XXVII

domingo, 25 de julio de 2010

Querido diario:

Angel tiene razón: es estúpido escribir en una lengua que no dominas, sobre todo cuando además, utilizan un sistema alfabético tan diferente. Creo que a pesar de todos los meses que pasé en Forjaz con el Maestro Aiglos, nunca acabaré de entender del todo el sistema alfabético rúnico. Puedo entenderlo si lo leo, pero de ahí a poder escribirlo... Parece que haya pasado toda una vida desde entonces.

En fin, como decía, Ángel me hizo ver lo poco práctico de las runas y ha conseguido para mí la solución perfecta: el cuaderno está hechizado, de modo que solo es posible leer lo que escribo si yo estoy cerca. Me gustaría poder comprobarlo, pero cuando dejo el cuaderno lejos para ver si desaparecen las letras, estoy demasiado lejos para poder verlo, así que me pregunto si no me estará tomando el pelo.

Bai´de-wei (expresión troll que he escuchado en Rocal que quiere decir "en cualquier caso") seguimos caminando. Ahora escribo desde la posada de Villa Oscura, donde nos alojamos desde ayer, porque Kluina´ai insistió en que necesito darme un baño (así debo oler) y tenemos que comprar suministros para el camino, porque nos queda un buen trecho que recorrer. Klui dijo que no dijera abiertamente a donde nos dirijimos por si el diario volviera a caer en malas manos, así que solo diré que por ahora necesitamos encontrar la manera de llegar a la costa oeste. No diré más.

Llevamos caminando tres semanas, y hace una que Angel nos encontró, casi cuando salíamos del Pantano. No sé si la súbita sensación de alivio que me invadió fue por salir de ese lugar maldito o por ver de nuevo a Angeliss y saber que él si había sabido de mi desaparición y me había buscado. Nos acompañó durante todo el tiempo que nos costó atravesar la zona de angostos desfiladeros de piedra conocida como El Paso de la Muerte (se ve igual de tétrico que suena, sí) y ahora nos alojamos los dos en la posada de Villa Oscura. Klui no ha querido venir porque esta es una población humana y los habitantes se podrían asustar, pero creo que también quiso dejar que aprovecharamos las primeras noches bajo techo de los últimos meses. Hubieramos preferido, en realidad, dormir lejos del pueblo, para no dejar demasiados rastros, pero si alguien sabe los terrores que habitan en Bosque del Ocaso, somos Angel y yo, y aquel otro medioelfo ¿Dorgenflare? También parece que hace una vida de aquello. No, no es buena idea dormir al raso en este lugar. Mañana sin falta, en cuanto tengamos los suministros y Angel acabe de negociar las mulas, nos reuniremos con Kluina´ai en las afueras del pueblo y continuaremos camino.

Sigo soñando.

No se lo he dicho a Angel y a Klui porque no quiero preocuparles, pero sigo soñando, sigo teniendo esas pesadillas que no recuerdo al despertar pero que me dejan sudando y con el corazón latiéndome en el pecho como un conejillo asustado. Cuando me despierto gritando, les digo que sueño con Piel Verde (no sé ni por qué le llamo así), pero en realidad sé que es algo mucho, mucho peor.

Angel ha vuelto, voy a ver si consiguió negociar las mulas.

XXVI

martes, 20 de julio de 2010

Querido diario:

Ahora que estamos en Villa Oscura, aprofito para empezar aquí nuevo cuaderno, que Angel hubo comprado para yo en la tienda de suministros, ya que Piel Verde se quedó con el otro. Único espero que no supiese leer común, porque entonces sabrá especi... *tachón* exac.... *borrón* justo a donde me dirijo. Es por eso que este nuevo diario lo escribí en enánico arcáico, aunque todavía tengo muchas faltas. Además no hay enanos comeflores, así que no existe peligro. Eso sí, las runas son un rodillo y tengo que ir muy lento. Ya me duele la mano. Mañana escribo más.

Distopías

miércoles, 7 de julio de 2010

Claros de Tirisfall, año 35

Se acercaban rápido, demasiado. Llevaban corriendo tres días sin descanso y todavía no habían conseguido dejarlos atrás. Uno de los hombres se había lesionado una rodilla en la carrera, y se apoyaba para correr Gorin, el enano. El resto corría casi sin preocuparse de los demás, solo adelante, siempre adelante, incapaces ya de gritar, de llorar o maldecir.

- ¡Vamos! ¡Vamos! ¡Vamos!

Se metieron en el río sin contemplaciones, atravesando el agua impetuosa que les arrastraba. Uno de los niños mayores alzó en brazos al gnomo que se encargaba de los explosivos, que amenazaba con perderse rio abajo, arrastrado por la fuerza de la corriente que le llegaba más allá del pecho. Dos mujeres tiraban con fuerza de las mulas, que rebuznaban y clavaban los cascos en el lecho rocoso, decididas a no avanzar.

- !Vamos, bicho estúpido!- maldijo Cora, que todavía llevaba su preciado jubón de Correo Real, y le dio una patada en los cuartos traseros, azuzada por el miedo.- ¡Muévete, joder!

