Una noche en Lunargenta VIII

martes, 3 de febrero de 2009

Colinas Pardas, no mucho después:

Se tomó aún algo de tiempo en descrifrar la madera. Suave y sedosa, nada que ver con el habitual tácto áspero y rugoso, era fruto fruto de horas y horas deslizando el esmeril por la superficie. Si se concentraba lo suficiente podía distinguir las vetas de la madera de los surcos dejados por el finisimo pliego. Las vetas eran amables, suaves y cálidas, redondeadas. Eran parte del árbol. Los surcos, por contra, eran ásperos y bruscos, perforando la madera de una manera antinatural.
El carpintero que había pulido aquella pieza que tenía entre manos amaba la madera. Casi podía sentir el esmero que había puesto al crear aquella pieza, las caricias que le prodigaba con el pliego esméril...

Deslizó las manos por la madera, dibujando sus contornos con los dedos, anticipándose a las aristas, a los pliegues y a las astillas. La madera misma le avisaba. El tacto cálido le confortaba, le cosquilleaba en las palmas de las manos. Se deslizó por las vetas, como si no viviese en otro lugar más que en sus manos, recorrió los suaves caminos que el árbol había trazado para ella cuando estaba vivo.
Aquella sustancia la recibía con placer, abrazándola en su seno, dejándose moldear ante la mano experta.

Entonces tocó el metal.
Retiró la mano bruscamente, y la mantuvo en el aire, sobre la pieza, unos instantes.
El metal era frío y no le gustaba ser trabajado. Había que usar fuego y fuerza para doblegarlo. Era útil, por supuesto, pero se volvía tan desagradable cuando se unia a la madera...

Poco a poco, casi con cautela, volvió a depositar la mano sobre la pieza.
Todo había cambiado.
Pero ya lo había imaginado. Metal y madera. Por supuesto. Ya sabía lo que encontraría.

No le costó apenas nada encontrar el primer dispositivo. Estaba asociado a una pequeña polea, habilmente oculta trás un panel. Siguió el cordel de la polea. Giró varias veces a su alrededor y al fin sintió como le guiaba.

Aquí está.

Como si fueran viejos conocidos, supo exactamente donde pulsar. Una serie de dispositivos reaccionaron al tiempo tratando de atrapar los dedos entre sus fauces. Pero fue más rápida.
Siempre era más rápida.
Al segundo, sonó el familiar chasquido.

Inutilizada.

Tres golpes sonaron en la puerta, fuertes, constantes, insistentes. La puerta se tambaleó y con ella toda la frágil pared del cobertizo. Sintió el polvo caerle del techo al rostro.
Al otro lado de la puerta se hayaba un hombre grande, muy grande. Lo sabía por la manera en que sus pies crujían contra el suelo, por su respiración, por la fuerza de los puños. Olía a piel curtida, a cuero y a acero.

- ¿Loraine? ¿Estás ahí?- llamó una voz poderosa desde el otro lado de la puerta.

- ¡Ya va! - fue su respuesta- Dame un momento.

Con cuidado depositó la trampa inutilizada sobre la mesa del pequeño taller y se desató la venda que le cubría los ojos. A continuación, cubrió el dispositivo con un lienzo y acudió a la puerta, que se abrió con un gemido.

Brom estaba al otro lado, enmarcado por el bosque al atardecer. Llevaba el uniforme de trabajo puesto y sonreía abiertamente.

- Pavel y el resto han vuelto. - le informó el hombretón- Te necesitamos fuera, han traído varias piezas.

Loraine trató de atisbar algo al otro lado de la puerta, espiando sobre el hombro de Brom, pero era demasiado alto y amplio, y abarcaba todo el umbral de su precario cobertizo.

- Está bien, dame un momento.

Volvió al interior de su pequeño refugio y de un gancho en la pared descolgó su bolsa. Se la colgó al hombro y volvió a la puerta, donde Brom le cedió el paso.

- Vamos.

Pavel y su equipo habían depositado la caza a varios metros del Refugio, lo suficientemente cerca como para que no fuera pesado transportar las pieles y la carne, y lo suficientemente lejos para que los lobos no se acercaran demasiado al hogar de aquel pequeño destacamento.
Oriol y Jacob montaban guardia junto a la partida de caza, espalda con espalda, con los mosquetes en las manos, mirando al bosque, atentos a la llegada de los lobos.

Loraine les saludó cordialmente y le hicieron un hueco entre ellos.

- Bien, muchacha.- comenzó Pavel- ¡Ha sido una buena semana! ¡Tenemos varias piezas! Quiero que empieces por los ciervos, son los primeros que cazamos y su carne es la primera que tenemos que consumir.

La mujer asintió y sin más dilación sacó los cuchillos y comenzó a trabajar. Ya no se preocupaba por ocultar su destreza a la hora del desuello; ni Pavel ni su gente eran dados a hacer preguntas. Trabajó en silencio, dejando que el raspar de su cuchillo en la piel tierna llenara el ambiente, por encima de los grillos y del susurro del viento en los pinos.

El trabajo duró hasta bien pasada la puesta de sol y tuvieron que alumbrarse con faroles, pero para cuando ya estaban recogiendo las herramientas, el delicioso aroma de la carne de ciervo asándose al fuego llegó hasta ellos como una senda que seguir a base del olfato.

Hubo buena carne para cenar, cerveza tibia junto al fuego y viejas canciones del bosque que hablaban de historias aún más viejas, y acurrucada junto a la hoguera, resguardada por los inmensos brazos de Brom, Liessel supo que la paz de espíritu era posible sin necesidad de cruzar el velo.

Cerró los ojos y dejó que la voz de los demás la arrastrara hasta el sueño.

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