Distopías

miércoles, 7 de julio de 2010

Claros de Tirisfall, año 35

Se acercaban rápido, demasiado. Llevaban corriendo tres días sin descanso y todavía no habían conseguido dejarlos atrás. Uno de los hombres se había lesionado una rodilla en la carrera, y se apoyaba para correr Gorin, el enano. El resto corría casi sin preocuparse de los demás, solo adelante, siempre adelante, incapaces ya de gritar, de llorar o maldecir.

- ¡Vamos! ¡Vamos! ¡Vamos!

Se metieron en el río sin contemplaciones, atravesando el agua impetuosa que les arrastraba. Uno de los niños mayores alzó en brazos al gnomo que se encargaba de los explosivos, que amenazaba con perderse rio abajo, arrastrado por la fuerza de la corriente que le llegaba más allá del pecho. Dos mujeres tiraban con fuerza de las mulas, que rebuznaban y clavaban los cascos en el lecho rocoso, decididas a no avanzar.

- !Vamos, bicho estúpido!- maldijo Cora, que todavía llevaba su preciado jubón de Correo Real, y le dio una patada en los cuartos traseros, azuzada por el miedo.- ¡Muévete, joder!

- ¡Dejadlas! - bramó desde la otra orilla el inmenso Oren, que había sido granjero y que ahora iba armado con un rastrillo manchado de sangre- ¡Dejadlas! ¡Corred! ¡Ya están aquí

Las dos mujeres miraron hacia atrás y los vieron. Los geists se acercaban saltando a una velocidad vertiginosa. Soltaron a las mulas con una maldición y continuaron cruzando todo lo deprisa que les permitía la corriente, con el miedo atenazándoles el pecho. Todos los demás habían alcanzado la otra orilla y solo Oren, Cazaril y el gnomo se habían detenido y les tendían la mano para ayudarlas a salir del agua. Cuando hubieron saltado a la tierra firme, el pequeño genio desenganchó tres granadas de su cinturón.

- Corred, yo me encargo - dijo a sus compañeros, sin apartar la vista de la turba hambrienta que se aproximaba al río- Si no os alcanzo en tres minutos, ha sido un honor luchar con vosotros.

Cazaril asintió con un gesto de respeto. Cora apretó la mano de su compañera y todos desaparecieron en la espesura, corriendo hasta alcanzar al resto, y tampoco entonces se detuvieron. Solo oyeron estallar una de las granadas. Algunos cerraron los ojos un instante en señal de respeto, no había tiempo ni lágrimas para más. Además, aquello les daba unos valiosos instantes de ventaja.

- ¡Corred! ¡Rápido! ¡Por aquí!

Atravesaron la maleza a toda prisa por el lugar que Cazaril le señalaba. Aunque desgarrado y sucio, su tabardo del Alba Argenta seguía imponiendo respeto en el pequeño grupo de refugiados y de algún modo, todos habían asumido su función de liderazgo.
Llevaban corriendo tanto tiempo que apenas les quedaban fuerzas y habían dejado las mulas en el río, por lo que ahora tampoco tenían comida. Eran demasiado pocos para enfrentarse a la Plaga que les perseguía y ya solo podían huir, solo huir, retrasando lo inevitable cuanto fuera posible. No eran pocos los que habían aprovechado los exiguos momentos de descanso para pedir a un compañero que les ayudara a terminar con aquello. Y ahora eran cada vez menos, y sus enemigos, más.

En la carrera, Oren cargó en sus hombros a una niña humana que amenazaba con quedarse peligrosamente atrás. Encaramada a su hombro, la niña se aferró con fuerza al poderoso cuello y miró fijamente al frente sin derramar una lágrima, con los ojos secos de tantos horrores contemplados. Corrieron, corrieron sin detenerse, sin importarles las ramas que les arañaban los brazos y piernas como garras afiladas, ni los guijarros que les lastimaban los pies. No podían pensar, solo podían correr, solo correr.

Con un grito, León se desplomó en el suelo, tirando con él a Gorin, en el que se apoyaba.