- ¡Dejadlas! - bramó desde la otra orilla el inmenso Oren, que había sido granjero y que ahora iba armado con un rastrillo manchado de sangre- ¡Dejadlas! ¡Corred! ¡Ya están aquí

Las dos mujeres miraron hacia atrás y los vieron. Los geists se acercaban saltando a una velocidad vertiginosa. Soltaron a las mulas con una maldición y continuaron cruzando todo lo deprisa que les permitía la corriente, con el miedo atenazándoles el pecho. Todos los demás habían alcanzado la otra orilla y solo Oren, Cazaril y el gnomo se habían detenido y les tendían la mano para ayudarlas a salir del agua. Cuando hubieron saltado a la tierra firme, el pequeño genio desenganchó tres granadas de su cinturón.

- Corred, yo me encargo - dijo a sus compañeros, sin apartar la vista de la turba hambrienta que se aproximaba al río- Si no os alcanzo en tres minutos, ha sido un honor luchar con vosotros.

Cazaril asintió con un gesto de respeto. Cora apretó la mano de su compañera y todos desaparecieron en la espesura, corriendo hasta alcanzar al resto, y tampoco entonces se detuvieron. Solo oyeron estallar una de las granadas. Algunos cerraron los ojos un instante en señal de respeto, no había tiempo ni lágrimas para más. Además, aquello les daba unos valiosos instantes de ventaja.

- ¡Corred! ¡Rápido! ¡Por aquí!

Atravesaron la maleza a toda prisa por el lugar que Cazaril le señalaba. Aunque desgarrado y sucio, su tabardo del Alba Argenta seguía imponiendo respeto en el pequeño grupo de refugiados y de algún modo, todos habían asumido su función de liderazgo.
Llevaban corriendo tanto tiempo que apenas les quedaban fuerzas y habían dejado las mulas en el río, por lo que ahora tampoco tenían comida. Eran demasiado pocos para enfrentarse a la Plaga que les perseguía y ya solo podían huir, solo huir, retrasando lo inevitable cuanto fuera posible. No eran pocos los que habían aprovechado los exiguos momentos de descanso para pedir a un compañero que les ayudara a terminar con aquello. Y ahora eran cada vez menos, y sus enemigos, más.

En la carrera, Oren cargó en sus hombros a una niña humana que amenazaba con quedarse peligrosamente atrás. Encaramada a su hombro, la niña se aferró con fuerza al poderoso cuello y miró fijamente al frente sin derramar una lágrima, con los ojos secos de tantos horrores contemplados. Corrieron, corrieron sin detenerse, sin importarles las ramas que les arañaban los brazos y piernas como garras afiladas, ni los guijarros que les lastimaban los pies. No podían pensar, solo podían correr, solo correr.

Con un grito, León se desplomó en el suelo, tirando con él a Gorin, en el que se apoyaba.

- ¡No puedo levantarme!- gritó aterrado, tratando de ponerse en pie, pero la rodilla lesionada le enviaba un relámpago de dolor cada vez que se movía. Sus ojos estaban llenos de terror - ¡Seguid sin mi! ¡Corred!

- ¡Ni hablar!- gruñó Gorin poniéndose en pie, y con una demostración de fuerza y tesón enanil, se cargó a León a los hombros y siguió avanzando, lenta, pesadamente.

Otro de los niños, un muchacho que se hacía llamar Jeorg y cuyos hombros vaticinaban una gran envergadura si le permitían alcanzar su futuro, se detuvo para ayudarle y entre ambos cargaron con el convalenciente León.

- ¡Dejadme!- gañía él, viendo como retrasaba a sus compañeros- ¡Dejadme, maldición!

Hicieron oídos sordos, no le dejarían atrás mientras pudieran cargar con él, avanzarían mientras pudieran. Sin embargo, aquel avance era insostenible, y su marcha se redujo ostensiblemente: podían oír el siniestro canturreo de los geist aproximándose rápidamente, oler aquella peste que les acompañaba, el sonido de las cadenas de las abominaciones...

- ¡Mierda!- la voz de Cazaril les llegó llena de rabia y desesperación, algunos metros por delante, en algún lugar en la espesura.

Cuando le alcanzaron, la desolación cayó sobre ellos como un pesado manto: frente a ellos se alzaba la interminable pared de una montaña. La piedra gris se extendía a izquierda y derecha hasta donde alcanzaba la vista, y no había grietas en ella donde poder esconderse. Los niños y Cora, por ser más livianos, trataron de trepar por la pared, buscando apoyos para sus pies, pero a los pocos metros caían arañando la piedra con los dedos desnudos y heridos, como bestias desesperadas.

Exhaustos y derrotados, se agruparon como buscando consuelo en la cercanía de sus compañeros. Se miraron a los ojos con miedo. Había llegado el momento. Cazaril tenía su hoja en la mano, pero su mirada estaba perdida.

- Cazaril - dijo Oren.

El cruzado miró la espada con gesto ausente y aterrado, como si hubiera asomado a un desconocido abismo interior.

- Cazaril, hay que hacerlo- insistió el joven.

Los niños se juntaron, entrelazaron las manos apretándose unos contra otros. Cora se llevó una mano a los labios y reprimió un sollozo. Los geist se acercaban.

