Santidad

lunes, 10 de enero de 2011

Las gaviotas habían empezado a aparecer antes incluso de que se distinguiera la isla en el horizonte y ahora sobrevolaban los navíos llenando el aire con sus reclamos con una algarabía que parecía querer dar la bienvenida a los recién llegados. En todos los barcos los marinos corrían aquí y allá soltando velas y preparándose para el momento en que les dieran permiso para entrar en el puerto.

De pie en la proa Celebrinnir contempló embelesada la isla de Quel´danas, que resplandecía como una joya de rubis y oro en el abrazo índigo entre cielo y el mar. Tan regio como lo recordaba de las láminas que adornaban los libros de la biblioteca de su casa, el Palacio Real parecía vigilar desde las alturas de su privilegiado enclave toda la riqueza y erudición que se derramaba ladera abajo y cubría las verdes praderas de la isla. Podía ver a los soldados y erúditos en los caminos que ascendían por la colina, pero eran tan pequeños y lejanos que de no ser por los vistosos colores de sus ropas y armaduras, apenas hubiera podido disntiguirlos. Las edificaciones levantaban sus cúpulas unas por encima de otras, diseminadas por los numerosos jardines como si desde la ladera se hubieran arrojado las semillas de las torres y los templos y estos hubieran brotado de la tierra bajo el benévolo abrazo de Belore, pugnando por alcanzar las alturas color zafiro. Y por encima de todas, como asomando entre el bosque de resplandeciente marfil, la más rica e inmensa de las cúpulas alzándose como la gran madre de aquel extraño bosque: La Fuente del Sol, sin duda una de las mayores creaciones arquitectónicas en el mundo, el más grandioso de todos los templos de la nación quel´dorei, el Sagrado Lecho de Belore.

- Espera a verlo más de cerca- dijo a su espalda la voz de su tío.

Se volvió para sonreírle y le encontró en pie tras ella, con la vista fija en la maravillosa visión que se presentaba ante ellos y con el rostro resplandeciente, como si regresar al amparo de la Fuente le otorgara una energía insospechada. Autindana Fulgorceleste apoyó su mano en el hombro de su pupila, reconfortante. Sonrió, todavía podía recordar la primera vez que había hecho aquel mismo viaje, y como había esperado ansioso en la proa, absorbiendo con los ojos los resplandecientes colores de Quel´danas y aquel aura de santidad que la envolvía. Hacía tanto tiempo ya y las sensaciones se diluían tanto, que casi agradecía la genuina exaltación de su sobrina, que le transmitía tantísimo y le recordaba la ilusión empañada.

Un grito del capitán a su espalda pareció despertar un nuevo ajetreo entre la tripulación. Ambos, erudito y novicia, se volvieron al únisono para contemplar el alboroto: definitivamente preparaban el barco para entrar en puerto. Oyeron el susurro de las velas al cazarse para ceñirse al viento y casi de inmediato, con un breve tirón, el barco se puso en marcha pesadamente, atravesando las aguas que les separaban de la santa isla.

- Baja a tu camarote y prepara tus cosas, Niré - dijo Autindana a su sobrina.- Antes del mediodía, estaremos en el muelle.

Celebrinnir asintió con alegría, dirigió una última mirada a la isla que se acercaba lentamente y corrió hacia la popa con una amplia sonrisa en los labios.

***

El puerto era una algarabía de marinos, soldados y viajantes varios que acudían a la Isla para distintos asuntos. El aire estaba lleno del olor de las especias y las reses de los mercantes, del tañido de las campanas y el crujir de la madera de los navíos; de las voces de los marineros, de los pescadores exponiendo sus mercancías recién traídas de alta mar, del repicar de las armas y armaduras de los soldados Hojalba. Allí, todo elfo se desenvolvía con soltura, como si todos estuvieran más que acostumbrados los tejemanejes y procedimientos del puerto.

