Al día siguiente se
encaminó, como era ya costumbre, a la Ciudadela con la salida del
sol. No le paso desapercibido que en esta ocasión los guardias de la
puerta no solo no preguntaron, sino que parecieron cuadrarse a su
paso. ¿Quería decir aquello que tener la atención de Nicodemus
Gades borraba los prejuicios de sus primos lejanos? Pensó en ello de
un modo práctico ¿Por qué no? ¿No era el archimago una
personalidad relevante en la sociedad de Dalaran? ¿No era uno de los
elfos más antiguos sobre Azeroth y además un poderoso hechicero? Si
él podía aceptarla ¿Quiénes eran los demás para mirarla con
desdén? Aquel pensamiento hizo que se irguiera con dignidad al pasar
entre las dos amplias hojas de la puerta. La inquietud que había
sentido la noche anterior con la invitación de Gades se había
desvanecido con las luces de un nuevo día y llegaba dispuesta a
terminar de revisar los tomos que faltaron el día anterior antes de
poder decidir si emprendía la búsqueda con otros criterios o si ya
no valía la pena permanecer en Dalaran.
Atravesó el portal y se
dirigió con paso presto hacia su mesa de trabajo y esta vez un orbe
de la galería captó su determinación y flotó hasta colgarse sobre
su hombro. La pila de libros por consultar seguía allí, mientras
que aquellos que ya había leído habían sido retirados. No dejaba
de sorprenderle, puesto que no descartaba haber sido la última
persona en abandonar la biblioteca la noche anterior y era temprano
todavía para que los bibliotecarios hubieran emprendido una batida
en busca de libros fuera de su lugar. Tal vez tuvieran un hechizo
maestro que recogiera todos los libros en sus respectivos estantes
pero entonces ¿Cómo discriminaban los que habían sido apartados
para seguir leyendo en otro momento? Tendría que pensar en ello más
adelante, por si fuera posible aprenderlo para ponerlo en práctica
en la biblioteca de su tío. Con este pensamiento tomó el cuaderno
que aguardaba en la cima de la pila y comenzó su jornada de trabajo.
De nuevo pasaron por sus
manos pequeños libros o supuestos testimonios sobre el trato con
demonios, la mayoría de corte moralista por los sacerdotes humanos
de la Iglesia de La Luz. Encontró también un grabado de título “La
Danza de las Setecientas Noches” y que representaba, con gran
detalle, las tantas posiciones de la cópula que eran, según su
autor, posibles con un súcubo. Celebrinnir lo miró, enrojeció
violentamente, lo apartó a la pila de libros descartados, lo miró
desde allí con suspicacia, lo volvió a coger casi furtivamente, lo
miró más atentamente y acabó saliendo de la Ciudadela para que le
diera un poco el aire. Cuando regresó a su mesa, situó el grabado
debajo de toda la pila de libros descartados y se negó a volver a
mirar en aquella dirección.
Repasaba con más
tranquilidad el resto de folletos y cuadernos restantes cuando un
cuadernito no demasiado diferente a aquel que había revisado en
primer lugar, llamó su atención. Era pequeño, de encuadernación
simple y cosido con una cinta, y no le hubiera prestado más atención
de no haber pronunciado el título en voz alta.
“Avurael y otros
mitos sobre la fertilidad”
Avurael. El nombre casi
le hizo dar un respingo cuando brotó de sus labios. Su sonido
despertaba ecos de sueños terribles y de pronto sintió que no debía
pronunciar aquel nombre de nuevo en voz alta. Abrió el cuadernito
casi con temor y comenzó a leer. Aunque tenía el corazón en vilo
mientras leía, el texto no resultó tan revelador como había podido
esperar, aunque no estaba exento de cierto interés.
Se trataba en realidad
del estudio de campo de un investigador cultural acerca de ciertas
tradiciones y creencias de los Vrykul, el pueblo de gigantes salvajes
que habitaba Rasganorte. Celebrinnir había oído hablar de ellos a
los comerciantes que pasaban por Quel´danas. Según el ensayo, los
primitivos Vrykul daban diversos nombres a sus deidades y también a
los espíritus malignos, aunque a veces y dada la amoralidad de sus
dioses, era difícil distinguir unos de otros si es que había
diferencia. Sorprendentemente una de aquellas divinidades era
Avurael, a la que representaban como una figura femenina de espesos
cabellos rojos y ondulantes. En su mente vio el cabello llameante de
Aelaith, la salvaje melena de Abrahel en su sueño, que parecía
tener vida propia. Tuvo que reprimir un escalofrío antes de seguir
leyendo.
Según las tradiciones de
los Vrykul, aquel ser mitológico era concubina de un dios de las
profundidades marinas pero tras ser despechada a favor de otra esposa
y perder su corona, abandonó el mar y se solidarizó con los que
como ella eran víctimas del amor: los cornudos, las engañadas, los
enamorados no correspondidos, las despreciadas, los que vivían
sometidos bajo un afecto opresivo y alienante, los dependientes, las
posesivas. A esta deidad se dedicaban las plegarias para conseguir el
amor deseado, para lograr separar al amado de la rival, etc. Como si
se tratara de una broma macabra, también se le pedía para la
concepción y el buen fin de los embarazos y los partos.
El texto no seguía
mucho, pero llegado a aquel punto había tenido que dejar de leer. Se
sentía invadida por un ligero malestar que se convirtió en una
sensación de opresión en el pecho. Esta vez recogió sus cosas y
abandonó la biblioteca tan rápido como podía sin echar a correr.
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