Allí acababa todo, los largos meses de penurias en el campo de refugiados tras la caída de Ventormenta, las interminables noches de terror al precario amparo de un Alba Argenta tan insegura como el resto... Terminaba la carencia de alimentos y de agua potable, de medicinas y de esperanza, y los estallidos de violencia en el seno de las milicias que les habían llevado a convertirse en algo más cercano a bestias y menos parecido a hombres...

Cazaril miró a los niños, sabía que tenía que hacerlo pero la espada pesaba terriblemente en su mano. Quería pedirles perdón por su fracaso, por finalmente haber caído como todos los demás, por no haber sabido manejar aquella terrible crisis, aquella pesadilla. De nada había servido la cruzada, los estandartes blancos y azules yacían ahora enterrados en el fango, manchados con la sangre que habían jurado proteger. No tenía que haber sido así... No tenía...

- ¡CAZARIL!

Alzó la vista y por primera vez miró a Oren, y le pareció terriblemente joven con aquellos ojos bovinos y el gesto de total desasosiego, como si no hubieran sido aquellas mismas manos las que habían esgrimido el rastrillo para matar a decenas de aquellos seres. Era tan joven, tan jóvenes todos ellos...

- Es tan injusto...- musitó una voz agarrotada de desesperanza.

- Justicia- corearon algunas otras, no demasiado alto, con un último resquicio de rebeldía.

"No pidais justicia, Luz, justicia no" se sorprendió pensando amargamente Cazaril "Pedid piedad, piedad. Estaríamos locos si pidieramos justicia..."

Sí, debía hacerlo. Era una dura misión, pero no podía permitir que después de tanto tiempo huyendo, acabaran convertidos en aquello. Había sido su fracaso, el de toda su orden, y ahora tenía la responsabilidad de poner fin a aquella pesadilla de la forma más piadosa posible. Alzó la espada. Los niños comenzaron a gimotear. Los demás alzaron el mentón, inspirando profundamente para enfrentarse a aquella piadosa muerte con valor. Cora, que nunca había sido piadosa, comenzó a rezar. Algunos se le unieron. Cazaril murmuró la plegaria y miró al joven Jeorg a los ojos. Había miedo en ellos, pero también decisión, y cuando vio que le miraban, enderezó la espalda y alzó el mentón desafiante antes de dar un paso al frente y exponer el cuello.

De pronto el primer geist aterrizó su salto a escasos metros y les miró con satisfacción y hambre. Vieron sus ojos brillantes como cuentas, y la piel como cuero ajado y maloliente, las costuras que evitaban que se desmoronara. Cazaril y Jeorg se interpusieron entre el engendro y el grupo. El geist esbozó lo más parecido a una tétrica sonrisa antes de lanzar al aire el siniestro ulular que era su llamada. Un cacofonía terrible y tirunfal respondió al aviso.
La primera Abominación cruzó el umbral de árboles, y tras ella, toda su agónica cohorte. Se había acabado el tiempo.

La explosión sonó de pronto, un trueno terrible brotando de la tierra, haciendo temblar toda la ladera de la montaña y una columna de humo se alzó sobre el bosque.

- ¡CARGAD!- bramó entonces una voz.

El centelleo del acero surgió de pronto de todas partes, al grito de guerra de decenas de bocas, y el aire se llenó del canto de las espadas.

Cora empujó a los niños contra el muro y los protegió con su cuerpo. Cazaril, Oren y Goren, tras un instante de desconcierto y recuperando un atisbo de esperanza, enarbolaron sus armas y se lanzaron al combate. Las espadas volaban con terrible precisión, clavándose en la carne muerta, cercenando miembros infectos. La sangre oscura les salpicó el rostro, pero unieron sus gritos a los de las huestes defensoras en aquella repentina cacofonía. Los recién llegados luchaban con una precisión insolita, con una fuerza atronadora, y bajo sus hojas los esbirros de la Peste fueron cayendo uno a uno y por docenas, incapaces de hacer frente a aquella fuerza imparable.

El combate fue rápido y eficiente, y en cuestión de minutos, los cadáveres desmembrados de la plaga se amontonaron en una creciente pila, alimentada por los guerreros que recogían los restos y los arrojaban sin dudas, sin miedo, a la peculiar montaña.

Cazaril, apoyado en su espada y con la respiración agitada, observó a aquellos guerreros caídos del cielo. Había entre ellos hombres y mujeres, y vestían armaduras gastadas, cubiertas por oscuras capas de montaraz. Comprobó con sorpresa que en sus filas había varios magos, que encendieron la montaña con sendas bolas de fuego y la convirtieron en una improvisada pira. Ninguno se acercó al desvalido grupo que habían salvado de una muerte innombrable. Eran decenas, cerca de cincuenta caballeros, que se conducían con una firmeza, disciplina y precisión que no casaba con sus roñosas ropas.

De pronto, a una señal del que debía ser un oficial, todos ellos formaron marcialmente frente al pequeño grupo y desenvainaron sus espadas. Las miradas de los guerreros se clavaron en ellos con tal fuerza que si hubieran sido espadas, hubieran yacido todos muertos en el suelo. Se mantenían en posición de ataque, enarbolaron sus escudos, pero no avanzaron.

