El corazón parecía ir a
saltarle del pecho, de tan deprisa que batía. Tenía la impresión
de que todo el mundo la miraba, como si un gran dedo ardiente hubiera
descendido desde los cielos señalándola. Avanzó por la calle a
paso vivo tratando de que no fuera evidente su prisa, luchando contra
el impulso de encoger la cabeza entre los hombros y salir corriendo.
Nunca, jamás en toda su vida había robado, jamás había tomado
nada que no fuera suyo o para ella, jamás había tenido que
escabullirse furtivamente de ningún lugar ni huir temiendo ser
descubierta, pero no había podido hacerlo de otro modo.
Ni siquiera al cruzar el
umbral de su alojamiento y cerrar la puerta tras ella, se permitió
relajarse. Se apoyó contra la madera y aguardó, temiendo que en
unos instantes llamaran a su puerta y la llevaran ante la guardia por
ladrona. El temor de perder también su posición en Quel´danas, de
convertirse en una paria de Quel´thalas, de perder lo único que le
quedaba en esta vida, era terrible.
Aguardó.
La casa estaba en
silencio y a oscuras, aunque Celebrinnir podía escuchar el latido de
su corazón como un estruendoso tambor que le palpitaba en los oídos.
Aguardó.
El libro entre sus brazos
pesaba como el yugo de la condena eterna.
Aguardó.
Nadie vino. ¿Era
posible que no se hubieran dado cuenta del hurto? No, imposible con
tantos ojos pendientes de ella. Cierto era que los brujos habían
dejado de prestarle atención, pero el propio Alamma la había
observado con insistencia, y había sido críptico al hablar con
ella, como si conociera un secreto velado a los ojos de los demás y
a ella misma. ¿Era posible que la hubiera dejado marchar,
divirtiéndose por la urgencia de una sacerdotisa al sustraer algo
que realmente carecía de valor? No, no sin valor, al menos no para
ella. Cuando los latidos de su corazón se normalizaron, se atrevió
por fin a alejarse de la puerta. Separó entonces el libro de su
cuerpo, sintiendo las punzadas de dolor allí donde se habían
clavado sus esquinas en la carne, de tanta fuerza con que lo había
sujetado. Ascendió la rampa que llevaba al piso superior sintiendo
que la firmeza de su paso regresaba, y entró en el estudio,
iluminado suavemente por el resplandor de un orbe mágico.
Depositó el libro sobre
la mesa y lo abrió. Al principio le había parecido solo un tratado
más de demonología, definitivamente obsoleto. Había leído, casi
con humor, las afirmaciones sobre la supremacía de los Grels o
algunas técnicas poco eficaces para doblegar la voluntad de los
abisarios. Había pasado las páginas con laxitud, casi con
desinterés hasta que se había encontrado frente a una lámina
ilustrada que le había detenido el corazón en el pecho.
Pasó las páginas de
nuevo, ahora a toda velocidad, hasta que volvió a encontrarla:
Abrahel le devolvía la mirada, una mirada lánguida y seductora que
emergía de la marea roja de su cabello. Por supuesto, no era el
rostro de Abrahel, bien podría ser otra sayaad o algún espíritu
totalmente distinto, pero el ilustrador, fuera quien fuera, parecía
haberla tenido frente a frente para dibujarla y había captado su
esencia, una esencia que ella había conocido de primera mano.
Observó largamente el dibujo, clavando la mirada en los ojos verdes
de la sayaad de la ilustración. El texto de la página derecha
estaba en escritura eredun y no lo entendía. Deslizó lentamente un
dedo por los extraños símbolos: podía entender alguno, apenas
nada, pero eso no daba sentido al texto.
Tendría que encontrar a
alguien que pudiera traducirlo para ella, pero no podría ser en
Lunargenta habiendo sustraído el libro del único lugar donde
podrían ayudarla. En Quel´danas sin duda levantaría sospechas que
acudiera son semejante libro en busca de algún intérprete de la
lengua de los demonios, y sin duda los rumores llegarían enseguida a
Shattrath, donde Kuu sin duda se frotaría las manos y se regocijaría
por su evidente falta. Lo mismo se aplicaba para recurrir a los
destacamentos de purificación del Templo de Karabor, ya que estaban
compuestos exclusivamente por miembros de los Aldor y de los
Arúspices de la Ciudad Sagrada. Tal vez en ese texto estuviera la
clave para destruir a Abrahel, para librarse de su presencia, de su
influencia para siempre. Tal vez no fuera nada en absoluto, pero si
no lo intentaba, no lo sabría jamás.
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