Octubre, Vega del Amparo (II)

domingo, 16 de octubre de 2011

Había cabalgado toda la noche sin descanso, pasando como una exhalación entre los pinos envueltos en brumas, sobre un lecho de hojas secas que silenciaba el sonido de los casco y juntos, jinete y montura, habían atravesado el bosque bajo la luz de una luna tímida y fugaz que rielaba en las aguas del río Thorondil. Habían cruzado el río, blanco sobre blanco, como un borrón claro en la noche oscura, un espectro de luz de luna recortado contra la noche.

Cuando por fin reconoció la bifurcación que llevaba a la Mano de Tyr, Aurora puso al paso a su montura resollante y al cabo bajó del caballo para llevarlo por las riendas. Tenía las piernas acalambradas por la larga cabalgada en la noche fría, y tanto ella como el destrero necesitaban descansar.  El cielo de la noche empezaba a clarear por el este y las hojas que cubrían el suelo otoñal estaban cubiertas de gotas de rocío e incluso un poco de escarcha como una pincelada de cristal en los troncos de los pinos y en las rocas cubiertas de musgo. Las brumas de la noche todavía no se habían desvanecido y su halo resplandeciente daba al bosque dormido un aspecto casi fantasmal. Aurora se caló la capucha  y se internó en la espesura en silencio, con una mano en las riendas del caballo y la otra sujetando la bolsa de la armadura para que no tintineara a cada paso.

Siempre, desde que llegara por primera vez a la Mano de Tyr hacía tantos años, se había sentido hechizada por aquel bosque invernal, aunque la Plaga hubiera arrasado ya casi toda su extensión y solo quedara apenas una sombra del bosque primario que había cubierto tres cuartas partes del Reino de Lordaeron. Avanzó con sigilo entre los árboles, con el cuerpo en tensión dada la proximidad de la ciudad fortificada, con las mejillas arreboladas bajo la capucha y la piel fría en el amanecer. Atisbó entre las copas de los árboles un retazo de la gran muralla del bastión de la Cruzada con las primeras luces del alba y se detuvo para atar las riendas del caballo a una gruesa rama para que no delatara su presencia.

Envuelta en la gruesa capa blanca, Aurora se deslizó sigilosamente entre los árboles, aprovechando cada roca y cada tronco caído para encubrir su avance hasta las grandes puertas. No podía dejarse ver: aunque la Llama Roja ardiera impertérrita en su corazón,  era una desertora.

  Nunca había menguado su fe en los valores de la Cruzada Escarlata, en la nobleza de su misión, en el sacrificio que implicaba, en la lealtad de aquellos que como ella, habían abrazado el estandarte carmesí como causa y como bastión de esperanza en la lucha contra la Plaga. Los miembros de la Cruzada eran hombres y mujeres honorables, guerreros y paladines de la Luz que habían entregado su vida a la lucha contra un mal terrible que amenazaba con engullir el mundo, renunciando a cualquier otra esperanza que hubieran podido conservar fuera del aislamiento para salvaguardar las tierras de los humanos. Habían perseverado durante años, aislados en las llamadas Tierras de la Peste, inconquistables, imbatibles. La Llama Roja del espíritu humano había ardido siempre como un faro de esperanza en el norte olvidado, cedido a los muertos.

Habían sido engañados, sí. Rodeados de oscuridad,  habían sido cegados por el resplandor de la Llama pero ¿Cómo hubieran podido saber que el almirante Viento Oeste no era quien decía ser, si la mayoría de ellos jamás habían visto ni el reborde de su capa? ¿Cómo dudar de la devoción de Abbendis al ver la virtud resplandecer tan clara en su mirada? Y pese a todo ¿Habían cejado alguna vez en su misión, en su incansable lucha contra la Plaga? ¿Habían dirigido alguna vez sus ataques o extendido sus ataques a tierras no contaminadas?

“Los escarlatos son unos locos fanáticos”, decía la gente, escupiendo de lado a la mención de la orden. “Atacan a todo aquel que se adentra en sus dominios”

La gente nunca lo había entendido, los llamados héroes no habían comprendido jamás la pureza sacra del Monasterio y de la Gran Basílica que debía preservarse de la corrupción de la Plaga. Incesantemente, los llamados salvadores de Azeroth habían ignorado los enlaces en la Capilla de la Esperanza de la Luz, se habían lanzado al interior del Monasterio con sus armas desenvainadas y el ansia asesina en la mirada. Nunca se habían planteado la conmoción de semejantes ataques, provenientes siempre de un exterior impuro y contaminado, en aquellos bastiones cuya pureza se defendía con sangre y cientos de vidas y se indignaban y ofendían por ser recibidos como los atacantes que eran. Y así se habían perdido decenas de buenos combatientes, de luchadores excepcionales, de santos sacerdotes dedicados a la Veneración de la Luz. Y la observación de la regla de las Tres Virtudes.  Locos, ciegos perros fanáticos. Así les llamaban los habitantes de las tierras bajas, de las tierras libres, de las tierras puras. No podían siquiera atisbar la fortaleza, la disciplina y la rectitud necesarias para soportar, día tras día, el embate de la Plaga en una tierra conquistada por las hordas del Rey Exánime y rodeada de oscuridad.

Un rayo de sol furtivo se filtró entre las copas de los árboles y la sobresaltó, sacándola de su ensimismamiento. Maldijo por lo bajo: el sol empezaba a asomar entre las montañas y no había escuchado la campana. Sabía que llegaba muy tarde para la misa de maitines, pero tenía que haber escuchado la llamada a  laudes, o incluso la de prima si el sol llevaba tiempo fuera. La campana de la abadía y el carillón de la Basílica habían llamado siempre con una precisión milimétrica. Nunca, en los años que había vivido y prosperado allí, había faltado el reconfortante repicar de las campanas al amanecer. Un puño frío empezó a atenazar su estómago.

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