Viuda del Honor

viernes, 27 de marzo de 2009

O for a voice like thunder and a tongue to drown the throat of war!
When the senses are shaken, and the soul is driven to madness,
Who can stand?
When the souls of the oppressed fight in the troubled air that rages,
Who can stand?
When Sin claps his broad wings over the battle,
And sails rejoicing in the flood of Death;
When souls are torn to everlasting fire,
And fiends of hell rejoice upon the slain,
O who can stand?


William Blake

Viuda del honor

Todas las guerras son la misma. Eso lo aprendí de mi esposo, la Luz lo tenga en su Gloria.

¿Mi historia? Mi historia no es más que una de las miles de historias que podrían contar estas montañas, del mismo modo que yo no soy más que una de las miles de viudas que ha dejado esta maldita guerra.

De mi juventud, nada reseñable puedo decir. Pertenecía a una familia de la nobleza menor de Arathi y, siguiendo la tradición, fui desposada cuando apenas había pasado de niña a mujer. Mi padre eligió para mí a Sir Bolvangar Alton, un caballero viudo retirado, veterano de la Segunda Guerra, que me doblaba la edad tres veces y que poseía títulos, tierras y rentas en Stromgarde. Y así me convertí en Lady Falka, última condesa de Alton.

No amaba a mi marido, pero era un buen hombre, gentil y honorable, y con los años aprendí a sentir por él sincero cariño. Él tampoco esperaba más: a su edad no necesitaba una esposa que llenara su casa de vástagos, sino una compañera que aliviara la carga en los últimos años de su vida. En mis manos dejó la administración de sus tierras, de su casa y de sus rentas, y por las noches, frente a la chimenea, cantaba para él viejas baladas de las montañas.

No le dí hijos: yo no los deseaba y él no los necesitaba, teniendo herederos de su primera esposa, ya casados y alistados en el Ejército, desentendidos de las exigencias familiares.

"He aquí el cayado de mi vejez" solía decir, tomándome de la mano.

Durante los años que pasé con él en Thunder Heights, se empeñó en hacer de mí una mujer a tomar en cuenta, capaz de defender su propio honor con la espada. Sobra decir que entre la nobleza de Arathi, ese privilegio estaba reservado a los hombres. Me enseñó el sutil arte de la espada, a cabalgar a horcajadas y a entender los movimientos y
formaciones de los Ejércitos de la Cuenca de Arathi.

Aunque por entonces fuera considerado únicamente una excentricidad inofensiva del viejo conde, Bolvangar, que en paz descanse, me estaba salvando la vida.


La Tercera Guerra estalló con la misma fueza con que se estrellan las olas contra los altos acantilados.
Los ataques llegaron de tantos frentes que no sabíamos de donde nos venían los golpes. Por una parte los ogros, malditos sean tres veces. Por otro, la Hermandad, que el Abismo se los lleve. Lord Thoras fue asesinado, y ese fue el principio del fin.

Bolvangar murió entonces, pero murió como había deseado: empuñando su maza, con la armadura bruñida, defendiendo la tierra que amaba.

Me negué a ser la inconsolable viuda que languidece sobre la tumba de su esposo. Decidí ser la mujer que Bolvangar había hecho de mí. Cogí la espada y luché.

Luchamos, luchamos como si no hubiera un mañana. Luchamos por defender la tierra de nuestros ancestros, la tierra que sus hombres tanto amaban. Defendimos todas y cada una de las siete murallas, que buena justicia hicieron a sus nombres.

Primero cayó Eldibar, júbilo en la Vieja Lengua, por la exultante alegría de saber que podríamos resistir a nuestros enemigos. Luego cayó Musif, desesperanza, al ver que nuestros esfuerzos no habían sido suficientes. La tercera, Kania, nos devolvió la esperanza pero la cuarta, Sumitos nos sumió en la desesperación. Para cuando cayó Valteri, serenidad, todos estabamos en paz con nosotros mismos y nuestros demonios, y listos para defender la última muralla, Geddon, muerte, y sucumbir sabiendo que habíamos luchado hasta el final.

La ciudad cayó, pero la sangre de Arathor prevalece. Los reinos del sur nos han olvidado, pero seguimos luchando.

Cada día abro los ojos y miro el cielo pensando que tal vez sea la última vez. Cada día planifico junto a los generales cual será la mejor manera de morir. Cada día me deslizo entre los muros que tan bien conocía para golpear los puntos débiles de nuestros enemigos. Y cada noche cabalgo por las montañas para llevar mensajes al Refugio de la Zaga. Nunca me amedrenté, nunca le di la espalda a mi enemigo. Uní mi destino al de mi tierra.

Me llaman Falka de Stromgarde.

La ciudad cayó, pero la guerra continúa.

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