Celebrinnir subió
ágilmente la gran escalinata que llevaba a la Ciudadela, sujetando
con delicadeza la orilla de su toga para no tropezar. El sol empezaba
a despuntar por el este, estirando las sombras de esculturas y
edificios de manera antinatural y desmenuzando la sutil niebla que se
tejía sobre la ciudad cada noche. En apenas unos segundos el día se
abrió paso sobre Dalaran, con la luz del sol reflejándose
infinitamente en las miles de facetas de los árboles del Bosque
Canto de Cristal. Siempre había gustado de comenzar su día con la
claridad previa al amanecer, pero aquí aquella costumbre cobraba una
cualidad casi mágica cuando la ciudad estaba dormida y en silencio,
amparada en la sombra que proyectaban las montañas circundantes
hasta que la luz del sol estallaba en el bosque, anunciando un nuevo
día.
Llegó a lo alto de la
escalinata y los guardias le permitieron el paso sin más preguntas:
era el tercer día que acudía a la biblioteca y ya la reconocían.
Cuando atravesó la puerta la recibió la fresca penumbra del
interior pero tampoco allí se detuvo, emprendió con paso ágil el
ascenso por la segunda escalera, despertando ecos sordos en la sala
vacía, y se dirigió al brazo derecho donde aguardaba un discreto
portal que brillaba con un resplandor tornasolado. Al otro lado, la
sólida pared de la torre cerraba el paso pero, sabiendo ya como
proceder, Celebrinnir no se detuvo y atravesó el óvalo.
La clara luz del día la
cegó un instante y cuando alzó la vista vio las paredes tan altas
que el techo se perdía en las sombras de las alturas, y tan largas
que no podía ver el final. Las estanterías cubrían absolutamente
toda la superficie y cada cierta distancia podía ver las escaleras
de mano que permitían el acceso a los niveles superiores, aunque
estas no se usaran. Una gruesa alfombra violeta cubría el suelo y
amortiguó el sonido de sus pasos cuando comenzó a avanzar por la
galería. Había mesas repartidas por la sala, iluminadas por
discretos orbes mágicos, pero como era temprano, solo los
bibliotecarios se deslizaban silenciosos entre los estantes. Los
primeros libros habían empezado a volar desde los mostradores hasta
sus estantes en las alturas y parecían extraños pájaros volando en
el amanecer.
Aunque era ya el tercer
día que accedía a la biblioteca, Celebrinnir no podía evitar
sentirse sobrecogida por su grandeza. Durante toda su niñez había
disfrutado de largas horas en la biblioteca familiar, que era el
resultado de la dedicación de la estirpe Lerathien desde los albores
de la historia, una sala tan grande que se había sentido humilde y
pequeña. A lo largo de su juventud había conocido la excelsa
biblioteca de la Isla de Quel´danas, que multiplicaba la colección
de sus ancestros cien veces y cuyos lujos no podían compararse a
ninguna otra, una obra maestra de la arquitectura mágica. Había
conocido las luminosas pero sobrias bibliotecas de los Shatar y de
los Aldor en Shattrath, bajo aquellos cielos imposibles abocados al
vacío, bibliotecas que hablaban de otros mundos y magias
desconocidas, y de enemigos tan terribles como fascinantes. Y
Karazhan, ah, Karazhan, una biblioteca laberinto tan sombría como
genial en su diseño con sus puentes y sus arcadas cada vez más
alejadas del suelo, con sus pasadizos secretos y sus fantasmas y
aquella presencia opresiva y oscura. Y ahora Dalaran como una
antítesis a todo lo que había sido Karazhan: Dalaran, amplia,
diáfana y luminosa, con aquel aroma a ozono y a papel, con los orbes
flotando sobre las mesas como delicadas pompas de jabón y los magos
de claras togas deslizándose sobre la alfombra como espectros. Tan
grande era aquella biblioteca que su principal corredor, tan amplio
como una avenida, continuaba hasta perderse en una lejanía
difuminada por la luz. Nadie podría imaginar desde el exterior que
semejante edificio se encontraba en el interior de la delicada
Ciudadela, y ni la misma Celebrinnir sabía a ciencia cierta si se
encontraban acaso en un plano paralelo o en una misma dimensión. Y
aunque no pudiera verse ventana alguna, pues todas las paredes
estaban cubiertas de estanterías, toda la biblioteca parecía bañada
en la clara luz de la mañana. Evidentemente aquello tendría su
explicación en la magia inherente a aquel estado gobernado por el
Kirin Tor, pero de nuevo era tan diferente del uso de la magia en su
patria en el norte que no podía evitar sentirse maravillada: el
espíritu humano era, en su imperfección, sugerentemente fresco.
