Los últimos rayos de sol se derramaron sobre la ladera antes de sumir la región en las sombras de la noche. Las temperaturas habían empezado a bajar, dejando atrás el verano, y en la hora del crepúsculo empezaba a ser de agradecer una capa bien gruesa para cortar el frío viento del norte que traía notas de invierno. En el crepúsculo, el estandarte blanco de la Cruzada Argenta ondeaba sobre los edificios con un aleteo constante.
En el campo de entrenamiento, los soldados resoplaron debido al frío aire sobre el sudor y algunos maldijeron por lo bajo. Aurora, de pie frente a su compañero de entrenamiento, bajó la espada y observó con satisfacción como el aire se condensaba con su aliento creando una pequeña nube de vapor blanco. Siempre se había sentido más cómoda en el frío, y el aire cortante y la escarcha en el pelo jamás le habían supuesto un problema. Era una hija del Reino de las Montañas, y ni siquiera las nieves perpétuas de Rasganorte le habían hecho estremecer. La campana de la torre marcó el final de la jornada de entrenamiento y los soldados se encaminaron con prisa hacia los pabellones. Aurora se demoró en el aire frío, alzando la frente y los ojos claros al tornasolado cielo del crepúsculo. Estaban mucho más al norte que Alterac y allí las corrientes del norte eran mucho más fuertes. Ojala nevara pronto… Respiró hondo, sintiendo como el aire frío le henchía los pulmones y cerró los ojos para oír, ahora sin el chasquido de las armas, el susurro interminable del bosque a su alrededor.
La sensación de saberse observada la puso en guardia. Abrió los ojos y buscó con la mirada el origen de aquella sensación. Un poco más allá, junto a la herrería, un sin´dorei de cabello claro y perilla finamente cortada la observaba sin disimulo. Le mantuvo un instante la mirada, desafiante: no le gustaba que la miraran fijamente, y menos una criatura como aquella. Entonces el elfo apartó la mirada y Aurora asintió para sí, satisfecha, antes de encaminarse al barracón con paso firme.
Una vez sentada en su jergón, tiró con fuerza para sacarse las botas y se recostó con un suspiro para disfrutar de los escasos momentos de descanso antes de que sonara la campana de la cena. A su alrededor, el resto de soldados bromeaba sobre la jornada, se lanzaban pedazos de pan para mitigar un poco el hambre antes de la cena, y había incluso alguien que canturreaba una vieja balada de Kul Tiras por lo bajo. Normalmente nadie incluía a Aurora en sus bromas o conversaciones. La adusta montañesa de porte marcial y rostro hierático no participaba del humor general ni hacía esfuerzos por relacionarse, y su mirada parecía siempre desprender un halo de arrogancia que no invitaba a su compañía.
Por su parte, la soldado no parecía molesta con esta situación ni hacía esfuerzo alguno por remediarlo. Recostada en su jergón, Aurora agradecía que no se la molestara con chanzas banales ni canciones y aprovechaba aquellas horas para rendirse a la reflexión. Últimamente su mente, normalmente pragmática, la sorprendía vagando por los recuerdos del pasado, evaluando las decisiones que ya no podían deshacerse, los pasos dados a lo largo de su vida que habían acabado convirtiéndola en lo que era ahora, llevándola al lugar en el que estaba, rodeada de elfos y enanos que compartían mesa y charla como si el pabellón se hubiera convertido en un quórum de civilizaciones. Realmente no deseaba ningún mal a los no-humanos, solo los quería lejos, pero había tenido que tragarse el orgullo y disfrazar su desagrado con marcialidad a favor de la tranquilidad.