Cazaril retrocedió, sorprendido.

- ¿Qué...?- comenzó, pero entonces las tropas abrieron un pasillo y avanzó hasta ellos un hombre inmenso, de cabellos y barba pelirrojos.

Llevaba, como los demás, una capa corta cubriendo su gastada armadura, pero su arma era de buena calidad. Tenía una terrible cicatriz surcándole el rostro, y sus ojos claros estudiaron con suspicacia al pequeño grupo desde una distancia prudencial. No bajó el arma.

- Siete, Comandante.- dijo entonces en voz alta, como dirigiéndose a alguien que permanecía tras las lineas formadas.- ¿Órdenes, señor?

Cazaril trató de atisbar algo desde su posición, por encima de las cabezas de las tropas. Le pareció ver una figura montada a caballo, con el rostro sepultado en las sombras de una capucha. A todas luces, aquel debía ser el líder de aquella hueste. Lo que no esperaba es que fuera una voz de mujer la que respondió.

- Atadlos y a aislamiento con ellos.- dijo, y su voz era firme, con peculiar acento, acostumbrada a dar órdenes y revestida de acero- Volvemos a casa.

***

Un mes después:


Cuando salieron de las celdas, todos ellos fueron conducidos a un pequeña sala alimentada por un fuego. Hubo abrazos y sollozos en el reencuentro, tras un mes de aislamiento en aquellas celdas austeras en la que no les había faltado agua y alimento, pero donde no habían podido comunicarse entre ellos, ni verse. Todos estaban tan sucios y demacrados como el día que fueron apresados, y León se apoyaba pesadamente en un bastón. Su rodilla estaba brutalmente inflamada y su rostro torcido de dolor.

El hombre inmenso de barba pelirroja entró en la sala con paso marcial. Llevaba ropas limpias y una armadura impoluta. Le seguía otro hombre de aspecto enjuto, que vestía una toga discreta de escribano. Les miró uno a uno y asintió con seriedad. Cazaril atisbó en sus ojos un breve destello de satisfacción, y aquello no hizo sino acrecentar su rabia.

- ¿Han tenido ya suficiente?- espetó con dureza.

El recién llegado echó un vistazo a su raído tabardo del Alba Argenta y sonrió con sorna.

- No estáis en posición de hacer recriminaciones, sir. - dijo, y su voz era ronca pero firme.- Todo lo que hemos hecho, ha sido por vuestro bien y por el de la humanidad.

Cazaril bufó.

- ¿Traernos con sacos en las cabezas, atados como bestias, y encerrarnos como si fueramos esbirros de la plaga ha sido por el bien de la humanidad?

El hombre ignoró el veneno que destilaban sus palabras.

- El aislamiento era necesario para comprobar que no estaban infectados. - y añadió con un deje de crueldad- Creo que la compasión Argenta fue lo que perdió al viejo Vadin ¿Me equivoco?

Cazaril apretó los puños con rabia, aunque sabía que en sus palabras había una verdad muy certera.

- Conteneos, sir.- continuó el pelirrojo- No somos enemigos. Permitid que me presente. Capitán Frederich Kohl, para serviros.

Hizo una leve reverencia. El grupo murmuró, sorprendido por aquel comportamiento.

- No será necesario extender su reclusión. El señor Diggins- continuó el hombre, haciendo un gesto para señalar a su acompañante- tomará nota de sus nombres. Una vez inscritos, serán conducidos a uno de los dormitorios comunales, donde se les hará entrega de ropa limpia y jabón. Podrán lavarse y comer algo. Un médico atenderá a su amigo.

León gruñó algo en voz baja.

- Cuando estén listos y acomodados, sir...- Khol dejó la frase en el aire. Cazaril comprendió que todavía no se había presentado.

- De Gura.- completó- Cruzado Cazaril de Gura.

El pelirrojo asintió.

- Cuando estéis listo, sir de Gura, pedid que os conduzcan al edificio principal. El Comandante quiere hablar con vos.

Hizo entonces una breve reverencia y se marchó, y fue entonces cuando pudieron ver en su espalda ondeando impretérita la llama encarnada de la Cruzada Escarlata.

Como les habían dicho, fueron conducidos por el Monasterio de Tirisfall para que pudiera adecentarse y descansar. No pudieron evitar sentirse sobrecogidos por el orden y marcialidad que reinaba en aquel lugar, en cuyos pasillos resonaban los cantos y oraciones de una capilla. Aquellos con los que se cruzaban vestían libreas de la Cruzada o sencillas ropas, pero todos iban limpios y parecían bien alimentados. Los baños tenían espacios separados para hombres y mujeres, y había criados que trajeron agua caliente para que se limpiaran. Los niños fueron conducidos a las cocinas por una matrona de carnes generosas, donde tomaron leche caliente y miel.

Cuando estuvo listo, Cazaril fue guiado por un soldado de roja armadura por los interminables pasillos del monasterio, atravesando salas y claustros tan bien cuidados que resultaba dificil imaginar, allí dentro, el infierno que se había desatado en el exterior.

[...]