Celebrinnir se sentía
secretamente aliviada aquel día: aunque se sentía agradecida por la
ayuda de Volgar y su influencia en la Ciudadela, no podía evitar
sentirse incómoda por sus continuas atenciones. Afortunadamente el
anciano mago había partido de la capital del Kirin Tor reclamado por
sus responsabilidades y la sacerdotisa se había sentido en cierto
modo liberada.
Llegó hasta un pequeño
mostrador desde el cual un mago bibliotecario se afanaba en
distribuir los libros acumulados frente a él haciéndolos ascender
cual aves hasta las estanterías más altas.
- Buenos días, señorita
Lerathien.- saludó cortésmente el hechicero- Hemos dejado en su
mesa los últimos volúmenes.
Celebrinnir asintió:
había proporcionado a los bibliotecarios unos criterios de búsqueda
a partir de los cuales se había elaborado una lista de obras a
consultar. Había agotado todas las entradas referentes a demonios,
rituales y otros menesteres igual de sombríos. El término “sayaad”
había servido igualmente para localizar algunos tomos interesantes
pero no que no decían más que lo que ya le había contado Volgar
durante su estancia en Karazhan. Había dejado para el tercer día
los libros que más despertaban su escepticismo: algunas obras sobre
folklore, antropología o historia que podían contener referencias o
leyendas sobre las sayaad ya que, si según Volgar era necesario un
sacrificio para invocarlas, alguien debía quererlas cerca para algo.
Y si todas esas criaturas eran igual de pérfidas que Abrahel ¿No
existiría registro alguno sobre sus maldades o sobre los incautos
que requirieran su presencia?
Siguió caminando hasta
la pequeña mesa que le había servido de estudio durante los últimos
días. Estaba algo resguardada entre los estantes de manera que
tuviera la privacidad necesaria para llevar a cabo su investigación.
Sobre la mesa le aguardaba una precaria pila de libros, cuadernos e
incluso algunas notas sueltas. Tomó asiento sin más ceremonia y de
inmediato uno de los orbes mágicos que reposaban en las cercanías
se iluminó y flotó hasta colgarse por encima de su hombro.
Cogió el primer libro,
pero se trataba de una genealogía no necesariamente antigua de la
que varios de sus miembros eran conocidos por tontear con las
energías oscuras. Comenzó a revisarlo mientras su mente trataba de
sacar alguna conclusión que se le hubiera escapado. ¿Por qué
querría nadie atraer a un demonio de la Legión? ¿Por qué la había
atraído Iranion en primer lugar? ¿Para pedirle poder? Volgar había
relacionado su búsqueda en Karazhan con las sayaad por la similitud
de los nombres que él conocía y el nombre de Abrahel. Pero Abrahel,
como bien sabía, podía tener diferentes nombres. A ella misma había
acudido bajo el nombre de Aelaith.
Si había cambiado de nombre para acudir a ella, si en su sueño
Iranion había requerido de ella que nombrara a Abrahel tres veces
para permitirle poseerla… Sin duda, los nombres eran importantes.
Descartó el primer libro
y cogió una nota, que era realmente un panfleto al parecer
distribuido por la Iglesia de la Luz de los humanos, advirtiendo
sobre los peligros de los tratos con demonios. Iba adjunto a la copia
de un decreto según el cual el uso de las energías oscuras dentro
del territorio de Ventormenta sería severamente castigado.
Fue estudiando los
documentos que había sobre la mesa con una mayor sensación de
pesimismo cada vez ¿Sería posible que, pudiendo tener apariencia
mortal, aquellas criaturas borraran cualquier rastro que quedara de
ellas? ¿Era por aquello que no había ninguna información útil en
ninguna de las grandes bibliotecas mágicas de Azeroth?