Harina de otro costal era la sonada alianza con la Espada de Ébano y sus caballeros de la muerte, que había convertido a la apacible y recta Alba Argenta en una Cruzada. Ahora los campeones de Archerus, que habían descendido sobre las apacibles aldeas de Nueva Avalon y Villa Refugio masacrando a su población, paseaban entre los vivos henchidos de orgullo bajo sus nuevos estandartes blancos. Aurora podía olerles y su sola presencia le resultaba casi dolorosa a un nivel físico, como el escozor de una vieja herida. Los Caballeros detectaban su desagrado y la miraban con desdén cuando pasaba por su lado. Y sin embargo allí estaba, soportando la humillación de reconocer que los humanos solos no podían solucionar sus propios problemas, que habían tenido que bajarse los pantalones para aceptar la ayuda de criaturas extrañas, incluso de animales. Y no solo eso: la ridícula solicitud les había llevado a mendigar la colaboración de los muertos. Se le llenaba el corazón de bilis cada vez que pensaba en ello, así que apretaba los dientes, alzaba el mentón y la orgullosa Rosa de Alterac se agazapaba en lo profundo para que solo el cabo Lightpath sostuviera la espada en los entrenamientos.
“Todo por la Crematoria” se decía “Solo por la Crematoria”
El regreso de la espada había supuesto la única razón para unirse a la Cruzada tras abandonar el asilo político del Crisol. El arma definitiva contra la Plaga en la mano de Tyrion Vadin, a quien se daba por muerto. Aurora no seguía al hombre, puesto que los líderes, como había podido comprobar, eran corrompibles y no había sabido jamás de ninguno que se resarciera. La espada lo había hecho, se había mancillado y purificado de nuevo y ahora el paladín dirigía la cruzada con el resplandor argénteo y rojizo de la Crematoria destellando en su mano.
-… jodidos escarlatos.
Su mente dejó de vagar, las palabras habían llegado claras hasta sus oídos desde algún lugar del pabellón, a través de la algarabía. Apenas parpadeó, toda su atención se centró en escuchar aquella voz: venía de un pequeño corro más allá, un grupo de cuatro o cinco soldados, un alegre grupo multirracial.
- Estuve en Corona de Hielo con la Espada de Ébano - decía uno de los humanos gozando del evidente interés de sus compañeros. Tenía acento sureño, de los Páramos, o tal vez de Bosque del Ocaso-. Tienen un parapeto en la pared de roca, justo encima del atolón del Embate Escarlata, y envían a cualquier recluta que se ofrezca a atacar su bastión. Nosotros éramos un destacamento de cinco y teníamos órdenes del Alto Mando de hacer todo cuanto la Espada nos encargara. Nos dieron unos viales, cuatro a cada uno, y nos ordenaron bajar, pacificar y regar con el contenido de los viales. No me gustó un pelo la sonrisilla en la cara del capitán mientras nos daba las órdenes, pero claro, yo chitón. Nos hicieron montar esos grifos esqueléticos suyos. ¡Joder! ¡Casi mancho los pantalones volando sobre esa cosa y descendiendo en picado hacia el bastión escarlato!
Hubo algunos comentarios jocosos y el narrador interrumpió su historia. Aurora maldijo entre dientes, conteniéndose para no levantarse del jergón y sacudir al soldado de la pechera para que contara qué había sucedido en el Embate, cómo habían reaccionado los cruzados al ver abalanzarse sobre su bastión a las bestias aladas de los caballeros de Archerus. No hizo falta, alguien le increpó para que continuara con la historia. Aurora deseó fervientemente que hubiera sido otro de los humanos, no hubiera soportado sentir gratitud hacia un elfo o un enano.