Cazaril de Gura, vestido ahora con unos buenos pantalones de cuero y un jubón oscuro que le quedaba un poco holgado, estudió a la mujer que se sentaba al otro lado del escritorio.

El pelo negro pulcramente cortado a la altura de la nuca enmarcaba
un rostro de facciones duras, con la nariz recta y los ojos claros de los norteños. Su gesto era adusto y, aunque no podía anticipar su edad, tuvo la impresión que quitando algunas arrugas de preocupación en las comisuras de los ojos y aquel gesto marcial, la Comandante no debía tener más de treinta años.

- Sentaos, sir.- dijo entonces con aquella voz tan característica.

Cazaril dio las gracias y se sentó donde le señalaban, mientras trataba de identificar aquel acento. La mujer le miró un instante en silencio y luego cruzó las manos curtidas, sin anillos, encima de la mesa.

- Tengo entendido que sois cruzado del Alba Argenta- afirmó ella con seguridad.

No pudo menos que asentir.

- Quisiera transmitirle nuestras más sinceras condolencias por lo sucedido a su Órden.- continuó ella con seriedad- El Alba Argenta era un fuerte aliado en esta guerra constante. No debería haber caído por aquella lamentable exaltación de la compasión.

Turbado, Cazaril arrugó el ceño ¿Pretendía insultarle?

- No me miréis así, sir de Gura.- dijo ella, sin inmutarse- Acoger a todo refugiado que cruza la frontera entraña sus riesgos, como bien pudisteis comprobar.

Consultó unos apuntes sobre su escritorio.

- Veo en las notas del señor Diggins que luchasteis en la campaña de Ventormenta ¿Es esto correcto?

- En Ventormenta, Villa del Lago, Thelsamar y Forjaz, señora.- contestó el cruzado- También auxiliamos a las tropas de lord Fordragón en el sitio de Naxxramas.

La comandante asintió, complacida.

- En ese caso podremos hacer algo con vos, si todavía os sentís con fuerza para continuar la lucha.

La reconoció entonces, en la forma casi gutural de pronunciar determinados sonidos del Reino de las Montañas. Y entonce supo quien se sentaba frente a él, al otro lado del escritorio.

- Ahora os reconzco- dijo de pronto- Lightpath. Aurora Lightpath ¿Me equivoco?

Detectó, triunfal, un leve gesto de sorpresa en el rostro de ella. Había dado en el blanco.

Había oído cosas de aquella mujer, pero entonces era solo una simple teniente de la Cruzada. Ahora entendía su gesto adusto y las arrugas de su rostro: pese a la disciplina y la aparente calma, también la Cruzada debía haber sido azotada con dureza como para que alcanzara el rango de Comandante. No es que dudara de sus capacidades, al contrario, pero la dureza de su rostro reflejaba un sinnombre de viscisitudes.

- Me sorprende que un Cruzado del Alba Argenta haya oído hablar de mí.- concedió la Comandante Lightpath, y de pronto le pareció realmente joven.

Cazaril sonrió levemente.

- Las historias de las victorias de la Rosa de Alterac llegaron muy lejos, Señora.

Los ojos claros de la norteña se clavaron en él, estudiándole con renovado interés durante un instante. Luego su rostro se volvió impenetrable de nuevo y él se estremeció por la dureza de aquellos ojos fríos.

En los Confines de la Tierra XXVIII

viernes, 2 de julio de 2010

Cuando los sonidos de la jungla y la espesura se desvanecieron de su mente enfebrecida, Mangosta parpadeó ante el resplandor de la hoguera como si, de pronto, no hubiera sido consciente de ella durante el baile. Los tambores y los cánticos habían enmudecido. Alguien la había tomado de las manos y tiraba de ella hacia hacia el lugar donde los chamanes aguardaban. Sentía los músculos palpitantes, el sudor deslizarse por su cuerpo y el rostro ardiente por la cercanía del juego, pero todavía se sentía envuelta por un manto de irrealidad. Las manos la detuvieron al fin y al alzar la vista, vio el rostro pintado de Zun´zala frente a ella. Los ojos le brillaban con fuerza y también el sudor se deslizaba por sus sienes, arrastrando la pintura roja y azul hacia el rojo y azul de su toga ceremonial y sus plumas. Zai´jayani estaba en pie junto a él, en silencio pero con un brillo de de orgullo en la mirada que Mangosta no entendió.