Sus dedos pasaban las
páginas con precisión, la vista fija en las páginas que se
sucedían una tras otra hasta que se abstrajo tanto que apenas veía
más que borrones salvo que sus ojos reconocieran las formas de algún
nombre propio. Las horas pasaron en aquella luz inmutable que
inundaba la biblioteca. De cuando en cuando algún miembro del Kirin
Tor aparecía en su rincón y se disculpaba discretamente antes de
desaparecer.
Estaba cogiendo el
siguiente libro de la pila, un cuadernito pequeño cosido con una
cinta, cuando una voz grave la sorprendió.
- Buenas noches,
Venerable.
Un momento ¿Noches?
Alzó la vista y se encontró con la alta figura de Nicodemus Gades a
escasos metros de su mesa.
- Maestro Gades- saludó, sorprendida, dejando el pequeño cuaderno en la mesa frente a ella y sin saber como tratar al consejero tras la fría despedida de su primer encuentro.
El archimago respondió a
su saludo con una levísima inclinación de cabeza, las manos
elegantemente unidas a su espalda..
- No esperaba encontraros
aquí- reconoció el elfo de cabello oscuro, y miró con curiosidad
el discreto rincón en que se había instalado la sacerdotisa- Aunque
pensándolo mejor ¿Qué lugar hubiera sido más apropiado para
encontrar a la descendiente de Lothian Lerathien que una biblioteca?
No, por favor, no os levantéis.
Celebrinnir, que había
hecho amago de ponerse en pie para recibirle, agradeció la
deferencia con una leve inclinación de cabeza y volvió a tomar
asiento. Nicodemus Gades se acercó con paso medido y seguro.
- Vuestro abuelo,
Venerable,- continuó el mago en tono casual cuando estuvo a una
distancia más apropiada- también tenía la incorregible tendencia
de olvidar el paso del tiempo si estaba rodeador de libros cuando era
joven.
Nicodemus Gades le
imponía un gran respeto, tal vez por su edad, tal vez por su
posición en el gobierno de Dalaran.
Aunque grave, su voz había perdido aquel acerado matiz que
había conocido en el hall y sus ojos azules reflejaban interés y
curiosidad a partes iguales, al parecer olvidada cualquier ofensa que
pudo haberle inflingido en su presentación. Celebrinnir se ruborizó
como si fuera una novicia descubierta en una falta y se sorprendió
en la necesidad de explicarse.
- La biblioteca de la
Ciudadela es realmente excelsa- se disculpó sin poder evitar bajar
la mirada un instante.- Con esta luz tan clara, ni siquiera sospeché
que el día avanzaba. ¿Tan tarde es ya?
El archimago sonrió con
condescendencia y Celebrinnir se sintió al mismo tiempo disculpada e
irritada por su propia sumisión.
- Hace horas que pasó el
crepúsculo- le explicó Gades - Regresaba a mi estudio y me
sorprendió ver que todavía quedaba alguien en la biblioteca.
Vuestra búsqueda debe ser realmente apasionante para que el tiempo
vuele tan deprisa.
Por supuesto, tenía
razón. Celebrinnir no tenía por qué dudar de su palabra, ya que
aquel mismo hecho le había sido constatado desde su juventud.
- Estaba repasando los
últimos volúmenes que me señalaron los bibliotecarios- admitió,
señalando el pequeño cuaderno que aguardaba en la mesa y la exigua
pila que esperaba ser leída- Tenía tantas ganas de terminar que me
olvidé del mundo.
Celebrinnir se dio
cuenta de que los ojos azules de aquel elfo seguían tan
resplandecientes como el día que le vio en el hall de la Ciudadela.
Sintió una punzada al recordar que aquel mismo azul cobalto era el
que había lucido ella en sus pupilas antes del Azote.
- Ya veo- asintió Gades,
y se irguió para despedirse- En ese caso no deseo interrumpiros más,
dejaré que sigáis con vuestro trabajo para que podáis retiraros
cuanto antes.
Dudosa, Celebrinnir miró
el cuadernillo y la pila. Si era tan tarde como decía, sería mejor
dejarlo estar hasta la mañana siguiente. Se puso en pie.
