VIII

viernes, 4 de abril de 2008

Shattrat, a diez día de la Luna de Viento:

Es de noche y el silencio se ha apoderado de la sala en penumbra. Aquí y allá duermen, repartidos en camas destartaladas, tantos refugiados como estrellas hay en el cielo. Incluso las sanadoras descansan, tendidas en precarias amacas o sobre cojines en el suelo.

Solo una silueta parece viva en el mar de silencio: a la luz de un candil, una elfa se inclina sobre el pergamino, junto a la ventana.


No sé cuanto tiempo hace que te marchaste, Cormorán, pero bien podrían ser mil vidas.



La pluma se desliza con suavidad sobre el pliego. La elfa mira a las estrellas y suspira.


El verano se acerca y los días son más cálidos, pero también más largos, y cada día más refugiados cruzan los muros de Shattrat, animados por el tiempo clemente, a abandonar sus tierras devastadas. Muchos de ellos caen agotados al suelo antes incluso de alcanzar la escalinata del hospital pero nadie se preocupa por ellos, nadie trata de ayudarles y acompañarles hasta aquí. Solo nosotras, pocas como somos, nos preocupamos por cargarlos hasta el hospital y procurar devolverles la salud que se dejaron en el camino.



La mirada se desliza por los bultos inmóviles de la cama. Mira las estrellas de nuevo: aún no es hora de cambiar los vendajes.

El trabajo no acaba nunca: vienen de todos los lugares con unas heridas tan atroces que incluso yo, que he sido educada en la Casa del Reposo , debo luchar por no apartar la vista o retirar la mano. Esta es, con todo, la más terrible guerra que esta humilde sacerdotisa ha tenido la desgracia de vivir. Creeme, Cormorán, si te digo que ni siquiera la caída del Monte Hyjal, donde corrí entre las flores y bailaba para complacer a mi padre, me parece tan atroz como las almas desgarradas de los que cruzan estas puertas en busca de sosiego.

En ocasiones mi firmeza flaquea y siento ganas de huir y refugiarme en algún lugar remoto, tan desolado y cubierto de nostalgia que ya ninguna guerra quiera mancillarlo. Azshara regresa a mi memoria, con sus hojas de otoño, el sonido del mar y las columnas de alabastro, como un retiro complaciente para esta eremita sin leyenda. Pero este es mi lugar, y esta es mi misión: servir. Como decía mi instructora, allá en la Casa del Reposo, la misión de una Lágrima de Elune es recorrer los caminos y socorrer a todos cuanto lo necesiten, pues flaco favor haría encerrando un Don como el que me ha sido dado tras los muros de un convento.



Siente una punzada en el pecho y contrae el rostro en un gesto de dolor. El agotamiento ha hecho presa en ella y en esa situación es cuando los pensamientos más tristes alcanzan incluso a las almas más elevadas.

No imaginas, Cormorán, el dolor de un Bálsamo cuando un alma herida no desea ser aliviada. La impotencia es el veneno más letal, arrancando la determinación del pecho a mordiscos. Debería saber qué hacer, pues al fin y al cabo la criatura que llegó a Darnassus con el vientre destrozado y el alma mutilada me era tan esquiva como un ratón. Por supuesto, el esfuerzo obtuvo su recompensa y descubrí a Liessel como la hermana de mi alma, pero tanto mayor es por eso la pena de perderla de nuevo. Porque la pierdo, Cormorán. Porque ha convertido el dolor en su arma y no permite que nadie se acerque a ella.


Una lágrima solitaria, resplandeciente como la plata más pura, se desliza por su rostro trazando un camino casi familiar.

Tengo miedo, Cormorán, de haber encontrado otro fragmento de mi alma. Tengo miedo de ver que soy incapaz de sanarlo, que ni siquiera desea ser sanado. O que ni siquiera desea mi compañía. ¿Y si, perdida ya toda esperanza, lo fuera?



El puño tiembla, la letra parece menos firme. Con el dorso de la mano, Trisaga se seca las lágrimas y traza, con delicadeza, la característica filigrana que representa su nombre.

Al final, casi en el extremo del pergamino, escribe una frase solitaria.

Si me necesitas, ya sabes donde estoy: los árboles no caminan


***

- Ya te he hablado de Cormorán, aunque puede que no le reconozcas por ese nombre. Einskaldir era un Hijo de las Estrellas, como yo. Un hombre tranquilo, un conocedor de las tradiciones más ancestrales de mi pueblo, un alma afín. Creo que, de no haber sido dedicada a Elune, hubiera podido enamorarme de él, pero un Bálsamo es ajeno a las emociones y nunca permití que fuera más que un buen amigo, un amigo cercano. Alguien en quién confiar.

El draco, bajo su forma humana, asintió lentamente e inclinó el rostro para formular la otra pregunta que rondaba su mente.

- ¿Otro fragmento?

Trisaga suspiró.

- Sé que es extraño, dado lo insólito que es ya soñar siquiera con encontrar un solo fragmento de tu misma alma, pero Imoen apareció de la nada y de pronto sentí, no, supe que había algo más que aquel breve encuentro, que aquella mirada cargada de empatía… No, Imoen era especial, y si por aquel entonces albergaba dudas, hoy puedo afirmar sin temor a equivocarme que puedo considerarme la persona más afortunada en Azeroth por haber sido bendecida con su encuentro.

Sentados a la arena, con la luna rielando hasta la orilla y el mar acunándoles como un susurro, Trisaga continuó su historia.

- La venganza casi le costó la vida, por fin, pero ni siquiera en matarse los hados le ayudaban.

Dremneth frunció el ceño.

- ¿Qué ocurrió?

Trisaga suspiró.

- Entró en Claro de la Luna sin ocultarse, aunque sabía que la buscaban. Los druidas se lanzaban sobre ella en cuanto la veían, pero aún sin quererlo, eran ellos quienes morían. Sus pasos la llevaron hasta Rémulos el Guardián, y desenvainó sus armas ante él. Le odiaba tanto como a los druidas, pues Él había presenciado el asesinato de Finarä y nada había hecho por defenderla. Moriría matándole, lo había decidido.

- ¿Matando a un dios?

- Al menos así podía estar segura de que la matarían, que podría descansar al fin.

Los hados quisieron que Lady Zorea, a quien Liessel siempre creyó otro fragmento de su alma, la encontrara agonizante junto al Lago Elune´ara. Rémulos apenas había sufrido heridas, pero las de mi Falka eran terribles. Cargándola a los hombros, Lady Zorea - que no era ni muy grande ni muy fuerte- cargó con ella hasta el lomo de su grifo y la llevó hasta Tristán, a quien Liessel había servido en el pasado.

Al principio, Lord de la Tour no entendió por qué se le llevaba a aquella mujer encapuchada y agonizante, pero cuando descubrieron su rostro, todos los sanadores a sus órdenes se volcaron en curar sus heridas, devolverle la salud... Y cuando estuvo de nuevo sana - aunque no siempre sobria- Tristán hizo una jugada muy inteligente....

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