Las bombas lapa
estallaron con un retraso de tres segundos, permitiendo así dos
cosas: que el demonio se acercara tanto como para poder oler el hedor
a azufre de su aliento, y que el coche de Dewey quedara justo debajo
del bicho para cuando se le abrieron los boquetes en el abdomen y las
rodillas y empezó a caer a plomo desde las alturas.
- ¡Joder!- bramó el
viejo piloto clavando los talones en el acelerador, provocando un
sonido estruendoso y una peste terrible a neumático quemado.- Joder,
joder, joder….
El cambio de marchas
entró a la primera y el pequeño bólido se lanzó hacia delante con
tanto ímpetu que su conductor se aplastó contra el respaldo del
asiento con un jadeo. La inmensa mole del demonio caía sin freno
proyectando una sombra cada vez más grande en el suelo pedregoso
mientras Dewey se dejaba el caucho en el sitio tratando de salir del
cerco oscuro que crecía a gran velocidad. Se libró por los pelos:
el cuerpo del demonio se desplomó con un sonido parecido al de una
explosión y la onda expansiva fue tan grande que por un momento
Dewey tuvo que pelear con el volante para no acabar precipitándose
en un foso de brea ardiente, y hacerlo frenar de manera tan brusca
que derrapó violentamente, deslizándose aún unos metros bajo el
cielo negro y verde del Valle Sombraluna. Cuando por fin se detuvo,
Dewey inspiró profundamente y expulsó el aire en tres golpes secos.
Aquellas bombas lapa por poco le habían costado la vida y él sabía
dos cosas seguras: El coche no aguantaría otra huida como aquella
sin pasar una puesta a punto. Y él iba a matar a Lola.
Metió primera, piso el
acelerador, y emprendió el camino de vuelta al refugio.
***
Vistas desde el aire, las
ruinas eran solo el triste esqueleto de algún tipo de edificación
draénica repleta de chatarra y restos de máquinas de guerra,
recostada contra la ladera de la montaña. Predominaba la estampa el
inmenso cuerpo a medio desmontar de un atracador vil y varios
lanzagujas de los elfos del Sagrario de las Estrellas. Todo sin
excepción estaba inhabilitado para el funcionamiento, ya fuera por
falta de piezas imprescindibles o siniestro total de las existentes.
Viendo las ruinas desde más cerca, uno podía distinguir los pedazos
de máquinas de menor tamaño: helicópteros en ruinas, tanques
enánicos, piezas de triciclos goblin y picos destartalados de
mecanopíos gnómicos. Había cables, tuercas, viejos transistores,
condensadores, motores obsoletos, hélices partidas y la carcasa de
un par de misiles. El desguace estaba recogido contra un recodo de la
montaña que hacía las veces de muro de contención para tanta
cantidad de chatarra y basura. Cada cierto tiempo siempre aparecía
alguien, ya fuera de los Martillo Salvaje, de los orcos, de los elfos
o de los draenei remolcando con una cafetera ruidosa los restos de
chatarra que entorpecían la lucha en el este, a las puertas del
Templo de Karabor. Ellos llegaban, soltaban los cables en el primer
lugar donde pudieran dejar su basura se marchaban de nuevo, y de
esta manera el desguace había crecido hasta convertirse en una
diminuta ciudad con sus estrechos corredores entre los afilados
bordes de la chatarra, con sus rascacielos viles y sus callejones
oscuros.
Pequeñas criaturas
habitaban el desguace. Se decía que habían acabado acudiendo por la
gran concentración de chatarra y que mordisqueaban la chapa y
observaban a los que se acercaban con unos inmensos ojos amarillos
antes de escabullirse ágilmente en algún boquete abierto en el
metal. Nadie sabía lo que eran y aunque nadie había visto nunca uno
de cerca, nunca habían atacado a nadie y habían acabado por
ignorarlos.
Dewey conducía por los
siniestros corredores del desguace, con el rugido de su coche
retumbando en los cientos y cientos de capa de metal que conformaban
aquel ecosistema. Los pequeños habitantes del desguace le
observaron con desinterés mientras pasaba de largo y conducía su
vehículo por los pasillos más oscuros, bajo el oscuro cielo de
Sombraluna, internándose más y más en las profundidades el
desguace.
Visto desde arriba, un
ojo atento hubiera podido distinguir una precaria edificación
todavía en pie, solo una discreta muralla y dos torres cerrándose
sobre un pequeño patio desierto. El ojo avizor también hubiera
podido ver como el coche del viejo Dewey se deslizaba en el pequeño
patio con su ruidoso motor alborotando y aguarda. También hubiera
visto como la pared de la montaña que cierra la muralla se abría
arrojando sobre el patio una intensa luz azul. Hubiera visto como el
coche se internaba en la luz y como la montaña volvía a cerrarse
tras él, dejando de nuevo el patio desierto. Pero no había ojo
avizor, nunca hay nadie que espíe desde arriba, y esto sucedió sin
testigos en lo más profundo del desguace.
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