El viejo chamán puso entonces sus inmensas manos ajadas sobre los hombros desnudos de la guerrera y dijo algo en la lengua de los trolls, alzando el rostro para que su voz llegara a aquellos que se encontraban más lejos de la hoguera. Los trolls contestaron a coro en su lengua materna, una exclamación afirmativa incluso para aquellos que no entendieran su lenguaje. Con un asentimiento, Zun´zala hizo una señal a Zai´jayani y este la tomó de las manos y la obligó a dar la espalda a los chamanes. Sus labios contenían una sonrisa casi furtiva, y sus ojos resplandecían aunque daba la espalda a la hoguera. Todavía febril, Mangosta le miró sin entender, pero el gesto de su mentor le indicaba que aguardara y nunca le había dado razones para dudar de él. Con el pecho todavía agitado por la danza, la muchacha contempló la inmensa silueta de su amigo y maestro recortada contra el fuego, expectante. De pronto, un doloroso pinchazo en el homóplato izquierdo la sobresaltó e intentó volverse, pero Zai´jayani, sujetándola con fuerza por las muñecas, la retuvo. Mangosta le dirigió una mirada interrogante, pero los ojos del troll le decían que no se preocupara. Un segundo pinchazo, casi encima del primero, le hizo apretar los dientes y apretó las muñecas de Zai con fuerza. Zorro asintió con aprobación y entonces, como un centenar de aguijones, los pinchazos se sucedieron frenéticamente, haciendo que le ardiera el homóplato. Sintió el finísimo aguijón penetrar en la piel, casi clavarse en la carne, y percibió la calidez de la sangre deslizándose por la curva de su espalda. Se dio cuenta entonces de que de nuevo, los trolls cantaban. Su cántico era casi un zumbido, un sordo rumor que acompañaba el martilleo de la aguja.

Zai´jayani no apartaba la mirada de ella ni soltaba sus muñecas firmemente sujetas, y fue precisamente aquella insistencia en su mirada y su presa lo que hizo que fuera consciente, poco a poco, de la extraña solemnidad de aquel acto. Enderezó la espalda, alzó el menton y aflojó la presa en las muñecas de su mentor. Tomó aire, consiguió convertir el dolor en un rumor tan sordo como el cántico. En el abrasador calor que bañaba su homoplato, dejó de sentir el constante aguijoneo de la aguja. Se concentró en el cántico de los trolls, en el misticismo que rodeaba toda aquella celebración. Ahora era evidente que no se trataba solo de una noche de hoguera de la tribu. La inmensa hoguera, la gran afluencia de trolls de todos los campamentos, aquella danza tan distinta y al mismo tiempo tan familiar. Las manos de Zun´zala en sus hombros, la mirada de aprobación de Zai...

Sí, algo importante estaba sucediendo.

Sintió como deslizaban un paño húmedo por la zona abrasada por la aguja y por los surcos que la sangre había trazado en su espalda. Sintió un escozor leve y supo que el paño contenía algún tipo de medicina como la que Zai había usado con ella cuando el látigo le había abierto la espalda. Su mentor le soltó entonces las manos y asintió ante su mirada interrogante, de modo que Mangosta retorció el cuerpo para alcanzar a ver qué habían hecho con su piel y reprimió una exclamación.

Sobre la piel curtida por el sol, trazado encima de los surcos plateados de sus cicatrices, resplandecía un ideograma troll en un caleidoscopio de delirantes colores. Sorprendida, se volvió hacia Zai´jayani, que sonreía.

- ¿Qué...?- atinó a decir.

La sonrisa de Zai se ensanchó, sus ojos brillaban.

- Bienvenida a la tribu - dijo Zun´zala a su espalda- Mangosta de los Pies de Arena.

El estallido de cánticos llenó la oscuridad hasta la salida del sol.

En los Confines de la Tierra XXVII

La humedad del ambiente empapaba su piel y el batir de su corazón retumbaba en el pecho con la cadencia de mil tambores. Los sonidos de la jungla a su alrededor eran como una cacofonía absoluta llena de secretas llamadas y avisos feroces, aunque a su alrededor solo estuviera el desierto bañado por las llamas de la hoguera. Sus pies la despegaban del suelo con un impulso tal que casi podía acariciar la cima de las llamas, y su danza adquirió un matiz salvaje, casi primate, cayendo tras cada salto con las rodillas flexionadas y los codos rozando el suelo, solo para tomar impulso y volar de nuevo, alto, muy alto, más alto...

Su mente desapareció en el cadencioso tronar de los tambores, dejándose transportar por el cántico de los trolls a las profundidades de aquella jungla densa y misteriosa y tan repleta de vida que incluso podía distinguir el rumor de un gran río, no demasiado lejos.

Un chasquido.

Se congeló en el salto y cayó agazapada, atenta. Su cabeza se volvió hacia la espesura de la que provino el sonido con una rapidez y una precisión animales. Los tambores enmudecieron, expectantes. Nada.

Un siseo. El silencio circundante se hizo atronador.

Se volvió con agilidad para encarar el origen del sonido. Se agazapó contra el suelo, con las rodillas flexionadas y los dedos de una mano apoyados en la tierra con firmeza, listos para ofrecer el impulso necesario para retroceder de un salto. Acompasó su respiración para no pasar por alto el origen de aquel susurro tan evocador y aguardó. Ante sus ojos, la espesura inmovil se estremeció sutilmente y las pupilas grises se contrajeron violentamente, atentas.

Un susurro. Mangosta desplazó el peso de una rodilla a la otra sin apartar la vista de la espesura, aunque en el fondo de su mente supiera que eran solo los trolls que se había alejado de la hoguera. El brazo apareció entre el verdor con movimiento sinuoso, cubierto por un intrincado diseño de escamas doradas y verdes. Tras él, el cuerpo nervudo y tenso del troll-sierpe emergió lentamente, con movimientos calculados y ondulantes. El cuerpo de Mangosta se tensó ante su aparición, entrecerró los ojos y le observó con fiereza. La serpiente le devolvió la impávida mirada mientras el troll se adentraba en el círculo iluminado por la hoguera como una sombra silenciosa teñida de oro y esmeralda. Mangosta sabía que era una danza, pero su instinto le gritaba que debía ganar aquel combate...
El pequeño carnívoro retrocedió lentamente sin apartar la mirada de su presa, cuyas pupilas doradas mantenían una fijeza antinatural.

