En los Confines de la Tierra XIV

jueves, 24 de diciembre de 2009

Dos días después:

La humedad había llegado por sorpresa, de modo que ahora al calor y al polvo, se unía el sudor, convirtiendo a los luchadores en extraños espectros de aspecto terroso. En el sector del patio que los trolls habían tomado para sí, Zai´Jayani palpó disimuladamente la faltriquera de piel de rata que llevaba escondida en la corta túnica y se encaminó, con pasos largos y despreocupados, hacia el barracón dormitorio. El resto de esclavos siguió disfrutando del brevísimo descanso en el entrenamiento, y lavándose el rostro en el pequeño caño del que brotaba el único agua disponible del patio.
Al llegar a la puerta, hizo un discreto gesto con la cabeza al guarida que custodiaba el umbral, y este asintió levemente, se hizo a un lado y le dejó pasar. En el interior del barracón el calor era asfixiante, pero al menos el sol no escocía. Las moscas revoloteaban en aquella sombra y cuando se sentó junto al camastro, las espantó con la mano.

- ¿Tas despie´ta?- dijo en voz baja, inclinando sobre el bulto que reposaba en el camastro.

Un sollozo débil se escuchó en el silencio del barracón. Zai´Jayani contrajo el rostro en un gesto de dolor y la contempló con compasión.

- Sé que duele, bichito- dijo con ternura, acariciando el cabello empapado en sudor.- He t´aido algo, te ayudará.

Sacó la faltriquera de piel de rata de bajo de su túnica, y del interior de esta, unas hojas alargadas y carnosas de un intenso color verde, rodeadas de afilados pinchos. Luego, con un cuchillo tallado de madera que acompañaba a las hojas, abrió una de ellas por la mitad, revelando un interior carnoso y húmedo que colocó con cuidado sobre la espalda lacerada. El cuerpo en el camastro se estremeció, reprimió otro sollozo.

Zai´Jayani suspiró al contemplar las heridas. Los hombres de Broca habían aprovechado la ocasión a modo de advertencia para los nuevos reclutas y habían usado el látigo con saña, con deliberada violencia, de modo que aquel espectáculo sirviera de disuasorio a los posibles trásfugos. El látigo había lacerado la piel brutalmente, y en algunos lugares había arrancado incluso buenos pedazos de carne, el suelo se había regado de sangre, mientras la muchacha caía inconsciente, colgada de las muñecas. No pocos guerreros curtidos en las arenas habían apartado el rostro, con los dientes apretados, ante la violencia brutal que se descargaba en el patio.
Apretó los dientes con rabia. Había sabido que aquello ocurriría desde el momento en que Comadreja había decidido escapar del campo de Broca, pero cuando los centauros aparecieron al otro lado de la verja, trayéndola atada por las manos, corriendo todo el camino tras ellos… entonces… entonces había sabido que aprovecharían al máximo aquella oportunidad de terror.

Suspiró de nuevo, sacó una nueva hoja de la faltriquera y la colocó por la parte carnosa sobre las heridas de la espalda, despacio, con tacto infinito. No en vano él mismo había sufrido aquellas mismas heridas. No en vano había sido un sanador en su poblado, hacía tanto tiempo, en la vega del Tuercespina. Instintivamente, una melodía de su pueblo acudió a su memoria, la melodía que las madres cantaban a sus hijos cuando estos estaban enfermos o no podían dormir. Cantó en voz baja, suavemente, aquella melodía casi hipnótica que le trasladaba muy atrás en el tiempo. El cuerpo en el camastro se estremeció y poco a poco, lentamente, dejó de temblar, acompasó la respiración. Cubrió de este modo, sin dejar de cantar, la espalda mutilada hasta que ni un solo jirón de piel asomó bajo las hojas, y cuando estuvo seguro de que el aloe cumpliría su función, centró su atención en el hombro derecho, cubierto por una venda.

Retiró el vendaje con mucho cuidado, lentamente, procurando no dar tirones innecesarios, hasta dejar al descubierto la piel. La quemadura todavía emanaba un calor intenso si acercaba la mano, pero las ampollas habían casi desaparecido por completo. Al menos no se habían regodeado en el placer de la marca: habían hundido el hierro al rojo en la piel cuando estaba todavía inconsciente tras el castigo. Comadreja apenas se había revuelto, había gimoteado con un perrillo herido, pero no se había despertado.

Ahora, la marca que la señalaba como propiedad de Athos de Mashrapur brillaba, casi incandescente, en el hombro. Conocía bien aquella marca, él tenía a su gemela en el mismo lugar: aquella era una señal que nunca desaparecería, que atestiguaría por siempre que era una esclava y que combatía en el oscuro mundo de las arenas.

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