- ¡No puedo levantarme!- gritó aterrado, tratando de ponerse en pie, pero la rodilla lesionada le enviaba un relámpago de dolor cada vez que se movía. Sus ojos estaban llenos de terror - ¡Seguid sin mi! ¡Corred!

- ¡Ni hablar!- gruñó Gorin poniéndose en pie, y con una demostración de fuerza y tesón enanil, se cargó a León a los hombros y siguió avanzando, lenta, pesadamente.

Otro de los niños, un muchacho que se hacía llamar Jeorg y cuyos hombros vaticinaban una gran envergadura si le permitían alcanzar su futuro, se detuvo para ayudarle y entre ambos cargaron con el convalenciente León.

- ¡Dejadme!- gañía él, viendo como retrasaba a sus compañeros- ¡Dejadme, maldición!

Hicieron oídos sordos, no le dejarían atrás mientras pudieran cargar con él, avanzarían mientras pudieran. Sin embargo, aquel avance era insostenible, y su marcha se redujo ostensiblemente: podían oír el siniestro canturreo de los geist aproximándose rápidamente, oler aquella peste que les acompañaba, el sonido de las cadenas de las abominaciones...

- ¡Mierda!- la voz de Cazaril les llegó llena de rabia y desesperación, algunos metros por delante, en algún lugar en la espesura.

Cuando le alcanzaron, la desolación cayó sobre ellos como un pesado manto: frente a ellos se alzaba la interminable pared de una montaña. La piedra gris se extendía a izquierda y derecha hasta donde alcanzaba la vista, y no había grietas en ella donde poder esconderse. Los niños y Cora, por ser más livianos, trataron de trepar por la pared, buscando apoyos para sus pies, pero a los pocos metros caían arañando la piedra con los dedos desnudos y heridos, como bestias desesperadas.

Exhaustos y derrotados, se agruparon como buscando consuelo en la cercanía de sus compañeros. Se miraron a los ojos con miedo. Había llegado el momento. Cazaril tenía su hoja en la mano, pero su mirada estaba perdida.

- Cazaril - dijo Oren.

El cruzado miró la espada con gesto ausente y aterrado, como si hubiera asomado a un desconocido abismo interior.

- Cazaril, hay que hacerlo- insistió el joven.

Los niños se juntaron, entrelazaron las manos apretándose unos contra otros. Cora se llevó una mano a los labios y reprimió un sollozo. Los geist se acercaban.

Allí acababa todo, los largos meses de penurias en el campo de refugiados tras la caída de Ventormenta, las interminables noches de terror al precario amparo de un Alba Argenta tan insegura como el resto... Terminaba la carencia de alimentos y de agua potable, de medicinas y de esperanza, y los estallidos de violencia en el seno de las milicias que les habían llevado a convertirse en algo más cercano a bestias y menos parecido a hombres...

Cazaril miró a los niños, sabía que tenía que hacerlo pero la espada pesaba terriblemente en su mano. Quería pedirles perdón por su fracaso, por finalmente haber caído como todos los demás, por no haber sabido manejar aquella terrible crisis, aquella pesadilla. De nada había servido la cruzada, los estandartes blancos y azules yacían ahora enterrados en el fango, manchados con la sangre que habían jurado proteger. No tenía que haber sido así... No tenía...

- ¡CAZARIL!

Alzó la vista y por primera vez miró a Oren, y le pareció terriblemente joven con aquellos ojos bovinos y el gesto de total desasosiego, como si no hubieran sido aquellas mismas manos las que habían esgrimido el rastrillo para matar a decenas de aquellos seres. Era tan joven, tan jóvenes todos ellos...

- Es tan injusto...- musitó una voz agarrotada de desesperanza.

- Justicia- corearon algunas otras, no demasiado alto, con un último resquicio de rebeldía.

"No pidais justicia, Luz, justicia no" se sorprendió pensando amargamente Cazaril "Pedid piedad, piedad. Estaríamos locos si pidieramos justicia..."

