Viuda del Honor II

viernes, 27 de marzo de 2009

El eco de los cascos del correo se perdió entre las montañas mucho antes de que el escudero llegara a toda prisa a la sala, sosteniéndo un mensaje en la mano. Intimidado por la mirada de los generales reunidos entorno a la mesa, cruzó la habitación con la mirada baja. Aquellos eran los grandes guerreros, los comandantes, los estrategas de la Liga de Arathor, los fieros luchadores que disponían las fichas en el inmenso tablero de la Cuenca en la guerra. Todos vestían sus armaduras y capas encarnadas, adornadas con las inisgnias de su rango, y sus rostros eran serios, surcados por las arrugas que los años y el dolor trazan en los rostros de los hombres.

Y allí,entre la grandeza de la Comandancia, el joven correo se detuvo ante una pequeña figura, de pie entre los militares: era joven, de aspecto frágil y no demasiado alta. Tenía el cabello largo y rojizo, de ese tono otoñal tan habitual en las tierras altas, y los ojos de un azul grisaceo perfilado de oscuras pestañas. Finísimas arrugas en las comisuras de los ojos, cargaban de resolución y de inusitada experiencia a su mirada. Vestía jubón de cuero, como si fuera un hombre, y altas botas de amazona, amarradas por encima de la rodilla. Con aquella indumentaria bien podría ser la mujer de alguno de los labriegos refugiados, pero su pero su apostura y su gesto resuelto y firme le imbuían un aura de liderazgo difícil de ingorar. Llevaba una espada colgando de la cadera y estaba inclinada sobre la mesa con gesto determinado, ante los planos. Pese a ser un junco entre robles, la mujer no parecía menos fuerte que sus compañeros. El muchacho le tendió la funda con el mensaje.

- Correo para la Dama de Stromgarde. - dijo.

La mujer le miró, tomó el mensaje con un gesto firme y suave a un tiempo y le dio las gracias. Mientras el correo abandonaba la sala, Falkä sostuvo el tubo sin abrir en la mano. Los hombres esperaron a que el muchacho hubiera cruzado el umbral y se volvieron hacia ella. Con calma, la mujer abrió el tubo y leyó el contenido en voz baja. El ceño se frunció suavemente y por fin levantó la vista de nuevo.

- ¿Y bien? - inquirió Silas, un general corpulento, entrado ya en años, con una espesa melena e igualmente poblada barba plateada. Llevaba la armadura abollada en el pecho y la capa desgarrada.- ¿Refugio?

- Ventormenta.

Un murmullo de desaprobación brotó de los labios de todos los presentes, que se pusieron a hablar entre sí en voz baja, indignados. Eran ya muchos meses perdiendo hombres en favor de las batallas de los Reinos del Sur, por petición del niño rey y sus regentes. El general Silas y Gades, un estratega llegado del frente de Grito de Guerra, mucho más joven pero igualmente experimentado, permanecieron en silencio hasta que Silas hizo por fin la pregunta:

- ¿Cuántos hombres quiere llevarse ahora?

Se hizo el silencio.

Falkä miró el mensaje de nuevo y luego, poco a poco, el desconcierto se fue dibujando en su rostro.

- Solo uno.- dijo, frunciendo el ceño levemente, sin comprender.- A mí.

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- ¿Qué vas a hacer?

Falkä se volvió para encontrar a Silas, ya lavado y con ropas de civil, apoyado en el umbral. Volvió a mirar la carta.

- Rechazarlo, por supuesto - contestó con determinación.

El general entró en la habitación. Los aposentos de Falkä en el fortín eran austeros, con apenas una mesa, una cama desartalada y un candil. Le habían ofrecido una de las habitaciones de piso superior, con cortinas y colchón de pluma, pero lo había rechazado: había insistido en estar al pie de patio, con el resto de las tropas.

- ¿Estás segura?

La mujer se volvió para mirarle: había fuego en su mirada, y una altivez inconmensurable en su gesto.

- ¿Qué clase de pregunta es esa, Silas? ¡Este es mi sitio! ¡Con mi gente! ¡Con mi tierra! ¡La sangre de Arathor está ligada a estas montañas! No les abandonaré...

Una sonrisa torcida se dibujó en los labios del viejo general.

- Deberías verte, Falkä. -dijo con satisfacción -Eres la viva imagen del orgullo de Arathor. Por eso los hombres te siguen. Si tu encabezas la tropa, irían hasta el Vacío Abisal por tí.

- Por eso mi sitio está aquí - concluyó la joven con resolución.- No me necesitan en Ventormenta. Ellos tienen a sus paladines y sacerdotes defensores de la Luz, y a su niño rey...

Silas se sentó con un gruñido en la silla junto a la mesa.

- Los paladines de la Luz tienen tanta Luz en la sesera que les ciega y no ven más allá de sus propias narices. Se les ha olvidado lo que es la guerra. Alguien tiene que recordárselo. Tú podrías hacerlo.

