La Puerta de la Cólera

domingo, 15 de febrero de 2009

El humo se le metía en los ojos, llenándolos de lágrimas e impidiéndole respirar pero, de pie sobre la colina, bien hubiera podido ser una estatua de sal congelada en un instante de absoluto terror. Las alas de los dragones no eran más que finas líneas en el horizonte pero ante ella el campo de la matanza aunaba fuego, peste y el intenso verde de las tumbas creadas por las llamas del Vuelo Rojo. No podía apartar la mirada, no podía cerrar los ojos para alejar de sí aquella pesadilla: los gritos agónicos y el olor a carne quemada la retenían en aquel plano de la realidad como gruesas cadenas. Y por encima de aquella cacofonía de horror, la voz de Putresh clamando desde el acantilado, repitiéndose una y otra vez en su mente.

La venganza de los Renegados.

Quería gritar, pero sentía como un puño helado atenazándole las entrañas, arrebatándole la voz y la cordura. Todos los recuerdos, hasta entonces cubiertos por el apacible manto de la muerte, se abalanzaron sobre ella como bestias, lacerándola con uñas y dientes y doblegándole las rodillas sin cuyo soporte se vio de pronto arrojada al suelo.

¿Por qué, Kronkar? ¿Por qué?¿Por qué?

Pensó con amargura en cómo había sido tan ingenua de creer que su silencio nacía del orgullo y el arrepentimiento por haberla traido de vuelta impulsado por unas emociones irracionales, por los estrechos lazos que les unían. Había creído, había querido creer, de corazón, que era el amor y la amistad lo que había hecho que el frío cazador Sindorei desafiara el poderío de Entrañas por traer de vuelta a su compañera; no había tenido más remedio que creerlo si no quería volverse loca por el brusco despertar del languido sueño de la muerte, que había dejado su cordura en precario equilibrio. Gregory Charles había ido a visitarla, también Nerisen, y le habían hablado del plan, un plan que no recordaba más que vagamente, un plan que ahora le parecía un sinsentido. Claro que no... ¿Por qué iban a tomarse tantas molestias los Renegados en traer de vuelta a una viva, a una humana, si no era porque tenían sus propios intereses? ¿Por qué iba a actuar a espaldas de su señora en el cultivo de una de sus pestes más existosas?

Las implicaciones de aquello la golpearon como un mazo ¿Qué era entonces? ¿Algún tipo de arma secreta?¿Un agente doble que ni siquiera sabía que lo era? ¿Alguna especie de agente durmiente? De pronto toda la tranquilidad que había ido atesorando poco a poco y no sin dificultad desde que regresó, desapareció dejando en su interior una inmensidad desolada, azotada por vientos inclementes. Sintió el vértigo del abismo abierto a sus pies y sintió ganas de vomitar, de gritar... Le faltaba el aire ¿O era su imaginación? Había tantas preguntas sin respuesta, tantas voces en su cabeza que pensaba que le estallaría. ¿Qué era? ¿Cuando se revelaría?¿Estaba muerta entonces?¿Era una más de las filas de Renegados? ¿Su voluntad era propia? ¿O era una voluntad inducida de algún modo? Rezó para que aquello no fuera más que una pesadilla, para estar en realidad muerta, o para dormir apaciblemente en los brazos de Brom... Pero no aquello... Otra vez no...

- ¡Muévete!- gritó alguien a su derecha- ¡Tenemos que salir de aquí!

Unos brazos fuertes la sujetaron de las axilas y la pusieron precariamente en pie. Quería decirles que la dejaran allí, que con toda probabilidad no podía morir, pero no pensaba con claridad y sentía que había perdido por completo el control sobre su cuerpo.

- ¡Reacciona!

Un bofetón le cruzó el rostro como una súbita llamarada y de pronto se vio arrojada, sin ningún tipo de miramiento al torbellino arcano que era un portal interdimensional.

