La Cena II

martes, 26 de octubre de 2010

Erguida en la silla, Celebrinnir pasó la página de finísima vitela con cuidado y contuvo un instante la respiración: los colores en aquella nueva lámina eran, si cabe, todavía más luminosos que en la anterior. Desde aquella nueva página, la grandiosa Zin Azshari parecía casi real. Las blancas cúpulas de sus palacios y templos asemejaban un mar de dunas de piedra clara, y sus calles pavimentadas estaban adornadas con resplandecientes gemas de maná y tornasolados arcoiris. Y más allá, las aguas irisadas del Pozo de la Eternidad.

- ¿Niré?

Alzó la vista del libro como si emergiera a la superficie de un mar invisible para retomar el aliento. Su padre había entrado en la biblioteca silenciosamente y se acercaba a ella. Le sonrió.

- ¿Qué haces?

La niña se apartó un mechón de cabello cobrizo del rostro y señaló con un gesto la lámina del códice que leía. Su padre hizo un gesto y un orbe mágico se deslizó lánguidamente hasta la mesa para arrojar más luz sobre las páginas.

- ¿Realmente era tan hermoso, padre?- inquirió, hipnotizada por la belleza de aquellas imágenes.

Duriner se sentó junto a su hija y se inclinó junto a ella para mirar aquella ilustración, aunque la conociera tan bien como a sí mismo. También él había crecido deleitándose en aquellas páginas.

- Tu abuelo plasmó sus recuerdos en estas páginas mucho después de la destrucción de Zin Azshari, Niré. Él estuvo allí y dejó su legado para nosotros, para que jamás olvidaramos nuestro pasado.

Celebrinnir dirigió una solemne mirada al busto tallado en piedra que representaba al padre de su padre, un hombre de perfil noble y porte regio. De no haber sabido que era un estudioso de la magia, hubiera podido poner su rostro a los heroes de los cuentos que su padre le contaba. Suspiró.

- ¿Qué sucede?

La niña deslizó los dedos suavemente por la iluminación.

- Debió ser terrible- murmuró con gesto triste- ser testigo de su destrucción, perder la bendición del Pozo...

Duriner tomó las manos de su hija entre las suyas.

- Pero sobrevivimos, Niré, estamos aquí. - pasó otra página del códice- La Fuente del Sol nos devolvió la bendición de Belore y no nos abandonará jamás.

Desde aquella nueva lámina, la increible ciudad sagrada fundada en la isla de Quel´danas refulgía bajo el beso de su venerado dios. Allí habitaban los sabios, los dedicados a Belore y aquellos que los guardaban. Amplios jardines de un verde radiante a la orilla de un mar azul cobalto, con las velas encarnadas de los navíos thalassianos amarrados en el puerto, y arriba, sobre la ladera, el Bancal, sangre y oro, vigilando desde las alturas el paisaje tranquilo y sacrosanto que se derramaba a sus pies.

- Ahora somos más sabios que antes.- dijo Duriner- No volveremos a perderla.

Celebrinnir asintió con veneración ante su padre, al que adoraba. Sintió el rempentino impulso de abrazarle, aunque su madre le había enseñado que debía ser comedida y reservada con sus emociones, sin llegar a ser taciturna. Llamaron entonces a la puerta de la biblioteca y se asomó una criada.

- Mi señor- dijo sin entrar- Lady Olena desea que la joven Celebrinnir asista a la cena de esta noche. Debo llevarla arriba y prepararla antes de que lleguen los invitados.

Duriner Lerathien arqueó sutilmente las cejas, esa fue toda señal de sorpresa que cruzara su rostro. Sabía bien de la ambición de su señora esposa, pero le sorprendía que tuviera tanta prisa, conociendo a Celebrinnir como la conocía. Se volvió hacia su hija, que le miraba perpleja, como pidiendo su beneplácito.

- Tu madre te ha hecho llamar, Niré.- le dijo, dedicándole la sonrisa más segura que pudo dibujar para ella- Será mejor que no la hagas esperar.

Donde cualquier muchachita de su edad hubiera bajado de un salto de la silla y corrido escaleras arriba, exaltadas por la emoción de su primera fiesta en sociedad, Celebrinnir descendió de su butaca y guardó el códice en el lugar de que lo había codigo. Cuando estuvo en su sitio, caminó dignamente hacia la criada que la esperaba, con una sonrisilla de anticipación bailoteándole en los labios.Serena y solemne como una reina. Cuando llegó a la puerta se volvió, sonrió a su padre con timidez y, ahora sí, salió corriendo escaleras arriba.