Sí, debía hacerlo. Era una dura misión, pero no podía permitir que después de tanto tiempo huyendo, acabaran convertidos en aquello. Había sido su fracaso, el de toda su orden, y ahora tenía la responsabilidad de poner fin a aquella pesadilla de la forma más piadosa posible. Alzó la espada. Los niños comenzaron a gimotear. Los demás alzaron el mentón, inspirando profundamente para enfrentarse a aquella piadosa muerte con valor. Cora, que nunca había sido piadosa, comenzó a rezar. Algunos se le unieron. Cazaril murmuró la plegaria y miró al joven Jeorg a los ojos. Había miedo en ellos, pero también decisión, y cuando vio que le miraban, enderezó la espalda y alzó el mentón desafiante antes de dar un paso al frente y exponer el cuello.

De pronto el primer geist aterrizó su salto a escasos metros y les miró con satisfacción y hambre. Vieron sus ojos brillantes como cuentas, y la piel como cuero ajado y maloliente, las costuras que evitaban que se desmoronara. Cazaril y Jeorg se interpusieron entre el engendro y el grupo. El geist esbozó lo más parecido a una tétrica sonrisa antes de lanzar al aire el siniestro ulular que era su llamada. Un cacofonía terrible y tirunfal respondió al aviso.
La primera Abominación cruzó el umbral de árboles, y tras ella, toda su agónica cohorte. Se había acabado el tiempo.

La explosión sonó de pronto, un trueno terrible brotando de la tierra, haciendo temblar toda la ladera de la montaña y una columna de humo se alzó sobre el bosque.

- ¡CARGAD!- bramó entonces una voz.

El centelleo del acero surgió de pronto de todas partes, al grito de guerra de decenas de bocas, y el aire se llenó del canto de las espadas.

Cora empujó a los niños contra el muro y los protegió con su cuerpo. Cazaril, Oren y Goren, tras un instante de desconcierto y recuperando un atisbo de esperanza, enarbolaron sus armas y se lanzaron al combate. Las espadas volaban con terrible precisión, clavándose en la carne muerta, cercenando miembros infectos. La sangre oscura les salpicó el rostro, pero unieron sus gritos a los de las huestes defensoras en aquella repentina cacofonía. Los recién llegados luchaban con una precisión insolita, con una fuerza atronadora, y bajo sus hojas los esbirros de la Peste fueron cayendo uno a uno y por docenas, incapaces de hacer frente a aquella fuerza imparable.

El combate fue rápido y eficiente, y en cuestión de minutos, los cadáveres desmembrados de la plaga se amontonaron en una creciente pila, alimentada por los guerreros que recogían los restos y los arrojaban sin dudas, sin miedo, a la peculiar montaña.

Cazaril, apoyado en su espada y con la respiración agitada, observó a aquellos guerreros caídos del cielo. Había entre ellos hombres y mujeres, y vestían armaduras gastadas, cubiertas por oscuras capas de montaraz. Comprobó con sorpresa que en sus filas había varios magos, que encendieron la montaña con sendas bolas de fuego y la convirtieron en una improvisada pira. Ninguno se acercó al desvalido grupo que habían salvado de una muerte innombrable. Eran decenas, cerca de cincuenta caballeros, que se conducían con una firmeza, disciplina y precisión que no casaba con sus roñosas ropas.

De pronto, a una señal del que debía ser un oficial, todos ellos formaron marcialmente frente al pequeño grupo y desenvainaron sus espadas. Las miradas de los guerreros se clavaron en ellos con tal fuerza que si hubieran sido espadas, hubieran yacido todos muertos en el suelo. Se mantenían en posición de ataque, enarbolaron sus escudos, pero no avanzaron.

Cazaril retrocedió, sorprendido.

- ¿Qué...?- comenzó, pero entonces las tropas abrieron un pasillo y avanzó hasta ellos un hombre inmenso, de cabellos y barba pelirrojos.

