I

domingo, 20 de marzo de 2005

Puerto de Kul Tiras, hace diez años:

El cielo era como un lienzo azul cobalto, sembrado aquí y allá de nubes blancas como la espuma y adornado con el vuelo de las gaviotas cuando la campana del puerto sonó y los trabajadores del embarcadero corrieron a amarrar el barco al muelle. Los viajeros descendieron de la embarcación y se alejaron caminando por el embarcadero, entre cuchicheos y suspiros.

Cuando ya no eran más que una miríada de figurillas diminutas recortadas contra la alta torre del fortín, un último viajero, grande como un coloso, bajó del barco y depositó su pesado petate en el suelo de madera con un sonido sordo. Las botas eran de buena calidad, pero estaban sucias y habían conocido tiempos mejores, y los pantalones de cuero oscuro estaban gastados y remendados tantas veces que costaba distinguir los pedazos de la prenda original. La camisa blanca ceñía el poderoso pecho, dejando al descubierto unos brazos como toneles y un cuello de toro, rematado por la cabeza cubierta por una espesa mata de cabello negro, con su negra barba a juego. Unos brillantes ojos azules se entrecerraban, cegados, tras las pobladas cejas negras.

Un solo vistazo bastaba para reconocer el polvo del camino, las encallecidas manos y el aroma a peligro que parecía brotar de cada poro de la piel del extraño:

Un aventurero.

El forastero miró hacia el fortín y sacó de su morral una carta con el sello de la ciudadela.

- Bueno, - tenía la voz grave y rota- ya estamos aquí.

Se encaminó hacia el fortín de la ciudadela con el petate al hombro, dejando que sus botas chirriaran contra el suelo de madera. Atravesando el barullo del puerto y esquivando a los vendedores ambulantes de pescado, alcanzó al fin las empedradas calles del asentamiento y, a la sombra de los edificios, pudo llegar hasta el marcial edificio de piedra gris que hacía las veces de fortín. Junto a su puerta, los soldados del regimiento practicaban con muñecos de madera mientras, un poco más allá, los arqueros disparaban contra enormes dianas pintadas en balas de paja.

Sendos guardias custodiaban la puerta y no le prestaron demasiada atención al pasar: corrían tiempos difíciles y se requerían cada vez más los servicios de los mercenarios en la guerra. Dentro del fuerte siguió las indicaciones de su memoria para llegar a las oficinas, donde reinaba un silencio casi sepulcral, roto únicamente por el sonido de la pluma deslizándose rauda sobre el papel.

Entró en la sala sin disimular el sonido de sus pesadas botas en el suelo de madera y dejó de nuevo el petate en tierra. Una mujer levantó la vista de su trabajo, en una de las mesas más adelantadas, y arqueó las cejas en señal de reconocimiento antes de ponerse en pie y hacerle un gesto para que se acercara. Era menuda y bonita, con el cabello castaño recogido en la nuca.

- El señor Brontos Algernon, supongo - dijo la mujer. Tenía la voz aguda y el tono de quien está acostumbrado a no admitir réplica.

- Sí, señoría.

- Soy Madeleine Olsom y me he hecho cargo de su caso desde que recibimos la primera notificación.- rebuscó una carpeta en su escritorio y extrajo al fin una serie de papeles que ojeó rápidamente - Aquí tiene toda la documentación necesaria. Necesito que la estudie antes de firmar el contrato.

Brontos contempló la carpeta. Era oscura y tenía escrita en la portada una sola palabra:

Timewalker.

Como un mazazo, la realidad volvió de nuevo a su cabeza. Leo y Fayna habían muerto. Leo y Fayna... ¿Cuantos años hacía que sus caminos se habían separado? ¿Y por qué cojones seguía sintiéndo como si no se hubieran separado jamás?

La mujer seguía hablando.

- Puede usted alojarse en la taberna que hay al bajar esta calle, tienen habitaciones de sobra y el precio es razonable. Cuando haya leído todo, vuelva aquí, firmará el contrato y ya estará todo listo.

Sonrió al hombre que tenía frente a ella y que mantenía el ceño fruncido. Al ver que el hombre no se movía, añadió:

- Puede retirarse.

Brontos pareció reparar de nuevo en ella y asintió. Se colgó de nuevo el petate al hombro y se dirigió a la salida.

- ¡Señor Algernon! - la voz le detuvo cuando estaba a punto de cruzar el umbral. Se volvió y vio a Madeleine Olsom caminando hacia él con un paquete en la mano.- Se me olvidaba. Esto al parecer también era para usted.

Depositó en su mano lo que parecía un fajo de correspondencia vieja sujeta con un cordel y volvió a su sitio. Brontos, cada vez más intrigado, guardó el paquete en su morral y bajó las escaleras hasta el exterior.

[...]

La taberna estaba atestada, de modo que se hizo con una mesa tan rápido como pudo y pidió una buena jarra de cerveza bien fría. Sacó del morral el paquete de correspondencia y desató el cordel. Las cartas estaban fechadas con varios años de antigüedad, la más antigüa de ocho años atrás. La más reciente apenas tenía unos meses. Todas iban dirigidas a él y todas, sin excepción, las remitia Fayna. Si no se equivocaba, ahí estaban todos los años que se había perdido, todas las cartas que no había recibido desde que eligió su propio camino.

- Joder.

Las leyó una a una, todas y cada una de las cartas escritas con la elegante caligrafía de Fayna, cada párrafo hablándole del camino que ella y Leo habían elegido, de su trabajo en las praderas de Kalimdor, de su cercanía al campamento Taurajo y de cómo los tauren habían aceptado cada vez más la presencia del pequeño y pacífico grupo humano. Las cartas hablaban de cómo su embarazo había provocado un mayor acercamiento a la tribu taurajo y en las siguientes cartas, de como la criatura que había dado a luz llenaba sus días de alegría. Fayna intercalaba las noticias de su nueva vida con Leo en Kalimdor con los recuerdos del tiempo que habían pasado todos juntos en Azeroth.

