En los Confines de la Tierra XXVI

viernes, 2 de julio de 2010

Cuando abrió los ojos vio las claras pupilas de Zai´jayani clavadas en ella, tan cerca que sus colmillos le acariciaban las mejillas.

- ¿De´pierta?- susurró el troll.

Mangosta frunció el ceño, alarmada, y se arrancó con los puños los últimos rastros de sueño de los ojos. Miró con atención a su mentor, expectante, intrigada. Si Zorro venía a buscarla en mitad de la noche era porque algo importante sucedía.

- ´Amos.

Zai se deslizó de nuevo en la oscuridad hacia la salida del pabellón y Mangosta se levantó en silencio para seguirle. Ni siquiera se cubrió: el calor de aquella época en los Baldíos era tan insoportable que incluso el fino lino con el que se envolvía las caderas se había pegado a su cuerpo como una segunda piel. Caminaron en silencio y la joven pudo comprobar que, una vez más, el guardia que custodiaba la entrada al barracón había abandonado convenientemente su puesto. Sonrió: Zai nunca dejaba de sorprenderla.

En el exterior, la luna de verano iluminaba el campo con su luz de plata, eclipsando las estrellas. El suelo pedregoso y casi yermo tenía un aspecto irreal, como si estuviera cubierto de nieve en aquella época tan asfixiantemente calurosa. Zai y ella avanzaron en silencio, pegados a la empalizada, en dirección a la abertura en el muro que les permitía abandonar el campo para reunirse con el resto de la tribu Pies de Arena, como se hacían llamar los trolls cautivos en los dipersos campos de Mashrapur en los Baldíos. Cuando abandonaron el recinto, la mirada de Mangosta buscó en el horizonte la señal del ritual y sus ojos no tardaron en encontrarla: al norte, un resplandor rojizo iluminaba levemente el manto oscuro de la noche y, con un grito de júbilo, se lanzaron a la carrera.
No tardaron en escuchar el eco frenético de los tambores, el rumor de los cantos festivos, y con ellos su carrera desbocada se convirtio en una sucesión de giros, volteretas y saltos a medida que avanzaban.
Las noches de ritual siempre eran ocasiones festivas para la Tribu y, como apadrinada de Zai´Jayani, Mangosta tenía el privilegio de poder asistir a aquellas celebraciones en calidad de invitada. En la media docena a las que había participado ya, había acabado imbuyéndose del espíritu embriagador de la hoguera y los cantos, y había saltado entorno al fuego, había cantado para los ancestros, bailado con las cadencias febriles de los tambores. En aquellas noches, su espíritu se elevaba muy por encima de los grilletes, ascendía con las llamas hasta el firmamento y gritaba libre, ajena a cualquier cadena, a cualquier dolor. Solo era fuego, solo era libertad.

El calor de las llamas les azotó el rostro cuando entraron por fin en la hondonada que contenía el jolgorio. Lo primero que llamó su atención, fue la cantidad de asistentes a aquella celebración: debía haber más de cincuenta trolls danzando junto al fuego y atronando en los tambores, más del doble de lo que había visto en anteriores ocasiones. Eran tantos que la hoguera tenía al menos veinte pasos de diámetro y sus lenguas ardientes se alzaban muchos metros por encima de sus cabezas con un rugido ensordecedor. Mangosta nunca había visto tanta afluencia a una hoguera e incluso le parecía que los ritmos y los saltos y los giros tenían una cadencia especial, algo diferente a las otras veces. Buscó a Zai con la mirada, pero el chamán convertido en guerrero ya se había unido a sus compañeros del mundo de los espíritus, y ahora cantaba con ellos, alzando los colmillos marfileños, resplandecientes ante la luz del fuego y sacudiendo las manos en su particular invocación.

No dudó, con dos pasos se unió al baile entorno al fuego y brincó, giró y saltó junto a los demás trolls, tratando de alcanzar el cielo con la fuerza de las llamas. Sus pies descalzos hollaban la tierra y levantaban nubes de polvo en el aire, y el ritmo se fundió tanto con su cuerpo que de pronto el mundo se convirtió en un caleidoscopio de fuego y noche, incesante, interminable, cadencioso. En algún momento alguien se acercó a ella y le trazó sendas rayas en las mejillas con pigmentos, como era costumbre en las celebraciones - y el combate era una de ellas- y luego otras manos fuertes la alejaron de la hoguera y le entrelazaron plumas en el cabello, y deslizaron numerosos collares de cuentas de madera pintada por su cuello, dejando que descansaron sobre los pechos desnudos y ocultándolos casi pudorosamente. Volvió a encontrarse girando entorno a la hoguera, febril y desbocada, dejando que los collares tintinearan con cada salto, chasqueando con las cuentas de su cabello trenzado. El calor era tan intenso, el baile tan frenético, el batir de los tambores tan constante... De cuando en cuando, algún troll abandonaba el baile junto al fuego y se sentaba en las cercanías, junto a los demás, que en algún momento habían comenzado a entonar un cántico como un zumbido por debajo del cántico de los chamanes pero por encima del batir de los tambores. No podía distinguir lo que decían pero tampoco importaba: el ritmo tenía el control de aquel pequeño cuerpo curtido en cien combates. No importó cuando las filas de cantantes en los costados de la hoguera comenzaron a crecer, tampoco se dio cuenta. Solo sentía que el zumbido incrementaba la intensidad, que se volvía más absoluto, hasta llenar cada partícula de su ser, hasta convertirla en una más de las llamas que lamían el cielo.

¿Llovía? ¿O solo eran los trolls chasqueando la lengua, imitando el sonido hueco de las gotas al caer contra el suelo? ¿Y aquellos trinos, aquellos gritos de aves selváticas como las que había escuchado en Feralas? Uno a uno, los trolls cambiaron el zumbido común por particulares sonidos evocadores de modo que, al cabo de unos instantes, sin dejar de saltar entorno al fuego, se sintió transportada a las entrañas de una densa jungla. Su piel se erizó como si hubiera sentido una corriente de aire, y no le preocupó que fuera irreal. Casi podía sentir la humedad de la jungla en la piel, aunque fuera su propio sudor, y si cerraba los ojos, podía olvidarse del fuego y la noche, y sentir la caricia de las hojas en el rostro y en los brazos ¿O eran manos leves como caricias?

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