- Lo cierto es que creo
que me retiraré por ahora- dijo amontonando los libros ya
consultados y volviendo a dejar el cuadernito sobre la pila en
espera.- Os agradezco que os hayáis detenido para advertirme,
Maestro.
Gades, que se estaba
volviendo para marcharse, se detuvo para esperarla. Cuando estuvo
lista, Celebrinnir le agradeció el gesto gentilmente y caminaron por
la gran galería principal en dirección a la puerta. Charlaron con
formalidad sobre temas banales, simples cortesías, hasta que
atravesaron el portal resplandeciente y se despidieron al pie de la
gran escalinata para partir en direcciones opuestas.
Celebrinnir se sintió
aliviada cuando pudo por fin despedirse de aquel archimago que la
hacía sentir continuamente evaluada, como si fuera una novicia, pero
fue precisamente entonces cuando Gades pareció recordar algo y le
hizo un gesto para que aguardara.
- Tengo entendido que el
Archimago Volgar ha tenido que dejar la Dalaran por unos asuntos de
la Ciudadela- dijo el mago con la seguridad y la tranquilidad de
quien siempre tiene razón- De modo que supongo que ahora podréis
disfrutar de algunas veladas para vos.
No pudo hacer otra cosa
que asentir con toda la elegancia que podía reunir. Era verdad que
durante su estancia en Dalaran, Volgar había monopolizado sus cenas.
En realidad, más que sus cenas: su compañía al completo. Gades
asintió, como si realmente hubiera requerido su confirmación para
algo que a todas luces ya sabía. Celebrinnir se preguntó si la
estaba vigilando de algún modo o si ese pensamiento era meramente
petulante.
- No siempre recibimos,
aquí en Dalaran, a tan ilustres visitantes de la Isla Sagrada.-
continuó él, concediéndole el cumplido, y ella agradeció la
penumbra de la ciudad que ocultaba su rubor- Estaría muy complacido
si accedierais a hablarme sobre nuestra tierra alguna noche, durante
la cena.
Aquello la cogió por
sorpresa. No entendía el interés que Gades pudiera tener en ella:
los elfos del Kirin Tor eran en su mayoría Quel´dorei que habían
rechazado a Lunargenta en algún momento: ahí estaba la prueba de
sus brillantes ojos azules. De hecho no le había pasado desadvertida
la manera en que los guardias del Pacto de Plata la miraban cuando
efectuaba sus paseos por la ciudad. Cualquier tipo de reunión
privada con Nicodemus Gades le intimidaba lo suficiente como para que
deseara ofrecer todo un abanico de las elegantes excusas que había
aprendido en la Isla, pero si había consentido que Volgar
monopolizara sus noches por completo cuando era solo un anciano
humano que creía ver en ella el eco de su amor perdido ¿Cómo iba a
negarle a uno de los Consejeros del Kirin Tor, que era además un
viejo camarada de su antepasado, una sola cena?
Concedió inclinando
elegantemente la cabeza. Se negó a aceptar que se estaba humillando,
no, no ella.
- Será un placer,
Maestro- dijo formalmente- Quedo a vuestra disposición, solo mandad
un mensajero al Juego de Manos y os haré llegar mi respuesta.
Una nota de diversión
pareció brillar en los ojos del mago al escuchar el nombre del
alojamiento de Celebrinnir, pero nada dijo al respecto, sencillamente
asintió elegantemente.
- En ese caso que
descanséis, Venerable- dijo con aquella voz grave y aquella mirada
más grave todavía- Os mandaré un paje.
Ella se inclinó en una
discreta reverencia a modo de despedida.
- Buenas noches, Maestro.
El inclinó la frente un
ápice.
- Buenas noches,
Venerable.
Se separaron entonces,
caminando en direcciones opuestas. Celebrinnir se dirigió enseguida
hacia el Juego de Manos, tratando de no acelerar el paso. Se sentía
halagada, humillada y rabiosa a partes iguales. Ella era Celebrinnir
Lerathien, Sacerdotisa de la Fuente del Sol y del Sol Devastado ¡No
tenía por qué sentirse como un cervatillo ante las fauces de un
lobo! Y sin embargo algo le decía que no era más que eso. No era
tan imprudente como para ver como sus fauces se cerraban sobre ella.
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