***

Las calles de Ventormenta estaban atestadas: la noticia había llegado a la capital y el pánico se había extendido, sacándo a la gente de sus casas y haciendo de los canales improvisadas plazas de reunión. Montada sobre un ruano alazán, Liessel se obligó a salir de los laberintos de su cabeza para prestar atención a lo que ocurría. El caballo, inquieto a causa de la multitud, piafaba y pateaba. Le palmeó para calmarle y entonces, consciente de su propia y redescubierta monstruosidad, se caló la capucha del uniforme y bajó el rostro mientras la inmensa comitiva se dirigía al palacio del Rey. La ciudad no había cambiado y se mostraba ante ella como un cruel recordatorio de lo que había perdido y no podría recuperar.¿Cuanto tiempo hacía que no pisaba sus calles, sus abarrotadas plazas? Avanzando por los canales de los Mercaderes, se dio cuenta de que había empezado a temblar ¿Era aquel su objetivo? Entrar en las ciudades de la Alianza como una más de los suyos y lanzarse entre la multitud apiñada para sembrar la muerte? Nerisen y Gregory Charles eran absolutamente conscientes de la cantidad de gente que podía matar en apenas unos instantes antes de desaparecer entre la multitud... Se estremeció. ¡Aquello no iba a ocurrir! ¡Su imaginación febril elucubraba, aterrada, pero en realidad no sentía nada más allá de aquella inquietante normalidad y la creciente rabia!

Las puertas del palacio se alzaron ante la comitiva, que arrastrada por la marea humana, se vio de pronto más allá del cordón de guardias que cerraban el paso a la multitud con los brazos entrelazados. Dentro, el eco de las multitudes parecía mucho más lejano y el propio palacio, ajeno al mundo. Aquí y allá, secretarios y diplomáticos correteaban por los pasillos, recogiéndose las togas dignamente para no tropezar, presas de una frenética pero discreta actividad, y a medida que dejaban atrás los despachos, pudo ver los rostros congestionados de los escribas y embajadores inclinados sobre sus mesas... La traición de Entrañas había sido una cuchillada en el corazón de la diplomacia con la Horda y la inseguridad de las naciones se acrecentaba a pasos agigantados. La comitiva llegó al fin a la sala del trono. Inquieta, aprovechó la multitud de heroes convocados para ocultarse y no atraer la atención, pero sabía de buena tinta que los ojos en el palacio eran infinitos y que ella nunca había sido bienvenida entre aquellos muros. Afortunadamente, un paladín de cabellos oscuros tomó la palabra y presentó lo ocurrido ante el rey, mientras el resto permanecían en silencio, perdidos en sus pensamientos. Tenía la contínua sensación de ser observada, reconocida en toda la magnitud de su monstruosidad. Se encogió sobre sí misma, detrás de un inmenso guerrero de tabardo rojo, con una envergadura que nada tenía que envidiar a un oso.

Escuchó las palabras de aquel rey que parecía un orangután, que lejos de traer la paz por la que tanto había luchado, parecía dejar que lo que el paladín le narraba encendiera su odio porla Horda y todo lo que significaba. Le oyó indignarse, enfurecerse y, cuando se dio cuenta de lo que estaba escuchando, la multitud le arrastraba de nuevo hacia un lugar que había jurado no volver a pisar en la vida...

***

La entrada de las cloacas se abría ante ellos como una boca inmensa y oscura, invitándoles a ser engullidos. El cesped a sus pies era verde y tierno, y aunque estaba rodeada de guerreros y otros aventureros, se vio de pronto agazapada en la oscuridad, acompañada de un pájaro, un lobo y una serpiente. Recordó aquel mismo lugar abarrotado de heroes, encabezados por luminosos paladines, empuñando una enseña noble de justa rabia... Y de pronto estaba allí de nuevo, solo Loraine, con su cabello rojo y su capa verde... El rey hablaba, declamaba su discurso como un actor mal entrenado, intentando infundir a sus guerreros una rabia que ellos ya traían desde hacía tiempo. Y sin saber si estaba allí, si eran sus recuerdos o su imaginación, la carga comenzó y, tras un grito multitudinario, fue engullida por la boca de Entrañas.

Las tuberías llenas de pestes discurrían como un siniestro laberinto, pero empujada por la marea iracunda, se vio embargada por el ansia de lucha y vio sus manos volar empuñando sendas espadas a una velocidad que no recordaba haber alcanzado jamás. La rabia y el miedo acumulados hicieron presa en ella hasta convertirla en una criatura frenética que mataba cualquier cosa que se cruzara en su camino. Vio las espadas atravesar a los boticarios, cercenar miembros y cabezas, abrir vientres huecos y acuchillar la carne muerta una y otra vez. Se dejó llevar por la vorágine de violencia, quería hacer pagar el dolor que había sentido, el terror absoluto que había anidado en su pecho desde la revelación de la Puerta de la Cólera. No quería pensar, no quería ser consciente del lugar al que la llevaba la marea, no quería parar de gritar con cada golpe, de sentirse salpicada por la sangre muerta de los boticarios renegados, de devolver a Entrañas aquello en que la habían convertido, pagarles con la moneda en que la habían transformado. Ira por olvido, silencio por muerte. Tal vez, si recibía un golpe certero, el fin llegaba de veras, definitivamente, olvidada y apartada en la oscuridad, donde nadie pudiera encontrarla nunca, o donde tal vez la quemaran. Avanzó sin pensar, sin razonar, como un animal, por los circulares pasillos de Entrañas, llevando consigo tanta muerte que bien podría haber sido un ángel de redención, con su pelo como llamaradas danzando a su espalda con cada golpe. Danzó y danzó con sus espadas, trazando arcos, fintas y giros letales teñidos de escarlata, dejándose llevar por la música del combate y el ritmo de la muerte con una gracia infinita y olvidada.

