II

lunes, 21 de marzo de 2005

Ciudad de Lordaeron:

Con ocasión del décimotercer cumpleaños del príncipe Arthas, el rey Therenas había convocado siete días de fiesta en la ciudad, y aprovechando tan insigne acontecimiento, no había mercader, juglar o artesano que no tuviera grandes expectativas de lucro en aquellos días. Desde el primer día no cesaba de llegar gente: la multitud se congregaba en las puertas de la ciudad, proveniente de todos los rincones de los Siete Reinos.

Allí estaban las vistosas caravanas de los juglares, los estandartes ondeantes de los caballeros, carrozas esmaltadas de las familias más nobles y simples carromatos de los más humildes comerciantes. Todos esperaban en la puerta con gran algarabía para, una vez traspasado el patio interior, derramarse por las calles de Lordaeron como una marea interminable de color y sonido. Todos los balcones estaban decorados con vistosas flores y guirnaldas, con los colores del reino, y hermosos mosaicos se habían dibujado en el pavimento, cubierto de pétalos de rosas.
No había parque que no tuviera juegos, cantos, bailes o concursos, y aquí y allá las mozas casaderas con flores entrelazadas en el pelo, corrían lanzando divertidas risitas a los muchachos que no podían quitarles la vista de encima. Todo era algarabía, música, risas, los gritos de los mercaderes, que ascendían sobre los balcones y se desplazaban sobre los tejados como ecos interminables hasta desaparecer.

Pero de entre todas las calles y plazas de la ciudad había una única plaza, pequeña y oscura, a la que se llegaba a través de una sinuosa callejuela más oscura si cabe, sin más que grises muros que la cerraban, sin balcones ni ventanas que dieran a ella, y a la que no llegaba más que un resquicio de luz que se filtraba por los tejados, y un eco de música que se deslizaba entre los muros. En esta triste y oscura plazuela parecían haber ocultado, en su celo por engalanar la ciudad, todo aquello que la afeaba a ojos de sus habitantes: había en ella viejos muebles destartalados, maceteros rotos, escombros y estandartes ajados, amontonado todo como si lo hubieran arrojado dentro sin más miramientos. Y coronando la montaña de restos, una vieja puerta destartalada parecía desafiar todas las leyes de la gravedad manteniéndose erguida en la cima, en precario equilibrio sobre a saber qué cimientos.

Un gato oscuro como el carbón asomó la cabeza entre los escombros, vigilando con suspicacia que nadie profanara su pequeño territorio y tras comprobar que nadie hubiera, se deslizó entre los maceteros en busca de un ratón o alguna presa más jugosa. Sus pasos sigilosos lo llevaron a la cima del precario montón, y el felino se detuvo a husmear la destartalada puerta, para luego frotar contra sus cantos los carrillos entre ronroneos de placer. De repente, con un bufido, el gato saltó hacia atrás y arqueó el lomo, agachando las orejas, con la mirada fija en la solitaria puerta. A los pocos segundos, como agitada por una mano invisible, la puerta se sacudió levemente, espantando definitivamente al gato, que corrió a ocultarse de nuevo entre los escombros.

La puerta se estremeció de nuevo, esta vez con más fuerza, y una voz ronca pero lejana pareció llenar la plazuela.

¿Estás segura de que es esta? dijo, y enseguida los muros repitieron un tintineo metálico que no venía de ningún lugar.

Bien, si tú lo dices... insistió la voz.

Por tercera vez la puerta se sacudió y esta vez el viejo pomo giró con un chirrido y luego, muy lentamente...

... la puerta se abrió, derramando una luz cálida y danzante sobre los escombros y llenando la silenciosa plazoleta con el tintinear de las jarras y los ecos de animadas conversaciones. Cualquiera que se hubiera asomado entonces a aquel rincón oscuro de la ciudad, hubiera visto dos siluetas recortadas contra el resplandor ambarino que brotaba de la puerta: la una grande como uno oso, la otra pequeña como un duende.

La figura colosal se llevó las manos a las caderas y asintió con satisfacción.

- Bueno - dijo mirando a la figura más pequeña - ya hemos llegado.

Cogidas de la mano, ambas figuran descendieron el montón de escombros con cuidado y recorrieron la estrecha calleja, para acabar uniéndose a la riada de gente que caminaba por las calles adornadas sin que nadie se fijara en el hombre grande como un oso que alzaba a su hija para cargarla sobre sus hombros.