Falkä le miró a los ojos con un profundo sentimiento de traición reflejado en ellos. Aquellas palabras le dolían. Se irguió firme.

- ¿Es una orden, señor?

El viejo general suspiró y por un momento, a los ojos de Falkä, pareció mucho más viejo. Le recordó a Bolvangar.

- Ah, niña, si, podría decirse que lo es.

Lágrimas de orgullo herido se agolparon en los ojos de la mujer, pero no cayeron. Al contrario, Falkä se irguió más firme todavía y borró toda expresión de su rostro.

- ¿Puedo preguntar en qué se basa para asignarme esta misión, señor?

- Siéntate.

Sin una palabra, Falkä obedeció, tomándo asiento al otro lado de la mesa.

- Eres dura, niña, muy dura.- dijo el viejo general- Ya no queda en tí nada de la muchacha que dirigió el asalto a Strom con más fortuna que cabeza.

Falkä suspiró.

- No tenía experiencia, señor, pero ahora he cambiado. He aprendido, lo has visto. - Silas le concedió la razón, asintiéndo levemente con la cabeza- Soy útil aquí.

- Eres de ayuda aquí, Falkä, pero no estás hecha para la batalla.- la mujer fue a protestar pero el viejo general le atajó con un gesto- Te estás endureciendo, pero no era este tu destino.

- ¡Bolvangar me enseñó!- exclamó la joven indignada, encendida- ¡Puedo luchar, puedo...!

- ¡Maldición, mujer!- rugió Silas- ¡No me interrumpas, demonio!

Falkä se mordió la lengua, pero había fiereza en su mirada.

- ¡Luz bendita, no sé en qué estaba pensando Bolvangar cuando te enseñó a manejar una espada! - el general se atusó el bigote- No eres una guerrera, Falkä, por todos los demonios ¡Eres la condesa de Alton!

- Alton ya no existe.- aputó la joven con frialdad- Soy Falkä de Stromgarde.

- Tu lealtad te honra, niña, pero no permitiré que te marchites aquí.

- ¿Es una orden, señor?

Silas se puso en pie y la miró gravemente.

- Lo es. Partirás dentro de tres semanas.

Dicho esto, abandonó la habitación. El eco de sus pisadas aún retumbaba en el pasillo cuando el puño de Falkä descargó toda su furia contra la mesa.

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Los caballos piafaban impacientes en el pesebre, cargados ya con los pertrechos del viaje, mientras los mozos se apresuraban a cerrar todas las alforjas y ceñir bien la cinchas a los vientes de los animales. Estaba nublado y el día era frío incluso para lo habitual en las Tierras Altas, y algunos charcos entre las ruinas reflejaban el vuelo solitario de los halcones.

Gades salió del cuartel y miró a su alrededor, pero no pareció encontrar lo que buscaba. Preguntó al encargado de las caballerizas y este señaló al otro lado de las murallas, a lo que el estratega asintió con un leve cabeceo antes de encaminarse al exterior de recinto amurallado.

La encontró en lo alto de los acantilados, con la larga melena roja agitándose tras ella como una bandera. Si le oyó venir, no dio muestras de ello: su mirada grave se perdía en el horizonte mientras sus oídos trataban de retener el estruendo de las olas contra las rocas.

- Es la hora, Falkä, los caballos están listos.- dijo, y la mujer asintió.

Cuando se volvió hacia él, Gades observó como los ojos de la Dama de Stromgarde habían adoptado el tono grisáceo del cielo. No había pena en sus ojos, tampoco inquietud. Había resignación y una fuerte determinación.

- Sea.- dijo Falkä, y ambos regresaron al fortín.

[...]

Silas palmeó el lomo de la yegua.

- Está todo claro, Falkä: descansaréis en las postas del camino, lleváis dinero de sobra para siete noches en caso de que os retrasarais. A tu llegada a Ventormenta, te estarán esperando. Podrás lavarte y descansar en la posada antes de tu presentación.

Desde lo alto de la montura, Falkä ajustó sus brazales y la capucha.

- ¿Ante quien debo presentarme?

- Joseph Argéntum, magistrado del Alba de Plata - dijo Gades saliendo del fortín con un pergamino enrollado y sellado en la mano. Se lo tendió a Falkä.- Vas a ocupar su puesto.

La mujer guardó el documento en sus alforjas. Luego suspiro quedamente antes de erguirse firme en la silla.

- ¡Atención! ¡Compañía!- bramó Silas- los soldados formaron a la derecha de su montura, con los oficiales en primera fila.- ¡Saaaaaaaaaluden! ¡Arr!

Sin un instante de duda, cincuenta hombres clavaron sus talones en la dura piedra y saludaron marcialmente. Desde el caballo, Falkä correspondió el saludo. Luego no miró atrás: espoleó a su montura y la comitiva atravesó el foso, perdiéndose en las montañas.

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