Los pasillos se sucedieron uno a uno, surcados por los estanques circulares llenos de efluvios ponzoñosos. Avanzaron como una marea por las cloacas de la vieja capital humana dejando a su paso un reguero de cadáveres y cristales rotos, y cuando por fin tuvo un instante de descanso en el que bajar las armas y mirar a su alrededor, el corazón se le quedó helado en el pecho. Reconoció las paredes llenas de viales, las mesas con sus alambiques, las infames máquinas y las mesas con manchas de mil y una miserias... Y recordó.

Recordó como había sido arrancada de aquel plácido sueño que era la muerte, la desesperación de haberle sido arrebatado el descanso tanto tiempo ansiado, la asfixia al verse encerrada de nuevo en aquel cuerpo frío y rígido, incapaz de respirar por sí mismo, y el intenso dolor que le traspasaba el vientre como una llamarada.
Había gritado, sintiéndo los tubos en su garganta provocándole arcadas; había intentado, con los miembros rígidos y torpes, arrancárselos, arbrirse la cabeza a golpes contra la dura mesa de piedra, pero la sujetaron. Siempre la sujetaban, siempre habían estado allí aquellas manos huesudas y frías, firmes como tenazas, carentes de cualquier atisbo de compasión.
Revivió en un segundo la eternidad amarrada a la cama, incapaz de comer, y como la habían humillado conectando su cuerpo con tubos a una máquina infame y tétrica.
Podía recordar sus ojos vacíos evaluándola, tomando notas como con uno más de sus siniestros experimentos, apretando las cinchas que le mordían las extremidades, cegándola con diminutos focos, pinchándole por todo el cuerpo con finísimas agujas.
Recordó las descargas, terribles y agónicas, arqueando su cuerpo violentamente, haciendo que apretara tanto los dientes que habían acabado metiéndole en la boca una cuña de madera que se acabó partiendo, cortándo y clavándose en los labios y la lengua y ahogándola en su propia sangre.
A veces el dolor era tan intenso que rezaba a todos los dioses conocidos para que la mataran y liberaran por fin de aquella tortura agónica, pero nadie la escuchaba.
Luego llegaron las drogas, inyecciones de líquidos sulfurosos que recorrían sus venas como una llamarada, provocándole espasmos tan violentos que pensaba que se rompería; drogas que le empequeñecían tantísimo las pupilas que incluso la luz de las lejanas velas en las paredes la cegaban; drogas que la sumían en delirios y la hacían arder de fiebre.
Recordó a los ingenieros, silenciosos e inquietantes, clavando a su cuerpo todo un sistema de palancas y poleas que le permitirían empezar a moverse por sí misma, y cómo se lo habían arrancado, clavo a clavo, después de que intentara ahogarse en los canales, arrastrada por el peso de la madera y el metal. Después de aquello, habían vuelto a atarla a la cama...
Recordó las miradas de Charles y Nerisen, al mismo tiempo horrorizadas pero presas de una infame fascinación. Recordó la mirada de Kronkar, el modo en que había limpiado la inmundicia de su cuerpo, y cómo se había marchado para no volver, asqueado y aterrorizado por su obra...

En el Apothecarium, Loraine Auburn, de oficio guardabosques, no soportó más el hedor y la sangre y se dobló sobre sí misma para vomitar. Nadie le prestó atención: habían alistado forzosamente a muchos trabajadores para aquella operación, y ahora muchos de ellos estaban lívidos como la muerte, respirando pesadamente y luchando por no añadir sus vómitos a las pestes que salpicaban el suelo de piedra. Escondida en su disfraz de Loraine, Liessel gritó para sus adentros con un ansia destructiva,y en su interior fue cobrando forma, a una velocidad vertiginosa, la aterradora silueta de la venganza.

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