En los Confines de la Tierra XXVII

viernes, 2 de julio de 2010

La humedad del ambiente empapaba su piel y el batir de su corazón retumbaba en el pecho con la cadencia de mil tambores. Los sonidos de la jungla a su alrededor eran como una cacofonía absoluta llena de secretas llamadas y avisos feroces, aunque a su alrededor solo estuviera el desierto bañado por las llamas de la hoguera. Sus pies la despegaban del suelo con un impulso tal que casi podía acariciar la cima de las llamas, y su danza adquirió un matiz salvaje, casi primate, cayendo tras cada salto con las rodillas flexionadas y los codos rozando el suelo, solo para tomar impulso y volar de nuevo, alto, muy alto, más alto...

Su mente desapareció en el cadencioso tronar de los tambores, dejándose transportar por el cántico de los trolls a las profundidades de aquella jungla densa y misteriosa y tan repleta de vida que incluso podía distinguir el rumor de un gran río, no demasiado lejos.

Un chasquido.

Se congeló en el salto y cayó agazapada, atenta. Su cabeza se volvió hacia la espesura de la que provino el sonido con una rapidez y una precisión animales. Los tambores enmudecieron, expectantes. Nada.

Un siseo. El silencio circundante se hizo atronador.

Se volvió con agilidad para encarar el origen del sonido. Se agazapó contra el suelo, con las rodillas flexionadas y los dedos de una mano apoyados en la tierra con firmeza, listos para ofrecer el impulso necesario para retroceder de un salto. Acompasó su respiración para no pasar por alto el origen de aquel susurro tan evocador y aguardó. Ante sus ojos, la espesura inmovil se estremeció sutilmente y las pupilas grises se contrajeron violentamente, atentas.

Un susurro. Mangosta desplazó el peso de una rodilla a la otra sin apartar la vista de la espesura, aunque en el fondo de su mente supiera que eran solo los trolls que se había alejado de la hoguera. El brazo apareció entre el verdor con movimiento sinuoso, cubierto por un intrincado diseño de escamas doradas y verdes. Tras él, el cuerpo nervudo y tenso del troll-sierpe emergió lentamente, con movimientos calculados y ondulantes. El cuerpo de Mangosta se tensó ante su aparición, entrecerró los ojos y le observó con fiereza. La serpiente le devolvió la impávida mirada mientras el troll se adentraba en el círculo iluminado por la hoguera como una sombra silenciosa teñida de oro y esmeralda. Mangosta sabía que era una danza, pero su instinto le gritaba que debía ganar aquel combate...
El pequeño carnívoro retrocedió lentamente sin apartar la mirada de su presa, cuyas pupilas doradas mantenían una fijeza antinatural.

Los tambores estallaron en la noche y la danza-combate comenzó bruscamente, sin apenas tiempo para reaccionar. Ambos, mangosta y serpiente, se enzarzaron en un complejo baile de movimientos ora hipnóticos y pausados, ora frenéticos y certeros. Sus cuerpos saltaban hacia delante y hacia atrás, se encontraban en el aire, se entrelazaban durante un instante, recortadas sus siluetas contra el resplandor de la hoguera antes de alejarse bruscamente y aterrizar en el suelo arenoso, agazapados como bestias. Se persiguieron lentamente rodeando la hoguera, un pie detrás de otro en zancadas largas, los brazos abiertos, interponiendo el fuego entre ellos al compás de unos tambores que se relajaban o enfebrecían marcando el ritmo del combate. Las dos bestias se buscaron y se encontraron, y los habitantes de la jungla jalearon el combate con sus chillidos de alarma. Un trueno resonó en el aire, un cántico extraño llegó desde la espesura.

Aquel combate frenético se extendió durante lo que parecieron siglos, con los músculos pulsantes y el sudor bañando sus cuerpos. Los fluidos movimientos de la danza troll, al mismo tiempo brutalmente rítmicos, marcaban cadencias imposibles e hipnóticas. Los latidos de sus corazones, indistinguibles del batir de los tambores, martilleaban en los pechos agitados, atenazando la garganta. Cuando el fragor de los timbales ascendió, Mangosta entendió que el combate debía finalizar. También la serpiente lo percibió y ambos se prepararon para el encuentro final. Se alejaron lentamente, retrocediendo hacia extremos opuestos del círculo sin apartar la vista de su contendiente, sin aflojar la tensión en los puños cerrados. El ritmo de los tambores se hizo más lento, como si tratara de enseñar a sus corazones la cadencia de sus latidos. Con aquel ritmo, el aire se llenó de expectación, de una tensión casi palpable. Mangosta pasó rapidamente el peso de un pie a otro, sacudió la tensió de sus brazos para poder atraparla con los puños. Era el momento de la verdad.

En el instante en que saltó para iniciar su carrera, los tambores reanudaron su frenético batir, los cánticos se hicieron más agudos, casi salvajes. Sus pies hollaron el suelo mientras corría al encuentro de su oponente, que de igual modo se dirigía hacia ella. Los ojos grises se clavaron en las pupilas doradas en aquella última carrera, sientiéndo casi como si sus pies echaran raíces en cada poderosa zancada. El mundo pasó como una exhalación a su alrededor, el aire abrasador azotándole el rostro, y cuando instintivamente tomó el impulso para saltar, su cuerpo se elevó en el aire como si volara, como las llamas que la jaleaban, al encuentro de su contendiente. La serpiente ascendió como si poseyera las alas del poderoso dios Hakkar, sus largos miembros ondearon en el camino a las estrellas, pintados de dorado y verde, y cuando sus cuerpos se encontraron en el aire, por encima de las llamas, el tiempo se congeló con los tambores. Mangosta percibió la distorsión casi como si pudiera palparla, vio sus brazos volar hacia la serpiente con las manos abiertas como zarpas. Vio a la serpiente ondular para alcanzarla con un movimiento tan rápido y preciso que, de no haber sentido aquel súbito ralentizamiento del tiempo, no hubiera podido esquivarlo. Sin embargo, la distorsión estaba allí, aunque solo fuera en su mente, y pasó por encima del golpe en su vuelo, aterrizó con sendas manos en los hombros de su oponente y, empujando con fuerza, se elevó todavía más en el aire mientras el troll- sierpe se precipitaba, derrotado, al suelo.

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