Los Hilos del Destino XLIX- Retazos de una guerra

domingo, 2 de mayo de 2010

Retazos de una guerra:

En este mundo arrasado por la guerra, donde ricos y pobres, valientes y cobardes, se enfrentan día a día a los horrores más absolutos, centremos nuestra mirada en esta pequeña aldea oculta en los bosques, al amparo de los árboles. A su alrededor, las máquinas de asedio han herido la tierra y zonas cada vez más amplias de bosque han sido taladas. En la espesura, sus enemigos acechan, listos para dar una última dentellada de la que está siendo una guerra acuciante y llena de rabia.

Acerquémonos un poco más a esta aldea conocida como Astranaar, hogar de una raza milenaria que ha visto más horrores y más bendiciones que ninguna otra. Puede sorprendernos que, pese a lo inminente del ataque, la aldea esté desierta. Los civiles y los heridos han sido evacuados en un ataque de clemencia, pero salvo unos pocos guardias, no hay ni un atisbo del ejército defensor. La ciudad descansa, apacible, en la calma que precede a la tormenta. Hay una tensión palpable en el aire, a la espera del primer rayo de esa tempestad. El ambiente crepita, el silencio del bosque es mala señal, mal agüero. Pero apenas queda nadie para oírlo en esta inmovilidad casi absoluta.

Si nos acercamos un poco más, quedando siempre a una distancia prudente que nos deje a salvo de la angustia, veremos una figura que se mueve por la aldea, una pieza de dinamismo en esa indolencia que ha hecho presa en las calles de la aldea. Es una mujer, de cabellos argénteos por los que asoman unas orejas afiladas, una elfa. Camina con paso pausado, su bata parda ondea a su espalda como una capa, y se dirige a las puertas de la ciudad, donde solo un par de guardias hacen frente a la amenaza invisible del inminente ataque. Esta mujer, cuya presencia exhala una tranquilidad que apacigua a los guardias, es una sanadora. Nunca pondrá un pie en el campo de batalla, porque su batalla tiene lugar en otro campo. Incansable, ha luchado contra el reloj para salvar las vidas de los heridos en la guerra. Ha curado sus heridas, aliviado sus espíritus, velado su sueño. Profundas ojeras se marcan bajo sus ojos repletos de luz: han sido incontables días de trabajo incesante, y no ha podido ni querido evitar recurrir a su propia energía para salvar las vidas que le han sido confiadas durante las largas semanas que ha durado esta cruenta guerra por el bosque.
Ahora, agotada, se apoya levemente en una de las columnas de la puerta de la aldea, mira hacia la espesura tratando de ver algún rastro del enemigo. Sabe que está ahí, sabe que la están viendo. Quisiera traspasar esas puertas, caminar hasta ellos y hablarles. Es una sanadora, no toma parte en las batallas, pero tiene amigos en ambos bandos, sabe que es posible un acuerdo, un cese en los ataques. Sin embargo no se mueve, permanece en la entrada porque, pese a todo, sabe que en el campo de batalla ya no hay sitio para la piedad. Con inquietud, se lleva un puño al pecho y suspira: la tensión en el aire parece que le oprime los pulmones. Sufre ya por lo que ha de ocurrir hoy aquí.

El sol empieza a ocultarse tras las copas de los aires y, con una última mirada, la sanadora vuelve sobre sus pasos hacia donde le corresponde luchar, hacia su campo de batalla: el hospital. El antiguo hospicio de la aldea ha alojado durante estos días a los heridos y enfermos de esta guerra de odio. Hasta ayer, los sanadores y heridos llenaban con sus voces el edificio, corrían por sus salas y sus pasillos, un movimiento ajetreado e incesante de proveedores con suministros, heridos ingresando y heridos marchándose sin estar listos, acuciados por la necesidad de partir.
Esto, hasta ayer, porque hoy no queda nadie en el hospital. Sus salas vacías devuelven el eco de los pasos de la sanadora, que revisa con atención que todo esté listo para la llegada de los heridos que sin duda creará la batalla de hoy.
Podía haberse marchado con los demás, acompañar a los civiles y a los heridos en su evacuación, pero esta mujer de cabello blanco y ojos de luz ha jurado velar por las vidas y las almas de los que acuden a combatir. Hizo unos votos hace tantos años que ya nadie se acuerda, pero ella no los olvida. Fue enviada a la ciudad para cuidar de los ciudadanos en tiempos oscuros, y ellos acuden a ella cuando la angustia y el miedo les supera. Nunca le ha negado sosiego a ninguno de ellos, nunca ha buscado un momento para sí misma, porque pertenece a una órden que educa a sus iniciadas en un sentido de la entrega ya olvidado en este mundo. Es un Bálsamo, el último de Azeroth, y dispondrá sus dones al servicio de la piedad hasta que no le quede un soplo de vida. El mundo será un poco más ocuro el día que ya no esté.

Como un fantasma, la sanadora recorre las salas vacías, tratando de fijar en su mente el silencio antes de que la guerra se lo lleve y llene el hospital de gritos y dolor. Durante un instante, se detiene en la balconada para mirar el lago: las aguas tranquilas le inspiran paz a ella, que inspira paz a los que la rodean. La superficie calmada apaciguan su corazón y, secretamente, la sanadora sonríe. No ha habido mucho tiempo para las sonrisas desde que llegó, pero en ese instante de paz antes de la tormenta se permite esa pequeña licencia. Cuando su espíritu está tan tranquilo como las aguas, esta mujer del viejo pueblo retoma su camino. En el piso superior, las camas destinadas a los heridos están vacías: todos los pacientes fueron evacuados ante la inminencia del ataque. Trata también de fijar en su mente la tranquilidad de esta estampa, antes de que todo desaparezca en el fragor de la batalla.

