En los Confines de la Tierra XIII

martes, 22 de diciembre de 2009

El agua era deliciosamente fresca. Se lanzó al estanque con los brazos abiertos, dejó que se cerrara sobre ella como un abrazo, sintió la liviandad de sus brazos y piernas agotados y se sumergió por completo, dejando que aquella maravillosa frescura arrastrara el cansancio lejos de su cuerpo. Cuando no pudo aguantar más la respiración emergió con el cabello pegado al rostro como gruesas anguilas negras, y el rostro radiante de felicidad. Se frotó el rostro con las manos, se frotó el pelo, brazos y piernas para eliminar el polvo, y nadó hacia la pequeña cascada que brotaba del seno de la roca. Consiguió mantenerse precariamente en pie sobre las rocas resbaladizas de musgo y dejó que el agua se precipitara sobre ella llenándola de alivio. De pronto, los pies ya no le dolían, ya no le importaba el agotamiento. Permaneció en el agua, olvidando toda persecución, hasta que los dedos de las manos se arrugaron como si fueran los de una anciana. Solo entonces nadó hasta la orilla de aquel maravilloso estanque y, tras escurrir su túnica y su pelo, se tumbó plácidamente a la sombra de una de las palmeras.
No mucho después, ya descansada y saciada la sed, recordó el hambre y se puso en pie.

No fue difícil conseguir comida: había unos frutos oscuros y alargados que crecían en la cima de las palmeras, justo bajo el nacimiento de las hojas, que tras una difícil escalada y una prudentísima cata, resultaron ser extremadamente dulces y sabrosos. Y fue cuando buscaba más de estos frutos, cuyo nombre desconocía, cuando de pronto, reconoció en lo alto de otras palmeras, algo que le resultaba familiar.
Había sido en las semanas que estuvo en el campo de Frinch, aferrada a los barrotes que la separaban del mercado, buscando desesperadamente a quien pudiera ayudarla, llevar un mensaje de auxilio, pero nadie le prestaba atención, pasaban de largo como quien oye a un perro gimotear. Y fue entonces cuando vio por primera vez aquellas cosas oscuras, redondas y peludas, más grandes que un puño y más pequeñas que una cabeza, que los mercaderes exponían en sus puestos y los clientes compraban con gesto ávido. Había sabido por aquello que aquellas extrañas frutas se llamaban cocos, y que su agua, leche y pulpa eran muy apreciadas en aquellas latitudes por su frescor y su sabor.
Y ahora, muy por encima de su cabeza, los cocos esperaban desafiantes, colgando de la palmera.

Se llevó las manos a las caderas y arrugó la nariz.

- Bien…- suspiró- Acepto el desafío. Ahora a ver como os hago bajar de ahí.

Lo intentó primero del mismo modo que había trepado a las palmeras de los dátiles, ayudándose de pies y manos, abrazando aquel tronco áspero, pero esta era más alta y de algún modo la textura de la madera era distinta, y por cada metro que ascendía, un metro se deslizaba hacia abajo. Tras no pocos intentos, y no menos aterrizajes de nalgas, se puso en pie ya dolorida y obsequió a los cocos con una mirada resentida.
Dio vueltas entorno a la altísima palmera, estudiándola desde todos los ángulos, viendo si fuese posible trepar a una datilera y saltar desde su copa a un punto más alto del cocotero, pero estaban demasiado alejadas entre si. Se frotó el trasero con gesto dolorido: sí, definitivamente descartado.
Una idea cruzó entonces por su mente.
A base de tirones, arrancó de su túnica un largo pedazo de tela convirtiéndola en una extraña vestimenta de dos piezas que mostraba más que ocultaba. Rodeó entonces el tronco con la tela, y enrolló en sus puños los extremos. Tomó aire, miró hacia arriba, y echando su cuerpo hacia atrás, apoyó los pies en el tronco.

- Vamos allá.

1 comentario:

Percontator dijo...

Síii^^ *sonrisa de satisfacción*
(Es que la echaba de menos :P )