A la sombra de Karabor I

martes, 15 de noviembre de 2011

Las bombas lapa estallaron con un retraso de tres segundos, permitiendo así dos cosas: que el demonio se acercara tanto como para poder oler el hedor a azufre de su aliento, y que el coche de Dewey quedara justo debajo del bicho para cuando se le abrieron los boquetes en el abdomen y las rodillas y empezó a caer a plomo desde las alturas.

- ¡Joder!- bramó el viejo piloto clavando los talones en el acelerador, provocando un sonido estruendoso y una peste terrible a neumático quemado.- Joder, joder, joder….

El cambio de marchas entró a la primera y el pequeño bólido se lanzó hacia delante con tanto ímpetu que su conductor se aplastó contra el respaldo del asiento con un jadeo. La inmensa mole del demonio caía sin freno proyectando una sombra cada vez más grande en el suelo pedregoso mientras Dewey se dejaba el caucho en el sitio tratando de salir del cerco oscuro que crecía a gran velocidad. Se libró por los pelos: el cuerpo del demonio se desplomó con un sonido parecido al de una explosión y la onda expansiva fue tan grande que por un momento Dewey tuvo que pelear con el volante para no acabar precipitándose en un foso de brea ardiente, y hacerlo frenar de manera tan brusca que derrapó violentamente, deslizándose aún unos metros bajo el cielo negro y verde del Valle Sombraluna. Cuando por fin se detuvo, Dewey inspiró profundamente y expulsó el aire en tres golpes secos. Aquellas bombas lapa por poco le habían costado la vida y él sabía dos cosas seguras: El coche no aguantaría otra huida como aquella sin pasar una puesta a punto. Y él iba a matar a Lola.

Metió primera, piso el acelerador, y emprendió el camino de vuelta al refugio.

***

Vistas desde el aire, las ruinas eran solo el triste esqueleto de algún tipo de edificación draénica repleta de chatarra y restos de máquinas de guerra, recostada contra la ladera de la montaña. Predominaba la estampa el inmenso cuerpo a medio desmontar de un atracador vil y varios lanzagujas de los elfos del Sagrario de las Estrellas. Todo sin excepción estaba inhabilitado para el funcionamiento, ya fuera por falta de piezas imprescindibles o siniestro total de las existentes. Viendo las ruinas desde más cerca, uno podía distinguir los pedazos de máquinas de menor tamaño: helicópteros en ruinas, tanques enánicos, piezas de triciclos goblin y picos destartalados de mecanopíos gnómicos. Había cables, tuercas, viejos transistores, condensadores, motores obsoletos, hélices partidas y la carcasa de un par de misiles. El desguace estaba recogido contra un recodo de la montaña que hacía las veces de muro de contención para tanta cantidad de chatarra y basura. Cada cierto tiempo siempre aparecía alguien, ya fuera de los Martillo Salvaje, de los orcos, de los elfos o de los draenei remolcando con una cafetera ruidosa los restos de chatarra que entorpecían la lucha en el este, a las puertas del Templo de Karabor. Ellos llegaban, soltaban los cables en el primer lugar donde pudieran dejar su basura se marchaban de nuevo, y de esta manera el desguace había crecido hasta convertirse en una diminuta ciudad con sus estrechos corredores entre los afilados bordes de la chatarra, con sus rascacielos viles y sus callejones oscuros.

Pequeñas criaturas habitaban el desguace. Se decía que habían acabado acudiendo por la gran concentración de chatarra y que mordisqueaban la chapa y observaban a los que se acercaban con unos inmensos ojos amarillos antes de escabullirse ágilmente en algún boquete abierto en el metal. Nadie sabía lo que eran y aunque nadie había visto nunca uno de cerca, nunca habían atacado a nadie y habían acabado por ignorarlos.

Dewey conducía por los siniestros corredores del desguace, con el rugido de su coche retumbando en los cientos y cientos de capa de metal que conformaban aquel ecosistema. Los pequeños habitantes del desguace le observaron con desinterés mientras pasaba de largo y conducía su vehículo por los pasillos más oscuros, bajo el oscuro cielo de Sombraluna, internándose más y más en las profundidades el desguace.

Visto desde arriba, un ojo atento hubiera podido distinguir una precaria edificación todavía en pie, solo una discreta muralla y dos torres cerrándose sobre un pequeño patio desierto. El ojo avizor también hubiera podido ver como el coche del viejo Dewey se deslizaba en el pequeño patio con su ruidoso motor alborotando y aguarda. También hubiera visto como la pared de la montaña que cierra la muralla se abría arrojando sobre el patio una intensa luz azul. Hubiera visto como el coche se internaba en la luz y como la montaña volvía a cerrarse tras él, dejando de nuevo el patio desierto. Pero no había ojo avizor, nunca hay nadie que espíe desde arriba, y esto sucedió sin testigos en lo más profundo del desguace.


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