¿Cómo olvidarlo? Brontos recordaba haber estado siempre con el pícaro de Leo, no sabía desde qué momento, pero siempre había estado allí. Habían sido uña y carne y habían recorrido juntos todos los caminos que se ponían a sus pies y combatido en todas las batallas con las que se cruzaban. Leo, el bueno de Leo, con sus modales felinos, con su afilada lengua y avispada inteligencia y él, el gran Brontos, pronto a la risa y a la ira, de fuerza colosal y con una afición irrefrenable por la cerveza y las mujeres. Ambos habían sido como dos descastados sin un hogar por el sencillo hecho de que no lo deseaban, habían hecho de los caminos su lecho y de los cielos su tejado.

Dos flechas perdidas tras la batalla que no necesitaban nada de nadie para seguir adelante... Como hermanos... como hermanos hasta el punto de haberse enamorado de dos hermanas... Fayna y Diana, Diana y Fayna... Los dos solitarios se habían convertido en cuatro, y habían viajado por el mundo ofreciendo sus servicios como combatientes, o las dotes de sanación de Fayna, o, cuando nada de esto servía, los trucos de magia de Diana... Pero el tiempo había pasado y Diana fue la primera en separarse del grupo: quería estudiar magia y para eso deseaba establecerse. Brontos, incapaz de encadenarse a un sitio, la dejó marchar. Y solo quedaron los tres. Sonrió al recordar a la apacible Fayna, criada en un convento, en sus calmadas maneras, en su manera de aplacar la ira del propio Brontos solo con palabras suaves, en su mirada atenta y en el modo que la hacía reir Leo. Y como podía ser la más gamberra de los tres, detrás de su apacible apostura...

- Joder....

Se habían separado porque sus caminos discurrían por distintos derroteros, pero habían jurado no perder jamás el contacto. Sin embargo, Brontos jamás había recibido una sola carta y se había obligado a olvidar a la pareja. Y ahora regresaban a él, entrelazados en las palabras de ocho años de una correspondencia que jamás llegó.

Y estaban muertos, muertos, muertos.

- Joder. - Apoyó la cabeza pesadamente entre las manos y negó con la cabeza- Joder, joder, joder, joder, joder, joder...

Poco a poco se fue hundiendo en la mesa, ocultando la cabeza entre los brazos, mientras las lágrimas le empapaban la barba oscura.

[...]

La casa era una pequeña vivienda de dos plantas junto a la herrería, con un par de gallinas picoteando el suelo de la entrada. Madeleine Olsom estaba junto a él y hablaba con una mujer entrada en años que se secaba las manos en un delantal.

- Enseguida.- dijo la mujer, y luego se volvió hacia el interior de la casa y llamó.- ¡Helen!

Segundos después en la puerta apareció una muchachita de no más de quince años, con el mismo cabello rubio que su madre, sosteniendo un rodillo.

- ¿Dónde está la niña? - preguntó su madre.- Han venido a buscarla

La muchacha miró a Brontos con suspicacia, pero reparó en el brillo de sus ojos y en como algo en el colosal forastero le inspiraba confianza. Miró nerviosa hacia el interior de la casa y al final respondió.

- Está dentro, debajo de la escalera.- dijo rápidamente- No quiere salir, así que tendrán que ir a buscarla.

Madeleine Olsom hizo gesto de cruzar el umbral, pero la inmensa mano de Brontos se posó en su hombro.

- Deje que vaya yo.- dijo el aventurero, y la mujer asintió.

Inclinándose para no golpearse con el dintel de la puerta, el hombretón entró en la casa. No le costó localizar la escalera y se acercó a ella con paso cauteloso, como quien se acerca a una bestiezuela asustada. Al atisbar un leve movimiento tras los escalones, se agachó en cuclillas.

Unos inmensos ojos grises le miraban desde la penumbra: eran enormes, redondos como dos lunas y cercados de oscuras pestañas. Conocía aquellos ojos: eran los ojos de Fayna y, hipnotizado por aquella mirada que regresaba del pasado para traspasarle el corazón, Brontos se quedó clavado al suelo.

Tal vez debido a su inmovilidad o tal vez como si reconociera el lazo que de alguna manera la unía a aquel individuo, la criatura salió de la penumbra de la escalera. Era menuda, muy pequeña y delgada, frágil, no podía tener más de cinco años. La naricilla era respingona y estaba plagada de pecas, y la diminuta boca de piñon hacían que pareciera acabar de recibir el susto más grande de su vida. Tenía el pelo rizado, como el de Leo y lo llevaba corto, de modo que se desplegaba entorno a su cabecita como los cientos de brazos de un Diente de León. El efecto de aquella salvaje cabellera y los inmensos ojos grises coronando aquel diminuto cuerpo era de que de un momento a otro, acabaría desequilibrándose y cayendo.

Brontos miró a la criatura que tenía ante sí, aquel fantasma hecho de retales de sus recuerdos, y dos lágrimas brotaron de los ojos claros para perderse en su barba.

- Hola, Comadreja.- dijo, y tenía la voz rota.

La criatura se adelantó entonces y, con suma suavidad, acarició la barba allí donde había desaparecido la lágrima.

El cielo era como un lienzo azul cobalto, sembrado aquí y allá de nubes blancas como la espuma y adornado con el vuelo de las gaviotas cuando Brontos encontró a Irinna.

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