- Bueno, al tema.- continuó el sureño con su tono musical y pausado- Llegamos allí y se nos echaron encima enseguida. Nos superaban en proporción de dos a uno y nos pusieron en un aprieto, y tenían brujos ¿Sabes? O sacerdotes oscuros, o lo que sea. Matamos unos cuantos, pero venían más y pensamos que tendríamos que salir nadando de allí, pero entonces uno de los viales, no sé de quién, se rompió de un golpe mal dado con una maza y lo de dentro cayó al suelo, sobre los cadáveres, y ¡Joder! No sé quién se quedó más blanco cuando se levantaron los muertos, si ellos o nosotros…
“Friedrich…Kloderella… Raegar…”
El odio bulló en sus entrañas como si fueran pozas de brea. Había sabido del asesinato impune y continuado de sus compañeros de Cruzada en los incesantes ataques al Monasterio en los Claros de Tirisfall. Habían proscrito de la ley a la Cruzada sin siquiera enviar un alguacil a la Capilla de la Esperanza de la Luz, donde sabían que se llevaban a cabo las negociaciones con la Hermandad de la Luz. La Séptima Legión del Ejército de la Alianza había entrado por la fuerza en la Mano de Tyr y masacrado al destacamento allí establecido para la reconstrucción de Nueva Avalon y Villa Refugio. Los habían matado a todos menos a ella. A la teniente Lightpath de la Cruzada Escarlata le reservaron la tortura en un sótano del Centro de Mando de Ventormenta tras pasearla encadenada como una bestia por las calles de la capital del Reino. Cuando pensaba en ello, todavía percibía el olor a carne quemada…
Pero ahora… Una cosa era la muerte, la tortura. Otra cosa muy diferente era la crueldad infame, sádica y sin sentido de levantar a los muertos, convirtiéndoles en aquello que más habían odiado en vida, pervirtiendo cualquier rectitud, riéndose de la devoción, insultando la constancia y el sacrificio. ¿Cómo podía la Cruzada Argenta aliarse con semejantes monstruos? ¿Cómo podía ella vestir sus colores sabiendo las atrocidades que perpetraban? Sintió que se le cerraba la garganta, que de pronto le faltaba el aire…
- Pues dicen que en la Mano de Tyr ahora están todos muertos. Muertos y levantados, digo.
Se sentó en el jergón tratando de contener la sensación de ahogo que la invadía. Necesitaba salir de aquellas cuatro paredes, necesitaba sentir el aire frío mordiéndole las extremidades. Con forzada calma, se calzó las botas de nuevo y tomó la capa de piel que había dejado descansando sobre la silla. Cuando salió a grandes zancadas del pabellón, nadie le preguntó a donde iba. Aquello no la inquietó, de hecho, no podía pensar en otra cosa que en las palabras que se habían pronunciado al amparo del barracón.
“… en la Mano de Tyr están todos muertos. Muertos y levantados”
Fue directamente a la armería, vacía a aquellas horas, y en un saco metió las piezas de su armadura. Cogió también un escudo y una espada y lo cargó todo a los hombros hasta las caballerizas. El maestro de establos estaba allí y arqueó las cejas al verla llegar, pero cuando exigió un caballo con arreos y comida para el camino, se los ofreció sin cuestionar las órdenes. Habían servido muchos años como mando menor en la Mano y la autoridad no se desvanecía por haberse convertido en soldado raso. Cargó todo sobre el caballo y montó sin demora. Tuvo que conducirlo al paso hasta la entrada del bastión para no llamar más atención de la deseada, y mientras reprimía las ansias de clavar los talones en su montura, sintió de nuevo aquella particular sensación de saberse observada. No tuvo que buscar demasiado: apoyado contra uno de los postes de la herrería, el elfo de cabellos claros y barba bien cuidada la miraba ahora con abierta curiosidad. Esta vez fue ella quien apartó la mirada bruscamente: había llegado a la puerta y con una voz, clavó los talones en el vientre de su caballo y se lanzó al galope hacia los bosques en dirección al bosque.
Los árboles se deslizaban raudos a su paso, agazapada sobre el lomo de su caballo para no ofrecer resistencia al viento. El saco con la armadura sujeto a la silla tintineaba a cada paso y la capa de piel de lobo ondeaba como un estandarte blanco y gris a su espalda, galopando sin detenerse entre los pinos fugaces, tratando de dejar atrás la voz del soldado en el barracón que la perseguía como un fantasma.
“En la Mano de Tyr están todos muertos. Muertos y levantados”
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