La otra orilla II

lunes, 15 de marzo de 2010

Dicen las historias que hay pueblos del norte que tienen más de cien palabras para describir la nieve. Está ainu para definir la nieve en el suelo, kanevvluk para esa nieve ligera que es como una caricia, murvaneq para la que amortigua los pasos y se traga a los caminantes con suavidad. Tienen también natquik, que se arremolina en el aire y azota con afilados copos, nevluk que se adhiere a la ropa y a la piel con insidiosa lentitud. Y así decenas, cientos de palabras para definir lo que a ojos de los extranjeros solo es agua solidificada que cae del cielo.

Ningún otro pueblo tiene tal riqueza para definir su entorno, tal vez porque el entorno es tan variado que buscar tantos términos para un solo elemento constituiría una franca perdida de tiempo y en un uso descompensado del lenguaje.

Sin embargo, le gustaría disponer de palabras suficientes para definir lo que ahora sus sentidos perciben: la superficie del agua cristalina e inmóvil reflejando las montañas, el agua erizada levemente por la caricia del viento, el agua abierta como una amante ante el embate de la balsa, el burbujeo sutil más allá, donde alguien acecha bajo la superficie.

También querría describir las ondas delicadas del sauce que roza las aguas con sus ramas, o el chapoteo sordo del pez que salta gracilmente... Querría describir la niebla densa que refleja luces ajenas, lejanas, dotándolo todo de un aura de misticismo, o las diminutas gotas que desde el agua salpican su mano descubierta, aferrada a la borda...

Hubiera querido tener palabras para describir el agua salada, las olas leves como besos en la orilla, las terribles olas altas como árboles, olas que acunan el barco como si fuera un inmenso moisés, que hacen gemir la quilla, que estremece sus cuadernas...

Pero son pocas: agua, olas, niebla, lluvia. Y tormenta...

El barquero, en silencio, hace virar la balsa para evitar un islote que asoma tímidamente sobre las aguas. Nada sabe de las cavilaciones de su pasajera. Nada sabe de sus dudas.

¿Olvidará los rostros infinitos del agua?
¿Olvidará quien es, allí, en la otra orilla?

***

El codo no mejoraba.
El hueso seguía asomando, semanas después, por la aberrante herida. A su alrededor, la carne no cicatrizaba, pero tampoco permanecía fresca y rosada. Por el contrario, se había oscurecido, casi necrosado. También ella parecía más pálida, como si aún no se hubiera recuperado de la pérdida de sangre, casi un mes después del incidente.

- Me descubrirán.- dijo Liessel, sombría, mirándose la herida.

Brom apartó la mirada, incapaz de decir nada. Al pasar los días, el cuerpo de aquella mujer había ido mostrando señales de su corrupción, pese a que su rostro fuera el de siempre. Ahora era muy evidente a la vista, y al tacto por su frialdad, que aquella mujer en realidad no estaba viva.
Se estremeció.
Realmente nunca lo había estado, desde que la conoció. Había estado muerta cuando compartían el fuego y la caza con el resto de los forestales, cuando se habían convertido en amantes... Algo en él gritaba lleno de asco y de odio ¿Había yacido con un cadáver? ¿Con un esbirro de la plaga? Pero sin embargo, había parecido siempre tan viva, tan cálida... Nunca, incluso después de que confesara todo,había sentido que no estuviera viva. Pero ahora, aquel codo... aquella palidez...
Y sobre todo, aquel inquietante brillo en sus ojos...

Frente a él, Liessel pareció leerle el pensamiento, o tal vez le bastó con leerle el rostro. No había ira en ella, solo resignación, como si hubiera esperado aquello y por fin hubiera llegado lo inevitable.
Hubiera querido acercarse a él, tomárle de la mano, consolarle. Pero había visto como miraba la herida, como asumía, poco a poco, la realidad. No quería arriesgarse a que apartara la mano.

- ¿Estoy muerta? - le preguntó, aunque en realidad no quería decirlo en voz alta.

Brom la miró, turbado.

- ¿Puedo estar muerta y ser consciente de que estoy muerta?- insistió, con el ceño fruncido- ¿Puedo sentir frío y calor si estoy muerta? ¿Puedo estar muerta si siento dolor? ¿Si siento alegría y tristeza? ¿Si mi cuerpo reacciona al tuyo? ¿Si sangro cuando me hieren? ¿Puedo estar muerta y sentir rabia? ¿Sentir odio? ¿Amor? ¿Puedo estar muerta y caminar? ¿Y sentir sueño, y dormir?

Golpeó con fuerza la mesa, presa de una súbita rabia.

- ¿Dónde empieza la muerte? ¿Quién establece donde termina la vida? ¡El latido del corazón está sobrevalorado! ¡Existe la vida con el corazón inmóvil! ¡Existe la vida sin la necesidad de respirar! ¡Sylvannas y Entrañas nos lo demostraron hace tiempo! ¿No-muerto? ¿Qué clase de nombre es ese? ¡Es el nombre que dan los ingorantes a lo que no pueden definir! ¡No estar muerto es estar vivo!

Respiró pesadamente, sus ojos centelleaban. Estaba realmente exhaltada.
Brom frunció el ceño, algo no cuadraba.

- ¿Qué ha ocurrido? ¿No...?

Liessel le dio la espalda violentamente. La tensión de su cuerpo era más que evidente.

- Tuve que ir a Manantial de Granito esta mañana a llevar un pedido- dijo, y su voz era helada- Durante todo el camino Philippa estuvo inquieta, pateando, piafando... Luego se volvió directamente violenta, corcoveó como un potro salvaje, se encabritó, intentó tirarme de la silla. Cuando cruzaba el puente, directamente intentó despeñarme. Contuve aliento, luché por controlarla, por mantenerme en la montura. Casi consiguió su objetivo, la muy bastarda. Al final no me dejó montarla, de modo que tuve que traerla de las riendas. Llegamos al anochecer, ya había terminado la jornada de caza. La llevé al establo, la cepillé, le puse comida... Y entonces me di cuenta...

Brom no entendía.

- ¿De que?

Liessel se volvió, le miró a los ojos.

- Seguía conteniendo el aliento.

El herrero palideció, aterrado. Era cierto, ya no había modo de evitarlo, era condenadamente evidente.
La mujer volvió a tomar una venda y envolvió con ella la aberrante herida del codo.

- El corazón todavía late, pero es lento, muy lento. - aclaró- No sé como funciona esta mierda, pero es como si hubiera pasado la fecha de caducidad... Es solo cuestión de tiempo que esto vaya a peor, hasta que sea completamente imposible ocultarlo... Hasta que me hieran y no sangre, hasta que se me olvide que tengo que respirar...

- ¿Qué vas a hacer?

Ambos lo sabían. Era inevitable.

- Estoy cansada de huir. Esta es la última vez - respondió la mujer- Me marcho.

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Con un gemido, la barca encalla en la orilla.
Sin una palabra, la figura envuelta en la capa se pone en pie. No se tambalea, no pierde el equilibro en la balsa inestable. Coge el único fardo que lleva con ella y salta por la borda a la arena clara.
El atardecer recorta Lordaeron a su derecha. Las bestias infectadas de peste que merodean por los Claros de Tirisfall la miran un instante, pero la descartan de inmediato.
Y sin una palabra, la figura se dirije al noroeste.

El barquero la ve alejarse e impulsa la balsa fuera del banco de arena, de nuevo a las aguas.
Siempre hay quien espera para cruzar.
Siempre, en la otra orilla.

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