Llevaba, como los demás, una capa corta cubriendo su gastada armadura, pero su arma era de buena calidad. Tenía una terrible cicatriz surcándole el rostro, y sus ojos claros estudiaron con suspicacia al pequeño grupo desde una distancia prudencial. No bajó el arma.

- Siete, Comandante.- dijo entonces en voz alta, como dirigiéndose a alguien que permanecía tras las lineas formadas.- ¿Órdenes, señor?

Cazaril trató de atisbar algo desde su posición, por encima de las cabezas de las tropas. Le pareció ver una figura montada a caballo, con el rostro sepultado en las sombras de una capucha. A todas luces, aquel debía ser el líder de aquella hueste. Lo que no esperaba es que fuera una voz de mujer la que respondió.

- Atadlos y a aislamiento con ellos.- dijo, y su voz era firme, con peculiar acento, acostumbrada a dar órdenes y revestida de acero- Volvemos a casa.

***

Un mes después:


Cuando salieron de las celdas, todos ellos fueron conducidos a un pequeña sala alimentada por un fuego. Hubo abrazos y sollozos en el reencuentro, tras un mes de aislamiento en aquellas celdas austeras en la que no les había faltado agua y alimento, pero donde no habían podido comunicarse entre ellos, ni verse. Todos estaban tan sucios y demacrados como el día que fueron apresados, y León se apoyaba pesadamente en un bastón. Su rodilla estaba brutalmente inflamada y su rostro torcido de dolor.

El hombre inmenso de barba pelirroja entró en la sala con paso marcial. Llevaba ropas limpias y una armadura impoluta. Le seguía otro hombre de aspecto enjuto, que vestía una toga discreta de escribano. Les miró uno a uno y asintió con seriedad. Cazaril atisbó en sus ojos un breve destello de satisfacción, y aquello no hizo sino acrecentar su rabia.

- ¿Han tenido ya suficiente?- espetó con dureza.

El recién llegado echó un vistazo a su raído tabardo del Alba Argenta y sonrió con sorna.

- No estáis en posición de hacer recriminaciones, sir. - dijo, y su voz era ronca pero firme.- Todo lo que hemos hecho, ha sido por vuestro bien y por el de la humanidad.

Cazaril bufó.

- ¿Traernos con sacos en las cabezas, atados como bestias, y encerrarnos como si fueramos esbirros de la plaga ha sido por el bien de la humanidad?

El hombre ignoró el veneno que destilaban sus palabras.

- El aislamiento era necesario para comprobar que no estaban infectados. - y añadió con un deje de crueldad- Creo que la compasión Argenta fue lo que perdió al viejo Vadin ¿Me equivoco?

Cazaril apretó los puños con rabia, aunque sabía que en sus palabras había una verdad muy certera.

- Conteneos, sir.- continuó el pelirrojo- No somos enemigos. Permitid que me presente. Capitán Frederich Kohl, para serviros.

Hizo una leve reverencia. El grupo murmuró, sorprendido por aquel comportamiento.

- No será necesario extender su reclusión. El señor Diggins- continuó el hombre, haciendo un gesto para señalar a su acompañante- tomará nota de sus nombres. Una vez inscritos, serán conducidos a uno de los dormitorios comunales, donde se les hará entrega de ropa limpia y jabón. Podrán lavarse y comer algo. Un médico atenderá a su amigo.

León gruñó algo en voz baja.

- Cuando estén listos y acomodados, sir...- Khol dejó la frase en el aire. Cazaril comprendió que todavía no se había presentado.

- De Gura.- completó- Cruzado Cazaril de Gura.

El pelirrojo asintió.

- Cuando estéis listo, sir de Gura, pedid que os conduzcan al edificio principal. El Comandante quiere hablar con vos.

Hizo entonces una breve reverencia y se marchó, y fue entonces cuando pudieron ver en su espalda ondeando impretérita la llama encarnada de la Cruzada Escarlata.