Un momento, algo llama su atención ¿Qué asoma debajo de una de las camas? Lentamente, la sanadora se arrodilla y lo toma: un muñeco de trapo. Sonríe. Ha visto este muñeco en los brazos de una de las niñas que han pasado por el hospital, una de tantas civiles heridas por la guerra. La niña tenía una bonita sonrisa y los ojos alegres, y fue evacuada ayer con todos los demás. De rodillas en el suelo, la sanadora sostiene el muñeco: cuando se reuna con los refugiados, devolverá el muñeco a su dueña.

El dolor sobreviene de pronto: una llamarada ardiente en la garganta. Una debilidad aterradora hace presa en ella y cuando se derrumba en el suelo, la sanadora comprende que va a morir. Se lleva las manos al cuello, intenta contener la hemorragia, pero la sangra mana tan y tan deprisa... Por un momento, los colores del mundo parecen más intensos, dolorosamente vívidos.
Apenas tiene tiempo para pensar que se muere.
Solo dos pensamientos acuden a su mente, incluso en su último suspiro, su preocupación vuela hacia los demás:

"Pobre Zoë", piensa, "Dioses, pobre Imoen..."

No se lamenta por ella, que nunca ha sentido la caricia de un amante, o el abrazo de un amigo que cuidara de ella cuando estaba cansada. Nunca ha sentido la alegría genuina, ni la pasión auténtica, porque nunca se permitió sentir nada más que entrega. Ha sentido, sin embargo, todas las penas del mundo, porque era su labor y su don arrebatárselas a las almas dolientes para aliviarlas de su carga. Todavía es joven, pero su alma es vieja, muy vieja, y la vida se le escapa por el tajo en el cuello.

Nadie ve al asesino orco salir del edificio con su hoja manchada de sangre, nadie le vio entrar. El charco de sangre que se ha formado crece de manera ominosa y el silencio del hospital, sola, la sanadora muere.

Alejémonos ahora, no dejemos que nos salpique la sangre, no dejemos que los ojos de la sanadora, ahora sin vida, nos inquieten. Pensemos con frialdad.
No está exento de ironía que haya muerto en esta guerra la única persona que no deseaba combatir, la única que creyera en el entendimiento y en la paz. La hoja del asesino orco parece haber venido a demostrarle que ha estado equivocada toda la vida, que se lo tenía merecido.

De todos modos, guardemos un minuto de silencio, ha muerto el último Bálsamo de Azeroth.

Desde hoy el mundo es un poco más oscuro.

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Avancemos un poco en el tiempo, dejemos que el sol se ponga en el bosque, que la oscuridad sobrevenga sobre la Atalaya de Maestra, donde los refugiados se han resguardado para pasar la noche. Soldados montan guardia en la madrugada, pero nadie parece reparar en la inmensa sombra que atraviesa la luna llena durante un instante y desciende entre la espesura.
Apenas unos instantes después, vemos un hombre abandonar los árboles y acercarse al refugio. Parece humano, tiene el cabello castaño y los ojos grises, y camina con paso leve pero seguro. De pronto, con un susurro casi inaudible, todos los guardias caen dormidos. ¿Qué magia es esta? ¿Quién es ese hombre?

El recién llegado entra en el refugio y se dirige, sin dudar, al último camastro, al más cercano al balcón por el que entra la luz de la luna. Durante unos instantes, observa el bulto cubierto por una sábana que reposa inmóvil. Luego, con cuidado, retira el lienzo y descubre el rostro.
Por un momento, parece que el hombre se encoge de dolor al ver los ojos ya cerrados, las marcas de plata resplandeciendo a la luz de la luna. Acaricia con ternura el rostro tranquilo como dormido, pero toda luz que emanara de su presencia ha desaparecido.

No hay lágrimas en los ojos grises y tan antiguos como el tiempo, hay compasión y tristeza y reconocimiento. Podría observar ese rostro tranquilo durante toda la eternidad, compartir ese alma. Ya no hablará en su mente ni le permitirá conocer los recovecos de su espíritu, las exiguas flaquezas que siempre se ha negado, las treguas que jamás se dio. No importa lo grande que fuera su entrega, la sutilidad por la que pasó por el mundo ni las huellas profundas pero invisibles que dejó en él.
Ella ya no está.

Un momento, alguien se agita en su sueño, el hechizo se rompe. Con cuidado, este hombre que no es un hombre toma en brazos el cadáver, como si la sanadora estuviera dormida y pudiera despertar de un momento a otro. Envuelta en su sábana como un sudario, la lleva hasta el balcón.

Una inmensa silueta vuelve a cruzar la luna, con las gigantescas alas desplegadas en la noche. El hechizo se esfuma y los guardias despiertan sin saber que durante unos minutos han dormido un sueño tan profundo como el tiempo.

Hope there´s somone - Anthony and the Johnsons

Hope there's someone
Who'll take care of me
When I die, will I go

Hope there's someone
Who'll set my heart free
Nice to hold when I'm tired

There's a ghost on the horizon
When I go to bed
How can I fall asleep at night
How will I rest my head

Oh I'm scared of the middle place
Between light and nowhere
I don't want to be the one
Left in there, left in there

There's a man on the horizon
Wish that I'd go to bed
If I fall to his feet tonight
Will allow rest my head

So here's hoping I will not drown
Or paralyze in light
And godsend I don't want to go
To the seal's watershed

Hope there's someone
Who'll take care of me
When I die, Will I go

Hope there's someone
Who'll set my heart free
Nice to hold when I'm tired