Los tambores estallaron en la noche y la danza-combate comenzó bruscamente, sin apenas tiempo para reaccionar. Ambos, mangosta y serpiente, se enzarzaron en un complejo baile de movimientos ora hipnóticos y pausados, ora frenéticos y certeros. Sus cuerpos saltaban hacia delante y hacia atrás, se encontraban en el aire, se entrelazaban durante un instante, recortadas sus siluetas contra el resplandor de la hoguera antes de alejarse bruscamente y aterrizar en el suelo arenoso, agazapados como bestias. Se persiguieron lentamente rodeando la hoguera, un pie detrás de otro en zancadas largas, los brazos abiertos, interponiendo el fuego entre ellos al compás de unos tambores que se relajaban o enfebrecían marcando el ritmo del combate. Las dos bestias se buscaron y se encontraron, y los habitantes de la jungla jalearon el combate con sus chillidos de alarma. Un trueno resonó en el aire, un cántico extraño llegó desde la espesura.

Aquel combate frenético se extendió durante lo que parecieron siglos, con los músculos pulsantes y el sudor bañando sus cuerpos. Los fluidos movimientos de la danza troll, al mismo tiempo brutalmente rítmicos, marcaban cadencias imposibles e hipnóticas. Los latidos de sus corazones, indistinguibles del batir de los tambores, martilleaban en los pechos agitados, atenazando la garganta. Cuando el fragor de los timbales ascendió, Mangosta entendió que el combate debía finalizar. También la serpiente lo percibió y ambos se prepararon para el encuentro final. Se alejaron lentamente, retrocediendo hacia extremos opuestos del círculo sin apartar la vista de su contendiente, sin aflojar la tensión en los puños cerrados. El ritmo de los tambores se hizo más lento, como si tratara de enseñar a sus corazones la cadencia de sus latidos. Con aquel ritmo, el aire se llenó de expectación, de una tensión casi palpable. Mangosta pasó rapidamente el peso de un pie a otro, sacudió la tensió de sus brazos para poder atraparla con los puños. Era el momento de la verdad.

En el instante en que saltó para iniciar su carrera, los tambores reanudaron su frenético batir, los cánticos se hicieron más agudos, casi salvajes. Sus pies hollaron el suelo mientras corría al encuentro de su oponente, que de igual modo se dirigía hacia ella. Los ojos grises se clavaron en las pupilas doradas en aquella última carrera, sientiéndo casi como si sus pies echaran raíces en cada poderosa zancada. El mundo pasó como una exhalación a su alrededor, el aire abrasador azotándole el rostro, y cuando instintivamente tomó el impulso para saltar, su cuerpo se elevó en el aire como si volara, como las llamas que la jaleaban, al encuentro de su contendiente. La serpiente ascendió como si poseyera las alas del poderoso dios Hakkar, sus largos miembros ondearon en el camino a las estrellas, pintados de dorado y verde, y cuando sus cuerpos se encontraron en el aire, por encima de las llamas, el tiempo se congeló con los tambores. Mangosta percibió la distorsión casi como si pudiera palparla, vio sus brazos volar hacia la serpiente con las manos abiertas como zarpas. Vio a la serpiente ondular para alcanzarla con un movimiento tan rápido y preciso que, de no haber sentido aquel súbito ralentizamiento del tiempo, no hubiera podido esquivarlo. Sin embargo, la distorsión estaba allí, aunque solo fuera en su mente, y pasó por encima del golpe en su vuelo, aterrizó con sendas manos en los hombros de su oponente y, empujando con fuerza, se elevó todavía más en el aire mientras el troll- sierpe se precipitaba, derrotado, al suelo.

En los Confines de la Tierra XXVI

Cuando abrió los ojos vio las claras pupilas de Zai´jayani clavadas en ella, tan cerca que sus colmillos le acariciaban las mejillas.

- ¿De´pierta?- susurró el troll.

Mangosta frunció el ceño, alarmada, y se arrancó con los puños los últimos rastros de sueño de los ojos. Miró con atención a su mentor, expectante, intrigada. Si Zorro venía a buscarla en mitad de la noche era porque algo importante sucedía.

- ´Amos.

Zai se deslizó de nuevo en la oscuridad hacia la salida del pabellón y Mangosta se levantó en silencio para seguirle. Ni siquiera se cubrió: el calor de aquella época en los Baldíos era tan insoportable que incluso el fino lino con el que se envolvía las caderas se había pegado a su cuerpo como una segunda piel. Caminaron en silencio y la joven pudo comprobar que, una vez más, el guardia que custodiaba la entrada al barracón había abandonado convenientemente su puesto. Sonrió: Zai nunca dejaba de sorprenderla.