Inmóvil junto a su equipaje, Celebrinnir les envidió y se preguntó si algún día también ella tendría aquella soltura en las calles de la Sagrada Isla de Quel´Danas, si conocería tan bien sus rincones y a sus gentes, si trataría con familiaridad a sus habitantes y si sería respetada algún día, como se esperaba de ella. A su alrededor los marinos del barco que les había traído hasta allí se afanaban en descargar los efectos personales de sus pasajeros, amontonándolos con más o menos cuidado en el muelle a la espera de los carruajes que debían llevarlos a destino.
Su tío apareció a su lado de pronto, sin que le hubiera visto acercarse, acompañado de un elegante carruaje tirado por zancudos de vistoso plumaje.

- ¿Estás lista?- inquirió, vigilando la carga equipaje con la mirada.

Celebrinnir asintió con la cabeza.

- ¿Está muy lejos tu casa, tío?- inquirió sin poder ocultar su curiosidad - ¿Está cerca de la Fuente? ¿Cerca del Palacio?

Autindana Fulgorceleste miró a su sobrina y entrecerró los ojos, divertido. Tenía los carrillos sonrojados, casi como si hubiera un niño oculto en aquel cuerpo anciano.

- Tú espera y verás, Niré.

El viaje en el carruaje era lento, pero aquello dio a Celebrinnir oportunidad de observar con sus ojos ávidos la riqueza de los edificios y los jardines, de la vida dedicada a Belore más allá de las fronteras del puerto y su casi profana algarabía. Mientras se deslizaban por las amplias avenidas ajardinadas, la joven novicia pudo apreciar como el ajetreo que allí había no tenía nada que ver como el que había podido ver en la zona del puerto. Había gente en las calles: sacerdotes y magisteres que caminaban con prisa, con sus togas ondeando tras ellos como estelas, aferrando carpetas repletas de documentos o sujetando sus tocados para que el viento no se los llevara volando. Pasaban otros carruajes, con sus pasajeros ocultos tras densos cortinajes, y grupos de soldados, aparentement en instrucción, podían verse en algunos jardines practicando con sus espadas o disparando a dianas que quedaban fuera de la vista desde el carruaje. Guardas arcanos, con sus inmensas moles en movimiento gracias a la magia, deambulaban por algunas zonas vigilando que nada quebrara la paz de aquel santo lugar. La vida de aquella zona de la isla no era ni remotamente menos animada que la del puerto, sin embargo a este lado de los jardines todo parecía embargado por aquel aura de santidad común a los templos, más ordenado, más respetuoso.

- ¿Qué hacen allí? - inquirió de pronto Celebrinnir, señalando desde el carruaje a un grupo de elfos vestidos con extraños uniformes reunidos junto a un edificio. Había hombres y mujeres, y escuchaban atentamente a otro de ellos vestido del mismo modo pero en otros colores.

Autindana Fulgorceleste se inclinó un instante para ver a qué se refería la muchacha y sonrió.

- Quel´danas es una ciudad sagrada, Niré.-dijo, recostándose de nuevo en su asiento- pero incluso aquí es necesaria la mano de obra que se encargue de que todo funcione correctamente para que nosotros podamos dedicarnos a la erudición y a la veneración de Belore.

Celebrinnir tuvo que asomarse más para poder seguir observando al grupo a medida que el carruaje se alejaba, pero pronto los altos árboles de la avenida que recorrían acabaron ocultando al grupo y todos los edificios que dejaban atrás. Se enderezó en su asiento y miró al cielo: era de un azul cobalto tan intenso que casi cegaba, mientras la sombra de las ramas pobladas de hojas filtraban el beso de Belore convirtiéndolo en delgados cuchillos de luz. Complacida, Niré cerró los ojos y alzó el rostro hacia aquella caricia cálida e infinita que alternaba luz y sombra en sus párpados, en los labios entreabiertos, en los cabellos de cobre.

Sí, casi podía sentirlo en cada beso del sol en su piel, colmándola segundo a segundo. Ya estaba un poco más cerca de la santidad.

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