La otra orilla

jueves, 4 de marzo de 2010

El barquero era silencioso, pero hacía bien su trabajo. Era un hombre, o lo había sido en algún momento, e iba cubierto con una capucha profundamente calada, lo que no permitía comprobar la corrupción de sus rasgos. Impulsaba el bote con ayuda de una pértiga a través de las aguas tranquilas, y no había dicho ni una sola palabra desde que pusiera en su mano la pieza de cobre a cambio de cruzar el lago. No había hecho preguntas, solo había aceptado el pago y comenzado la travesía.
El agua se deslizaba con un susurro a ambos lados de la embarcación, mientras el ambiente se iba ensombreciendo desde que abandonaran la costa sur del lago. La figura envuelta en una capa permanecía sentada en la proa, tan encogida que no era más que una sombra. Seguía inmóvil, en la misma postura en que había quedado tras embarcar, y miraba siempre al frente, a la silueta de la ciudad que se recortaba contra el horizonte, al otro lado del lago. También guardaba silencio.

Ninguno decía nada, tal vez porque ninguno de los dos tenía nada que decir, o tal vez porque uno creía que la otra no entendería el viscerálico, o tal vez la otra temía que el uno la tomara por una viva. Pero en caso de que así fuera…

¿La habría aceptado él en su bote?

¿Habría pedido ella un pasaje?


---------------

La pequeña comunidad de leñadores estaba conmocionada.
Era ya mediodía, pero nadie había vuelto al trabajo todavía. Los habitantes del asentamiento se agrupaban en pequeños círculos y cuchicheaban con aire apesadumbrado. Muchos gesticulaban con los brazos violentamente, tratando de describir lo sucedido, y otros se mostraban totalmente confundidos por la situación.

Y entre tanto, nadie había retirado el cadáver.

El pequeño de los Terence, Jonah, permanecía inmóvil, congelado en la misma postura en que había quedado al descubrir el cuerpo de Oven tendido en el suelo en un charco de sangre, con el rizado pelaje claro manchado de rojo. El niño, de no más de diez años, miraba el cadáver del que había sido el mejor y más manso de los perros de su granja, y sus ojos seguían abiertos por la conmoción.

“Enloqueció de pronto” decían unos, negando todavía con la cabeza con pesar y mirando al niño de reojo.

“Luz bendita, menos más que no fue uno de los niños” decían otras, frotando compulsivamente las manos en sus delantales.

Siguiendo las indicaciones del alcalde, el herrero del Refugio encontró a la enviada de los Forestales sentada a solas en un rincón sin ventanas de la cabaña del preboste, vendando su brazo con vendas de lino, pero el herrero pudo ver el brazo mutilado, el hueso asomando espeluznantemente en el codo…

- ¿Traes una camisa? – inquirió la mujer, tensa como la cuerda de un arco, al reconocerle, tensando la venda con los dientes.

El hombre, con el ceño fruncido de preocupación e inquietud, asintió vagamente y tendió la camisa con aire ausente. Ella se la arrebató de las manos con un gesto violento, rápido, preciso.

- ¿Estás bien?- inquirió al fin, cuando su cerebro hubo asumido mínimamente la visión del codo descarnado.- Habría que mirarte esa herida.

La mujer rebufó. Con gestos rápidos y sin pudor se arrancó los restos de la camisa desgarrada y se puso la que le habían traído. El brazo vendado desapareció en una manga de algodón pardo.

- Loraine – insistió Brom- ¿Estás bien? ¿Qué ha pasado?

Loraine Auburn, trabajadora forestal del Refugio Pino Ámbar, se pasó las manos por la frente y el cabello como si quisiera arrastrar fuera de su cabeza toda la tensión. Luego suspiró.

- El perro se volvió loco.- explicó al fin, dejando caer los brazos a ambos lados de su cuerpo. Estaba pálida, más que de costumbre, y su rostro se había vuelto inescrutable.

Brom frunció el ceño.

- Tuve que hacerlo.

Los ojos grises de la mujer se detuvieron un instante en la hachuela que descansaba en un rincón del suelo. Tenía la hoja ensangrentada.

- Empezó gruñendo, enseñando los dientes.- continuó la guardabosques con frialdad- No me extrañó, siempre ha evitado mi compañía. Pero luego enloqueció, comenzó a tirar de la cadena… La partió, Brom. Ese maldito animal partió una cadena gruesa como mi brazo…

El inmenso herrero se acercó un paso. Ella permaneció inmóvil.

- Se me tiró encima como si quisiera matarme –siguió contando- me tiró al suelo de un solo empellón, buscaba mi cuello…

Apartó levemente la camisa y mostró el cuello surcado por un zarpazo que solo había arañado la piel. Bendita agilidad…. Brom volvió a mirar el hachuela con el ceño fruncido. Parecía luchar contra una idea que se estaba abriendo paso en su mente.

- ¿Mataste a un buen mastín para cubrir tu mascarada?- inquirió, sin querer creer lo que su mente le decía.

- Maté a un perro loco que quería partirme el cuello con los dientes- cortó la mujer con dureza.

Se miraron largamente. Brom comprendió que estaba ante una zona oscura de la mujer que amaba, y que no sacaría nada más de ella. Y sabía que lo que acababa de ocurrir era importante. El alcalde entró con paso vivo en la sala. Ambos lo miraron, relajaron sus posiciones.

- Lamentamos muchísimo lo sucedido, señora Auburn.- se disculpó el hombre, acercándose a Loraine.- ¿Se encuentra bien? Había mucha sangre, muchísima…

Loraine suspiró aparentemente aliviada y se llevó una mano al pecho.

- Nada grave, señor Elías, afortunadamente…- explicó con voz cálida.

Brom nunca había dejado de sorprenderse por los cambios de registro de aquella mujer. Tampoco entendía como aquella aberrante herida le permitía mover el brazo con tanta soltura.

- ¡Gracias a la Luz que esa hachuela estaba cerca! – exclamó el señor Elías haciendo grandes aspavientos- ¡Saben los dioses qué hubiera ocurrido entonces!

El herrero dio dos pasos y posó su mano inmensa en el hombro del alcalde con gesto conciliador.

- No pensemos en eso, señor Elías- dijo, fingiendo tanto alivio como fue capaz- Solo demos gracias porque no haya ocurrido nada más grave.

Los tres asintieron sobriamente y por fin el alcalde se retiró para preparar los caballos de regreso al refugio. Cuando volvieron a quedarse solos, Brom miró a Loraine con preocupación.

- Eso del codo no parecía un rasguño precisamente, Loraine.

La mujer palpó con cuidado la zona de la herida.

- Ha dejado de sangrar- dijo con prudencia- Y no duele demasiado.

Lo dijo casi despreocupadamente, pero sus palabras cayeron en el silencio como losas.

------

Sentada en la barca, la figura suspiró, aunque solo fuera por la fuerza de la costumbre. El barquero siguió impulsando la barca con la pértiga. El agua se deslizaba como un susurro a ambos lados de la barca, y a lo lejos, en la otra orilla, la ciudad se perfilaba.

No hay comentarios: