.

- Buena suerte, Comadreja - decían sus labios en silencio, y arropada por su incondicional apoyo, se encaramó a la banqueta que le proporcionaron para alcanzar la mesa.

[...]

Hubiera podido ser un fantasma, cubierta de harina de la cabeza a los pies, como estaba. Encaramada a su banqueta, agitaba la cuchara de palo como si fuera una batura mientras, a su espalda, Brontos y Annie degustaban la tarta e intercambiaban miradas.

- Bueno, Comadreja, el segundo puesto no está nada mal- aseveró Brontos, tragando el último pedazo de su ración, y la mujer que le acompañaba asintió.- En cuanto seas un poco más alta, alcanzarás a ver el interior del horno para controlar los tiempos.

Irinna continuó con su concierto invisible y la pareja volvió a sus coqueteos.

Poco le importaba a la criatura el puesto alcanzado en el concurso: ella había sido feliz hundiendo sus manitas en la masa esponjosa, y disponiendo las rodajas de manzana con un cuidado casi coqueto sobre el pastel, mientras tarareaba una cancioncilla sin sentido. Y estaba tan obnubilada con su orquesta
que no vio al muchacho que se acercaba hasta que este se detuvo frente a la mesa. Era alto, muy alto, y tenía el cabello rubio y largo; hubiera pasado por un adulto de no ser por el inequívoco rostro imberbe que acompañaba aquel cuerpo. Tenía unos ojos grandes, azules como el mar, y sonrió al encontrarse con la mirada sorprendida de la niñita.

- Vaya - dijo el muchacho- esa tarta tiene una pinta estupenda.

Irinna se irguió orgullosa, a pesar de la harina que la cubría- ¿Crees que podría tomar un trozo?

Una amplia sonrisa se dibujó en el rostro de la criatura, descubriendo todas las ausencias en su dentadura de leche. Sin perder un instante, cortó un pedazo de la tarta y se la tendió al muchacho, que la tomó con una leve reverencia. Irinna, que solo había visto las reverencias en las obras de teatro, se sonrojó hasta la raíz del cabello y bajó la mirada, cohibida, mientras el muchacho masticaba y tragaba aquel pedazo de pastel.

- ¡Eftá felifiofa!- aseveró el muchacho con la boca llena, e Irinna se revolvió con regocijo en lo alto de su banqueta. - ¿Cómo te llamas?

Irinna respondió al cuello de su camisa.

- No te oigo, princesa.

Al oir el apelativo, la niña alzó el rostro con una radiante sonrisa.

- Irinna.

El muchacho iba a responder cuando una gran algarabía estalló en la entrada de la plaza y todos se volvieron hacia allí. Un nutrido grupo de guardias, encabezados por un hombre vestido con sobrias ropas, corrían hacia ellos haciendo grandes aspavientos.

- ¡Alteza! -exclamaba el hombre de la toga, que se detuvo resollante cuando llegó hasta la mesa, frente al muchacho- ¡Alteza, no podéis desaparecer así! ¡Tenéis a media corte buscandoos!

El muchacho resopló con hastío y resignación.´

- Solo salí a dar una vuelta, Oren, me estaba volviendo loco con tanta ceremonia...

El hombre se cruzó de brazos con gesto severo, pero seguía colorado por la carrera.

- ¡Esas ceremonias son en vuestro honor, alteza!- le reprendió - Ya tendréis tiempo mañana de dar tantas vueltas como queráis. ¡En marcha!

De nuevo un suspiro y el muchacho obedeció, no sin antes volverse ante una sorprendida Irinna y guiñarle un ojo. Luego, acompañado por su escolta, desapareció en las callejas de la ciudad.

Con un inmenso gesto interrogante pintado en el gesto, Irinna se volvió hacia su tío.

- ¿Por qué le regañan? ¿Cuando yo sea tan alta como él también me llamarán alteza?

Brontos, a medio camino entre la sorpresa y la carcajada, miró a Annie y Annie le miró a él, incapaces de asumir lo que acababa de ocurrir.

[...]

La noche se ponía en Lordaeron. Poco a poco, las calles iban quedando desiertas, transitadas únicamente por aquellos que volvían a casa. Es por ello que nadie reparó en la pareja que caminaba, entrelazados los brazos, tras una chiquilla cubierta de harina de la cabeza a los pies.

I

domingo, 20 de marzo de 2005

Puerto de Kul Tiras, hace diez años:

El cielo era como un lienzo azul cobalto, sembrado aquí y allá de nubes blancas como la espuma y adornado con el vuelo de las gaviotas cuando la campana del puerto sonó y los trabajadores del embarcadero corrieron a amarrar el barco al muelle. Los viajeros descendieron de la embarcación y se alejaron caminando por el embarcadero, entre cuchicheos y suspiros.

Cuando ya no eran más que una miríada de figurillas diminutas recortadas contra la alta torre del fortín, un último viajero, grande como un coloso, bajó del barco y depositó su pesado petate en el suelo de madera con un sonido sordo. Las botas eran de buena calidad, pero estaban sucias y habían conocido tiempos mejores, y los pantalones de cuero oscuro estaban gastados y remendados tantas veces que costaba distinguir los pedazos de la prenda original. La camisa blanca ceñía el poderoso pecho, dejando al descubierto unos brazos como toneles y un cuello de toro, rematado por la cabeza cubierta por una espesa mata de cabello negro, con su negra barba a juego. Unos brillantes ojos azules se entrecerraban, cegados, tras las pobladas cejas negras.

Un solo vistazo bastaba para reconocer el polvo del camino, las encallecidas manos y el aroma a peligro que parecía brotar de cada poro de la piel del extraño:

Un aventurero.

El forastero miró hacia el fortín y sacó de su morral una carta con el sello de la ciudadela.

- Bueno, - tenía la voz grave y rota- ya estamos aquí.

Se encaminó hacia el fortín de la ciudadela con el petate al hombro, dejando que sus botas chirriaran contra el suelo de madera. Atravesando el barullo del puerto y esquivando a los vendedores ambulantes de pescado, alcanzó al fin las empedradas calles del asentamiento y, a la sombra de los edificios, pudo llegar hasta el marcial edificio de piedra gris que hacía las veces de fortín. Junto a su puerta, los soldados del regimiento practicaban con muñecos de madera mientras, un poco más allá, los arqueros disparaban contra enormes dianas pintadas en balas de paja.

Sendos guardias custodiaban la puerta y no le prestaron demasiada atención al pasar: corrían tiempos difíciles y se requerían cada vez más los servicios de los mercenarios en la guerra. Dentro del fuerte siguió las indicaciones de su memoria para llegar a las oficinas, donde reinaba un silencio casi sepulcral, roto únicamente por el sonido de la pluma deslizándose rauda sobre el papel.

Entró en la sala sin disimular el sonido de sus pesadas botas en el suelo de madera y dejó de nuevo el petate en tierra. Una mujer levantó la vista de su trabajo, en una de las mesas más adelantadas, y arqueó las cejas en señal de reconocimiento antes de ponerse en pie y hacerle un gesto para que se acercara. Era menuda y bonita, con el cabello castaño recogido en la nuca.

- El señor Brontos Algernon, supongo - dijo la mujer. Tenía la voz aguda y el tono de quien está acostumbrado a no admitir réplica.

- Sí, señoría.

- Soy Madeleine Olsom y me he hecho cargo de su caso desde que recibimos la primera notificación.- rebuscó una carpeta en su escritorio y extrajo al fin una serie de papeles que ojeó rápidamente - Aquí tiene toda la documentación necesaria. Necesito que la estudie antes de firmar el contrato.

Brontos contempló la carpeta. Era oscura y tenía escrita en la portada una sola palabra:

Timewalker.

Como un mazazo, la realidad volvió de nuevo a su cabeza. Leo y Fayna habían muerto. Leo y Fayna... ¿Cuantos años hacía que sus caminos se habían separado? ¿Y por qué cojones seguía sintiéndo como si no se hubieran separado jamás?

La mujer seguía hablando.

- Puede usted alojarse en la taberna que hay al bajar esta calle, tienen habitaciones de sobra y el precio es razonable. Cuando haya leído todo, vuelva aquí, firmará el contrato y ya estará todo listo.

Sonrió al hombre que tenía frente a ella y que mantenía el ceño fruncido. Al ver que el hombre no se movía, añadió:

- Puede retirarse.

Brontos pareció reparar de nuevo en ella y asintió. Se colgó de nuevo el petate al hombro y se dirigió a la salida.

- ¡Señor Algernon! - la voz le detuvo cuando estaba a punto de cruzar el umbral. Se volvió y vio a Madeleine Olsom caminando hacia él con un paquete en la mano.- Se me olvidaba. Esto al parecer también era para usted.

Depositó en su mano lo que parecía un fajo de correspondencia vieja sujeta con un cordel y volvió a su sitio. Brontos, cada vez más intrigado, guardó el paquete en su morral y bajó las escaleras hasta el exterior.

[...]

La taberna estaba atestada, de modo que se hizo con una mesa tan rápido como pudo y pidió una buena jarra de cerveza bien fría. Sacó del morral el paquete de correspondencia y desató el cordel. Las cartas estaban fechadas con varios años de antigüedad, la más antigüa de ocho años atrás. La más reciente apenas tenía unos meses. Todas iban dirigidas a él y todas, sin excepción, las remitia Fayna. Si no se equivocaba, ahí estaban todos los años que se había perdido, todas las cartas que no había recibido desde que eligió su propio camino.

- Joder.

Las leyó una a una, todas y cada una de las cartas escritas con la elegante caligrafía de Fayna, cada párrafo hablándole del camino que ella y Leo habían elegido, de su trabajo en las praderas de Kalimdor, de su cercanía al campamento Taurajo y de cómo los tauren habían aceptado cada vez más la presencia del pequeño y pacífico grupo humano. Las cartas hablaban de cómo su embarazo había provocado un mayor acercamiento a la tribu taurajo y en las siguientes cartas, de como la criatura que había dado a luz llenaba sus días de alegría. Fayna intercalaba las noticias de su nueva vida con Leo en Kalimdor con los recuerdos del tiempo que habían pasado todos juntos en Azeroth.

¿Cómo olvidarlo? Brontos recordaba haber estado siempre con el pícaro de Leo, no sabía desde qué momento, pero siempre había estado allí. Habían sido uña y carne y habían recorrido juntos todos los caminos que se ponían a sus pies y combatido en todas las batallas con las que se cruzaban. Leo, el bueno de Leo, con sus modales felinos, con su afilada lengua y avispada inteligencia y él, el gran Brontos, pronto a la risa y a la ira, de fuerza colosal y con una afición irrefrenable por la cerveza y las mujeres. Ambos habían sido como dos descastados sin un hogar por el sencillo hecho de que no lo deseaban, habían hecho de los caminos su lecho y de los cielos su tejado.

Dos flechas perdidas tras la batalla que no necesitaban nada de nadie para seguir adelante... Como hermanos... como hermanos hasta el punto de haberse enamorado de dos hermanas... Fayna y Diana, Diana y Fayna... Los dos solitarios se habían convertido en cuatro, y habían viajado por el mundo ofreciendo sus servicios como combatientes, o las dotes de sanación de Fayna, o, cuando nada de esto servía, los trucos de magia de Diana... Pero el tiempo había pasado y Diana fue la primera en separarse del grupo: quería estudiar magia y para eso deseaba establecerse. Brontos, incapaz de encadenarse a un sitio, la dejó marchar. Y solo quedaron los tres. Sonrió al recordar a la apacible Fayna, criada en un convento, en sus calmadas maneras, en su manera de aplacar la ira del propio Brontos solo con palabras suaves, en su mirada atenta y en el modo que la hacía reir Leo. Y como podía ser la más gamberra de los tres, detrás de su apacible apostura...

