El acecho

domingo, 2 de mayo de 2010

Por Krog´nash

Astranaar estaba prácticamente desierta. Mientras acechaba por las sombras del crepúsculo en las silenciosas calles y avenidas, Krog’nash reflexionaba con frialdad. Todo estaba demasiado calmado. Parecía que las tropas élficas hubiesen llevado a cabo una evacuación previa al asalto sobre Astranaar. En principio, ya disponía de la información que se le había encargado recoger, pero su misión distaba de terminar. Tenía un objetivo claro que eliminar, un objetivo al que llevaba acechando desde hace semanas, y este era un momento adecuado para llevar a cabo el asesinato.

Aynarah. La escurridiza y cauta elfa cuya cabeza debía presentar en una bandeja al Maestro. La elfa que nunca se separaba de sus guardaespaldas y allegados, y que estaba demostrando ser uno de los objetivos más difíciles de eliminar desde que empezó con sus encargos, tantos años atrás. La carne de la elfa había probado en alguna ocasión el filo aserrado de sus puñales, pero sus aliados siempre habían conseguido curarla y reanimarla. Pero sus allegados no estarían siempre con ella. En esta ciudad sepulcral, cubierta ya por la gélida mortaja de la guerra, la muerte llegaría rápida y letal.

Tras meditar unos instantes, decidió encaminarse hacia el albergue que había sido improvisado en uno de sus edificios. En uno de sus intentos previos, recordaba haber visto a Aynarah deambulando por los pasillos, recuperándose de sus heridas. Quizá estuviera allí, animando a los heridos, dando coraje a sus seres queridos antes de la inminente tormenta que se cernía sobre Astranaar. Krog’nash suponía que la líder de ese asentamiento no podría abandonar, sin más, a sus vasallos y semejantes.

El negro corazón del asesino latió con fuerza cuando atisbó un movimiento en el piso superior del hospital. Era una elfa de cabellos plateados, que parecía admirar con ojos solemnes y nostálgicos el cercano lago, iluminado ahora en los cálidos tonos de la muerte del día. La elfa pareció sonreír para sí, partícipe única de un secreto interior, antes de desaparecer de nuevo tras la ventana.

El orco dudó unos instantes. La elfa no era Aynarah, eso estaba claro. No era su objetivo. Si acababa con ella, podría ocasionarse un alboroto que quizás delatase su posición antes de tiempo, y no quería alertar a los guardias. ¿Por qué iba a matarla? La respuesta a su propia pregunta llegó en unos instantes. Porque podía. La aldea estaba casi desierta. Nadie la oiría, nadia acudiría en su ayuda. Estaba sola. El motivo por el que aún permanecía allí no le importaba. Decidió al menos acercarse a investigar y decidir en última instancia. Trepó ágilmente hasta el piso superior, ayudándose del árbol y enredaderas cercanas.

Las sombras conjuradas del Plano de las Sombras se arremolinaron a su alrededor, diluyendo su figura, mientras se asomaba, cauto y sigiloso como una pantera, por la abierta ventana que daba al lago. En efecto, la hermosa y delicada elfa estaba completamente sola. Los heridos también habían sido evacuados. Ella se agachó, con movimientos pausados, sobre una de las camas. Llevaba un sedoso hábito, elegante y sencillo. Un hábito de sacerdotisa. La mujer emanaba un casi perceptible halo de tranquilidad y paz, pero también de poder oculto. Instintivamente, Krog’nash reconoció que aquella enfermera era algo más de lo que su sencilla apariencia daba a entender. Su muerte provocaría a los elfos, más incluso de lo que lo había hecho la profanación de sus santos lugares en Vallefresno. Sería un último insulto y una última amenaza para Aynarah y sus débiles allegados, antes de eliminarlos a ellos también.

El movimiento fue rápido y mortal. Sus músculos se flexionaron y le impulsaron por la ventana. Avanzó, agachado hasta casi tocar el suelo con la barbilla, la expectación de la sangre y la muerte recorriendo sus vidriosos ojos rojos. La sangre prohibida latía en sus venas como si fuera propia. Quizás ya lo era.

En un fluido ataque, se alzó detrás de su sorprendida e indefensa víctima. Con una mano forzó la cabeza de la sacerdotisa hacia atrás, mientras con la otra realizaba el movimiento segador que había de arrebatar a su víctima del hálito vital. Ni siquiera produjo un sonido. Era como si la misma muerte se hubiera apiadado de su alma incluso antes de que la vida abandonase su triste mirada. En ese momento, algo captó la atención del orco. La elfa sostenía algo en la mano. Se agachó pare recogerlo.

- Pero qué demon…

Era una muñeca de trapo. Vieja, desaliñada. Krog’nash resopló y arrojó la muñeca desdeñosamente a un lado. Pronto, la sangre derramada alcanzaría al juguete, tiñéndolo lentamente de un apagado carmesí.

Krog’nash dejó caer el cuerpo inerte, contrariado. No había advertido odio, miedo, o incluso dolor en los rasgados ojos. Las sensaciones que le hacían sentir vivo cuando ejecutaba a alguna de sus víctimas. No, en lugar de eso, su profunda y sincera melancolía casi le abofetearon como si de un golpe físico se tratara.

Antes de desaparecer en las sombras del inminente crepúsculo, escupió a un lado, tratando de librarse de un sabor desagradable y amargo en la boca. Le inundó la odiosa sensación de que, paradójicamente, él no era quien había ganado ese postrer enfrentamiento, sino la hermosa elfa de plateados cabellos, que yacía en aquella habitación abandonada, de aquella ciudad abandonada, de sueños perdidos y esperanzas derramadas.

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