- Nadie es profeta en su
propia tierra.
Sentada en un banco del
Intercambio Real con su bolsa a los pies, Celebrinnir suspiró
pesadamente, incapaz de entender el revés que su suerte había
sufrido desde que dejó Dalaran. De nuevo se había acostumbrado
demasiado deprisa a las comodidades y el lujo, a la complacencia de
los sirvientes y el respeto de las gentes de la Ciudadela Violeta, y
ahora se veía ignorada por Quel´thalas que debería, aunque fuera a
un nivel administrativo, reconocer la presencia de una Sacerdotisa de
la Fuente en la ciudad. No se trataba solo del renombre o el respeto
que tal vocación pudiera despertar, sino de la cantidad de oro que
los visitantes de la Isla podían llegar a desembolsar en sus visitas
a la capital. Y allí estaba, sentada en un banco del barrio rico de
Lunargenta, tratando de recordar si cuando era niña se había
desdeñado tanto la presencia de los Consagrados de la Isla.
No lo creía. Ante sus
ojos en un solo día se había mostrado una indolencia tan acusada
que había confirmado todas las exageraciones que hubiera temido en
su mente. Quel´thalas, ataño la joya más resplandeciente de todo
Azeroth, había caído en un letargo y una decadencia como jamás
hubiera sospechado. Los orgullosos elfos de las casas nobles parecían
haber desaparecido por completo, ya fuera en tierras lejanas o en el
interior de sus palacios, mientras las calles y comercios de la
ciudad eran frecuentados por individuos de la más baja estopa. Jamás
hubiera esperado ver una bailarina desnudándose sobre la mesa de la
posada del Intercambio Real, escanciando el vino sobre sus piernas
desnudas, ni una asamblea de mercenarios en la hospedería del Camino
de los Ancestros. Tal depravación la llenaba de rabia y desprecio.
Antes prefería ver Lunargenta en ruinas como lo estaba Lordaeron –
por donde había tenido que pasar en una escala de su viaje- que
verla tomada por la depravación y la indolencia. Aquella ya no era
su ciudad, no quedaba nada de la Quel´thalas que había conocido de
niña, nada en absoluto.
Iría al Templo, decidió.
Debía presentarse ante el Sumo Sacerdote de la ciudad y cumplir con
el protocolo establecido aunque a Quel´thalas ya no le importara. No
se rebajaría tanto como para solicitar el asilo en los dominios del
Templo de Belore, pero seguramente ellos podrían indicarle donde
conseguir un alojamiento acorde a su posición. Tenía una abultada
bolsa y el crédito que la Isla daba a sus sacerdotes cuando
viajaban. Prefería no tener que recurrir a este último para no
generar la ocasión de tener que dar explicaciones a nadie: sus
ingresos eran más que suficientes para poder alquilar una casa que
le ofreciera la requerida intimidad durante algunos días en el
Intercambio Real.
Un carraspeo la sacó de
su ensimismamiento.
- ¿Celebrinnir
Lerathien?
Alzó la vista para
observar a un joven vestido con las blancas estolas del Templo de
Belore en Quel´thalas, con el ceño arrugado de inquietud. Comprobó
con alivio que parecía estar sufriendo serias dificultades para
mantener las manos quietas, ansioso como se veía. Asintió con
elegancia y el muchacho dio un ligero respingo y se enderezó. Si,
desde luego aquello estaba mejor.
- Venerable, el Templo os
envía sus disculpas. Nessaia solicita vuestra presencia en sus
aposentos.- recitó atropelladamente el joven. Debía ser un novicio
del templo- Si sois tan amable de seguirme.
Recordaba a Nessaia,
había sido novicia del Templo de Belore cuando ella era una niña.
Como tantos otros, había medrado a causa del Azote y al parecer,
ocupaba ahora una posición preeminente en el clero de Quel´thalas.
Bien, le alegraba contar por lo menos con una cara conocida y estaba
empezando a cansarse de tener que vagar como una sin techo por la
ciudad que la vio nacer.
Se puso en pie y siguió
al muchacho.
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