En el exterior, la luna de verano iluminaba el campo con su luz de plata, eclipsando las estrellas. El suelo pedregoso y casi yermo tenía un aspecto irreal, como si estuviera cubierto de nieve en aquella época tan asfixiantemente calurosa. Zai y ella avanzaron en silencio, pegados a la empalizada, en dirección a la abertura en el muro que les permitía abandonar el campo para reunirse con el resto de la tribu Pies de Arena, como se hacían llamar los trolls cautivos en los dipersos campos de Mashrapur en los Baldíos. Cuando abandonaron el recinto, la mirada de Mangosta buscó en el horizonte la señal del ritual y sus ojos no tardaron en encontrarla: al norte, un resplandor rojizo iluminaba levemente el manto oscuro de la noche y, con un grito de júbilo, se lanzaron a la carrera.
No tardaron en escuchar el eco frenético de los tambores, el rumor de los cantos festivos, y con ellos su carrera desbocada se convirtio en una sucesión de giros, volteretas y saltos a medida que avanzaban.
Las noches de ritual siempre eran ocasiones festivas para la Tribu y, como apadrinada de Zai´Jayani, Mangosta tenía el privilegio de poder asistir a aquellas celebraciones en calidad de invitada. En la media docena a las que había participado ya, había acabado imbuyéndose del espíritu embriagador de la hoguera y los cantos, y había saltado entorno al fuego, había cantado para los ancestros, bailado con las cadencias febriles de los tambores. En aquellas noches, su espíritu se elevaba muy por encima de los grilletes, ascendía con las llamas hasta el firmamento y gritaba libre, ajena a cualquier cadena, a cualquier dolor. Solo era fuego, solo era libertad.

El calor de las llamas les azotó el rostro cuando entraron por fin en la hondonada que contenía el jolgorio. Lo primero que llamó su atención, fue la cantidad de asistentes a aquella celebración: debía haber más de cincuenta trolls danzando junto al fuego y atronando en los tambores, más del doble de lo que había visto en anteriores ocasiones. Eran tantos que la hoguera tenía al menos veinte pasos de diámetro y sus lenguas ardientes se alzaban muchos metros por encima de sus cabezas con un rugido ensordecedor. Mangosta nunca había visto tanta afluencia a una hoguera e incluso le parecía que los ritmos y los saltos y los giros tenían una cadencia especial, algo diferente a las otras veces. Buscó a Zai con la mirada, pero el chamán convertido en guerrero ya se había unido a sus compañeros del mundo de los espíritus, y ahora cantaba con ellos, alzando los colmillos marfileños, resplandecientes ante la luz del fuego y sacudiendo las manos en su particular invocación.

No dudó, con dos pasos se unió al baile entorno al fuego y brincó, giró y saltó junto a los demás trolls, tratando de alcanzar el cielo con la fuerza de las llamas. Sus pies descalzos hollaban la tierra y levantaban nubes de polvo en el aire, y el ritmo se fundió tanto con su cuerpo que de pronto el mundo se convirtió en un caleidoscopio de fuego y noche, incesante, interminable, cadencioso. En algún momento alguien se acercó a ella y le trazó sendas rayas en las mejillas con pigmentos, como era costumbre en las celebraciones - y el combate era una de ellas- y luego otras manos fuertes la alejaron de la hoguera y le entrelazaron plumas en el cabello, y deslizaron numerosos collares de cuentas de madera pintada por su cuello, dejando que descansaron sobre los pechos desnudos y ocultándolos casi pudorosamente. Volvió a encontrarse girando entorno a la hoguera, febril y desbocada, dejando que los collares tintinearan con cada salto, chasqueando con las cuentas de su cabello trenzado. El calor era tan intenso, el baile tan frenético, el batir de los tambores tan constante... De cuando en cuando, algún troll abandonaba el baile junto al fuego y se sentaba en las cercanías, junto a los demás, que en algún momento habían comenzado a entonar un cántico como un zumbido por debajo del cántico de los chamanes pero por encima del batir de los tambores. No podía distinguir lo que decían pero tampoco importaba: el ritmo tenía el control de aquel pequeño cuerpo curtido en cien combates. No importó cuando las filas de cantantes en los costados de la hoguera comenzaron a crecer, tampoco se dio cuenta. Solo sentía que el zumbido incrementaba la intensidad, que se volvía más absoluto, hasta llenar cada partícula de su ser, hasta convertirla en una más de las llamas que lamían el cielo.

¿Llovía? ¿O solo eran los trolls chasqueando la lengua, imitando el sonido hueco de las gotas al caer contra el suelo? ¿Y aquellos trinos, aquellos gritos de aves selváticas como las que había escuchado en Feralas? Uno a uno, los trolls cambiaron el zumbido común por particulares sonidos evocadores de modo que, al cabo de unos instantes, sin dejar de saltar entorno al fuego, se sintió transportada a las entrañas de una densa jungla. Su piel se erizó como si hubiera sentido una corriente de aire, y no le preocupó que fuera irreal. Casi podía sentir la humedad de la jungla en la piel, aunque fuera su propio sudor, y si cerraba los ojos, podía olvidarse del fuego y la noche, y sentir la caricia de las hojas en el rostro y en los brazos ¿O eran manos leves como caricias?