[...]

La plaza donde se iba a celebrar el concurso de pasteles era pequeña y cálida, bordeada por un parque y repleta de pequeños bancos de piedra donde tomar asiento. En su centro se habían dispuesto varias mesas de madera lo bastante amplias para poder tener holgadamente rodillos, moldes, morteros, cucharas de palo e incluso unos improvisados pequeños hornos de piedra. Todas tenían su saco de harina junto a la mesa, azúcar, chocolate y todo tipo de golosos ingredientes preparados para ser utilizados en el certamen. Un hombre orondo como un tonel repasaba una lista, asistido por un mozuelo con dientes tan separados que hubiera podido colocar una pieza de oro entre ellos.

Brontos e Irinna se colocaron entre el gentío. No había quien no dirigiera a la pareja una amable mirada, sobre todo a la feúcha chiquilla de inmensos ojos de lechuza que parecía deber su peinado a una potente descarga eléctrica pero que sonreía con tanta alegría y desparpajo que parecía un travieso duende encaramado a un ogro. Una bonita mujer de cabello cobrizo recibió a cambio de su sonrisa, una pícara mirada del hombretón y no pudo sino bajar la mirada con halagado recato y ruborizarse.

- ¡Damas y caballeros!- exclamó entonces el orondo presentador- ¡Prestad atención! ¡El concurso dará comienzo en breves instantes!

Los asistentes, de todas las edades pero todos de tipo más bien humilde, rebulleron con ansia.

- Bien, bien, bien - continuó el organizador- ¡Por favor, los participantes levantad las manos! ¿Quién se atreve a someterse al juicio de nuestros exigentes catadores?

Y diciendo esto hizo un amplio gesto con la mano, abarcando a la media docena de orondos pasteleros que esperaban golosamente en uno de los bancos.

No fueron pocas las manos alzadas entre el gentío, y el organizador fue invitando a gritos a los voluntarios a llegar hasta las mesas. Brontos alzó la mirada y se encontró con la mirada de lechuza de Irinna que le observaba desde las alturas.

- ¿Qué dices, te animas?- inquirió. La niña entrecerró los ojos y apretó los labios, meditabunda, pero al cabo asintió y su sonrisa trajo calidez al corazón del aventurero, que acto seguido alzó una de sus manos.

- ¡El caballero de la barba negra!- exclamó el organizador nada más verle- ¿Quiere participar?

Las carcajadas de Brontos restallaron por la plaza.

- ¿Yo? No - fue la respuesta de este cuando todos se volvieron hacia él. El organizador frunció el ceño e iba a pasar a otro participante cuando Brontos dejó a Irinna en el suelo y la empujó con suavidad hacia el centro de la plaza- Ella.

Con sus diminutos pasos, Irinna avanzó un poco, bien alto el mentón y los brazos en jarras, con un garbo y una gracia que arrancó sonrisas a todos los asistentes. El organizador sonrió con benevolencia y se acercó a ella.

- ¿Y bien, señorita? ¿Cual es tu nombre?

La niña abrió la boca para responder, dejando al descubierto una dentadura llena de huequecillos oscuros.

- ¡Me llamo Comadreja! - respondió, toda resolución, con su estridente vocecilla, y se volvió orgullosa hacia Brontos, que negaba gesticulando con poco disimulo. Con un gracioso gesto de contrariedad, la niña se volvió hacia el organizador y rectificó con tanta resolución y desparpajo como si segundos antes no se hubiera confundido.- ¡Me llamo Irinna! ¡Irinna Timewalker!

- ¡Muy bien, Irinna!- gritó el organizador para hacerse oír por encima del gentío y que aquellos que estaban más atrás pudieran escuchar bien.- ¿Y de qué vas a hacer tu pastel?

La chiquilla, que parecía haber estado esperando aquella pregunta, saltó alegremente, extendió los brazos, y como si diera a la ciudad la mejor noticia del mundo, exclamó:

- ¡DE MANZANA!

Los asistentes rieron y le dedicaron miradas indulgentes, mientras el organizador la acompañaba hasta la mesa. Mientras dejaba que la guiaran, Irinna se volvió hacia el gentío, donde encontró a Brontos agachado, alzando los pulgares y guiñandole un ojo.