Como les habían dicho, fueron conducidos por el Monasterio de Tirisfall para que pudiera adecentarse y descansar. No pudieron evitar sentirse sobrecogidos por el orden y marcialidad que reinaba en aquel lugar, en cuyos pasillos resonaban los cantos y oraciones de una capilla. Aquellos con los que se cruzaban vestían libreas de la Cruzada o sencillas ropas, pero todos iban limpios y parecían bien alimentados. Los baños tenían espacios separados para hombres y mujeres, y había criados que trajeron agua caliente para que se limpiaran. Los niños fueron conducidos a las cocinas por una matrona de carnes generosas, donde tomaron leche caliente y miel.

Cuando estuvo listo, Cazaril fue guiado por un soldado de roja armadura por los interminables pasillos del monasterio, atravesando salas y claustros tan bien cuidados que resultaba dificil imaginar, allí dentro, el infierno que se había desatado en el exterior.

[...]

Cazaril de Gura, vestido ahora con unos buenos pantalones de cuero y un jubón oscuro que le quedaba un poco holgado, estudió a la mujer que se sentaba al otro lado del escritorio.

El pelo negro pulcramente cortado a la altura de la nuca enmarcaba
un rostro de facciones duras, con la nariz recta y los ojos claros de los norteños. Su gesto era adusto y, aunque no podía anticipar su edad, tuvo la impresión que quitando algunas arrugas de preocupación en las comisuras de los ojos y aquel gesto marcial, la Comandante no debía tener más de treinta años.

- Sentaos, sir.- dijo entonces con aquella voz tan característica.

Cazaril dio las gracias y se sentó donde le señalaban, mientras trataba de identificar aquel acento. La mujer le miró un instante en silencio y luego cruzó las manos curtidas, sin anillos, encima de la mesa.

- Tengo entendido que sois cruzado del Alba Argenta- afirmó ella con seguridad.

No pudo menos que asentir.

- Quisiera transmitirle nuestras más sinceras condolencias por lo sucedido a su Órden.- continuó ella con seriedad- El Alba Argenta era un fuerte aliado en esta guerra constante. No debería haber caído por aquella lamentable exaltación de la compasión.

Turbado, Cazaril arrugó el ceño ¿Pretendía insultarle?

- No me miréis así, sir de Gura.- dijo ella, sin inmutarse- Acoger a todo refugiado que cruza la frontera entraña sus riesgos, como bien pudisteis comprobar.

Consultó unos apuntes sobre su escritorio.

- Veo en las notas del señor Diggins que luchasteis en la campaña de Ventormenta ¿Es esto correcto?

- En Ventormenta, Villa del Lago, Thelsamar y Forjaz, señora.- contestó el cruzado- También auxiliamos a las tropas de lord Fordragón en el sitio de Naxxramas.

La comandante asintió, complacida.

- En ese caso podremos hacer algo con vos, si todavía os sentís con fuerza para continuar la lucha.

La reconoció entonces, en la forma casi gutural de pronunciar determinados sonidos del Reino de las Montañas. Y entonce supo quien se sentaba frente a él, al otro lado del escritorio.

- Ahora os reconzco- dijo de pronto- Lightpath. Aurora Lightpath ¿Me equivoco?

Detectó, triunfal, un leve gesto de sorpresa en el rostro de ella. Había dado en el blanco.

Había oído cosas de aquella mujer, pero entonces era solo una simple teniente de la Cruzada. Ahora entendía su gesto adusto y las arrugas de su rostro: pese a la disciplina y la aparente calma, también la Cruzada debía haber sido azotada con dureza como para que alcanzara el rango de Comandante. No es que dudara de sus capacidades, al contrario, pero la dureza de su rostro reflejaba un sinnombre de viscisitudes.

- Me sorprende que un Cruzado del Alba Argenta haya oído hablar de mí.- concedió la Comandante Lightpath, y de pronto le pareció realmente joven.

Cazaril sonrió levemente.

- Las historias de las victorias de la Rosa de Alterac llegaron muy lejos, Señora.

Los ojos claros de la norteña se clavaron en él, estudiándole con renovado interés durante un instante. Luego su rostro se volvió impenetrable de nuevo y él se estremeció por la dureza de aquellos ojos fríos.

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