- Joder....

Se habían separado porque sus caminos discurrían por distintos derroteros, pero habían jurado no perder jamás el contacto. Sin embargo, Brontos jamás había recibido una sola carta y se había obligado a olvidar a la pareja. Y ahora regresaban a él, entrelazados en las palabras de ocho años de una correspondencia que jamás llegó.

Y estaban muertos, muertos, muertos.

- Joder. - Apoyó la cabeza pesadamente entre las manos y negó con la cabeza- Joder, joder, joder, joder, joder, joder...

Poco a poco se fue hundiendo en la mesa, ocultando la cabeza entre los brazos, mientras las lágrimas le empapaban la barba oscura.

[...]

La casa era una pequeña vivienda de dos plantas junto a la herrería, con un par de gallinas picoteando el suelo de la entrada. Madeleine Olsom estaba junto a él y hablaba con una mujer entrada en años que se secaba las manos en un delantal.

- Enseguida.- dijo la mujer, y luego se volvió hacia el interior de la casa y llamó.- ¡Helen!

Segundos después en la puerta apareció una muchachita de no más de quince años, con el mismo cabello rubio que su madre, sosteniendo un rodillo.

- ¿Dónde está la niña? - preguntó su madre.- Han venido a buscarla

La muchacha miró a Brontos con suspicacia, pero reparó en el brillo de sus ojos y en como algo en el colosal forastero le inspiraba confianza. Miró nerviosa hacia el interior de la casa y al final respondió.

- Está dentro, debajo de la escalera.- dijo rápidamente- No quiere salir, así que tendrán que ir a buscarla.

Madeleine Olsom hizo gesto de cruzar el umbral, pero la inmensa mano de Brontos se posó en su hombro.

- Deje que vaya yo.- dijo el aventurero, y la mujer asintió.

Inclinándose para no golpearse con el dintel de la puerta, el hombretón entró en la casa. No le costó localizar la escalera y se acercó a ella con paso cauteloso, como quien se acerca a una bestiezuela asustada. Al atisbar un leve movimiento tras los escalones, se agachó en cuclillas.

Unos inmensos ojos grises le miraban desde la penumbra: eran enormes, redondos como dos lunas y cercados de oscuras pestañas. Conocía aquellos ojos: eran los ojos de Fayna y, hipnotizado por aquella mirada que regresaba del pasado para traspasarle el corazón, Brontos se quedó clavado al suelo.

Tal vez debido a su inmovilidad o tal vez como si reconociera el lazo que de alguna manera la unía a aquel individuo, la criatura salió de la penumbra de la escalera. Era menuda, muy pequeña y delgada, frágil, no podía tener más de cinco años. La naricilla era respingona y estaba plagada de pecas, y la diminuta boca de piñon hacían que pareciera acabar de recibir el susto más grande de su vida. Tenía el pelo rizado, como el de Leo y lo llevaba corto, de modo que se desplegaba entorno a su cabecita como los cientos de brazos de un Diente de León. El efecto de aquella salvaje cabellera y los inmensos ojos grises coronando aquel diminuto cuerpo era de que de un momento a otro, acabaría desequilibrándose y cayendo.

Brontos miró a la criatura que tenía ante sí, aquel fantasma hecho de retales de sus recuerdos, y dos lágrimas brotaron de los ojos claros para perderse en su barba.

- Hola, Comadreja.- dijo, y tenía la voz rota.

La criatura se adelantó entonces y, con suma suavidad, acarició la barba allí donde había desaparecido la lágrima.

El cielo era como un lienzo azul cobalto, sembrado aquí y allá de nubes blancas como la espuma y adornado con el vuelo de las gaviotas cuando Brontos encontró a Irinna.