- Buena suerte, Comadreja - decían sus labios en silencio, y arropada por su incondicional apoyo, se encaramó a la banqueta que le proporcionaron para alcanzar la mesa.

[...]

Hubiera podido ser un fantasma, cubierta de harina de la cabeza a los pies, como estaba. Encaramada a su banqueta, agitaba la cuchara de palo como si fuera una batura mientras, a su espalda, Brontos y Annie degustaban la tarta e intercambiaban miradas.

- Bueno, Comadreja, el segundo puesto no está nada mal- aseveró Brontos, tragando el último pedazo de su ración, y la mujer que le acompañaba asintió.- En cuanto seas un poco más alta, alcanzarás a ver el interior del horno para controlar los tiempos.

Irinna continuó con su concierto invisible y la pareja volvió a sus coqueteos.

Poco le importaba a la criatura el puesto alcanzado en el concurso: ella había sido feliz hundiendo sus manitas en la masa esponjosa, y disponiendo las rodajas de manzana con un cuidado casi coqueto sobre el pastel, mientras tarareaba una cancioncilla sin sentido. Y estaba tan obnubilada con su orquesta
que no vio al muchacho que se acercaba hasta que este se detuvo frente a la mesa. Era alto, muy alto, y tenía el cabello rubio y largo; hubiera pasado por un adulto de no ser por el inequívoco rostro imberbe que acompañaba aquel cuerpo. Tenía unos ojos grandes, azules como el mar, y sonrió al encontrarse con la mirada sorprendida de la niñita.

- Vaya - dijo el muchacho- esa tarta tiene una pinta estupenda.

Irinna se irguió orgullosa, a pesar de la harina que la cubría- ¿Crees que podría tomar un trozo?

Una amplia sonrisa se dibujó en el rostro de la criatura, descubriendo todas las ausencias en su dentadura de leche. Sin perder un instante, cortó un pedazo de la tarta y se la tendió al muchacho, que la tomó con una leve reverencia. Irinna, que solo había visto las reverencias en las obras de teatro, se sonrojó hasta la raíz del cabello y bajó la mirada, cohibida, mientras el muchacho masticaba y tragaba aquel pedazo de pastel.

- ¡Eftá felifiofa!- aseveró el muchacho con la boca llena, e Irinna se revolvió con regocijo en lo alto de su banqueta. - ¿Cómo te llamas?

Irinna respondió al cuello de su camisa.

- No te oigo, princesa.

Al oir el apelativo, la niña alzó el rostro con una radiante sonrisa.

- Irinna.

El muchacho iba a responder cuando una gran algarabía estalló en la entrada de la plaza y todos se volvieron hacia allí. Un nutrido grupo de guardias, encabezados por un hombre vestido con sobrias ropas, corrían hacia ellos haciendo grandes aspavientos.

- ¡Alteza! -exclamaba el hombre de la toga, que se detuvo resollante cuando llegó hasta la mesa, frente al muchacho- ¡Alteza, no podéis desaparecer así! ¡Tenéis a media corte buscandoos!

El muchacho resopló con hastío y resignación.´

- Solo salí a dar una vuelta, Oren, me estaba volviendo loco con tanta ceremonia...

El hombre se cruzó de brazos con gesto severo, pero seguía colorado por la carrera.

- ¡Esas ceremonias son en vuestro honor, alteza!- le reprendió - Ya tendréis tiempo mañana de dar tantas vueltas como queráis. ¡En marcha!

De nuevo un suspiro y el muchacho obedeció, no sin antes volverse ante una sorprendida Irinna y guiñarle un ojo. Luego, acompañado por su escolta, desapareció en las callejas de la ciudad.

Con un inmenso gesto interrogante pintado en el gesto, Irinna se volvió hacia su tío.

- ¿Por qué le regañan? ¿Cuando yo sea tan alta como él también me llamarán alteza?

Brontos, a medio camino entre la sorpresa y la carcajada, miró a Annie y Annie le miró a él, incapaces de asumir lo que acababa de ocurrir.

[...]

La noche se ponía en Lordaeron. Poco a poco, las calles iban quedando desiertas, transitadas únicamente por aquellos que volvían a casa. Es por ello que nadie reparó en la pareja que caminaba, entrelazados los brazos, tras una chiquilla cubierta de harina de la cabeza a los pies.

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