En los Confines de la Tierra XII

domingo, 20 de diciembre de 2009

No parecía invierno.

Hasta donde conseguía recordar, los inviernos de su vida habían sido fríos y húmedos, en ocasiones acolchados por un denso manto de nieve. Había corrido por el sendero de piedras que llevaba a la posada, para cruzar el umbral y recibir la bocanada de calor como una bendición. Le había gustado sentarse delante de la chimenea, con la falda extendida en el suelo a su alrededor, como un halo. Allí refugiada en la calidez del hogar, le había gustado mirar por la ventana como, en el exterior, el viento helado y la nieve cubrían poco a poco el mundo.
Ahora hubiera pagado por salir de la posada y tirarse en la nieve sin miramientos. Rezaba por sentir de nuevo el mordisco del frío, la piel estremecida por el viento, cualquier cosa que no fuera aquel calor asfixiante, aquel sol sin tregua, el polvo áspero del camino que se le metía en la boca y le hacía toser.

No parecía invierno.

No sabía cuanto tiempo llevaba caminando. Hacía más de un día que la euforia de la libertad se había esfumado, dejando paso al agotamiento. Creía recordar que había pasado dos noches a la intemperie, echada de cualquier modo en algún cúmulo de rocas resguardado, pero tampoco estaba muy segura. Tampoco sabía en qué dirección avanzaba. Al principio había procurado guiarse por el sol, pero ahora le parecía que el sol venía de todas partes, le dolía la cabeza y le costaba enfocar la vista. Y tenía sed, mucha sed. El agua en aquel lugar parecía básicamente inexistente, la vegetación era exigua, no más que algunos matojos y unos árboles achaparrados y de aspecto seco. También había visto pocos animales, y en alguna ocasión había tenido que dar un rodeo para alejarse de las bestias de aspecto más feroz que descansaban plácidamente al sol y que la vigilaban desde los ojos entrecerrados, valorando si valía la pena el esfuerzo de la caza.

“Si tienen la mitad de hambre yo, no les culparía”

No se permitía descansar salvo cuando estaba demasiado exhausta para seguir. Según le había dicho Zai´Jayani, los hombres de Broca y Mashrapur se habrían lanzado en su búsqueda en cuanto se dieran cuenta de que no estaba, y ahora la seguían, acosándola como a una bestia. No les había visto, y seguía avanzando para poner distancia entre ellos, pero sabía que en aquel tipo de terreno, sus huellas serían un rastro claro que seguir. Por eso no paraba, por eso seguía corriendo, agradeciendo en cierto modo el entrenamiento recibido las semanas anteriores en el campo de Broca y que había mejorado su resistencia. Ahora arrastraba los pies, tropezaba, pero no se detenía, avanzaba con un trote pesado y lento, corría.
El paisaje se deslizaba lentamente a su alrededor , una vista constante de lomas estériles, llanuras sin un ápice de sombra y aquellos árboles achaparrados que parecían sostener el cielo, doblándose bajo su peso. No variaba, siempre lo mismo, siempre la constante sensación de que realmente no avanzaba, de que daba vueltas en círculos. ¿No era aquel cúmulo de rocas el mismo que había pasado al amanecer? ¿Y aquella no era la hondonada que había rodeado para atajar camino?

Sin embargo, no olvidaba que el vergel de Mashrapur tenía un río, apenas un riachuelo, que desembocaba en un estanque. Esa agua, sin duda, debía de provenir de algún sitio, salvo que aquel fuera el único vergel en aquella tierra árida. Impulsada por aquel pensamiento, continuaba su búsqueda, su carrera hacia la libertad, sin detenerse, deslizando la vista por el horizonte en busca del revelador perfil de unas palmeras.

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