En los Confines de la Tierra XVI

jueves, 28 de enero de 2010

Finales de enero:

Las ruinas parecían brotar en la espesura como si no fueran más que otras criaturas de la jungla, extraños árboles de piedra blanca. Las torres derruidas de alabastro resplandecían contra el verdor de la frondosa selva, y la humedad era tal que todos allí tenían la piel resbaladiza y el cabello pegado al rostro. Los mosquitos, tan grandes como libélulas, zumbaban insoportablemente y, aquí y allá, los tratantes llegaban con sus caravanas, sentados en lujosos carros, encaramados en lo alto de inmensos eleks adornados con oro y turquesas, y llevando a pie tras ellos a su colección de luchadores encadenados del cuello o por las manos.
Todos establecían sus lujosas tiendas de campaña, que más parecían palacios, y se rodeaban de criados, bebían vinos importados de lejanas tierras y departían amigablemente entre ellos, con un punto de ostentación, como quien comenta con emoción antes de un partido de balón-pie. Todo allí parecía lujo y sofisticación, sobre todo al ver a las elegantes sin´dorei vestidas con sus togas de intensos tonos bermellón, con sus inmensos ojos de corzo, adornadas de joyas y pieles. Caminaban entre las ruinas sosteniendo sus copas, y hablaban entre ellas, señalaban a los fornidos luchadores al otro lado de las barreras y reían suavemente sus propios chistes. Había también mercaderes, que aprovechaban la gran concentración de público para vender sus mercancías, ya fueran tejidos, joyas, animales o esclavos. Todo el mundo tenía algo que ofrecer en La Masacre, bajo la atenta y fiera vigilancia de los Ogros Gordunni. Al parecer, Athos de Mashrapur no era el único que hacía fortuna con los coliseos.

En la zona asignada a los luchadores del magnate mestizo, delimitada por una empalizada de madera y custodiada por más ogros, el nuevo campo de reclusión rebullía con expectación. Aquí y a allá los esclavos eran presa de una intensa agitación: el inequívoco ambiente que precedía a una arena lo llenaba todo. Algunos rezaban a sus dioses, con voces temblorosas y manos quebradas de tanto orar; otros entrenaban aquellas últimas horas contra los muñecos o contra los compañeros. Aquí y allá, los guardias de Broca repartían el equipo, asignando categorías de lucha a cada uno. Comadreja observó como a determinados esclavos, aquellos que no habían mostrado ninguna destreza en la lucha o que eran demasiado ancianos, o estaban demasiados heridos como para combatir, les entregaban unos cascos de metal completamente cerrados, con únicamente unos pequeños orificios para respirar. Cascos ciegos. ¿Cuánto podrían aguantar en la arena antes de regarla con su sangre? ¿Cuánto, luchando a ciegas, sin saber de donde vienen los golpes? Carnaza para el coliseo…

Un escalofrío recorrió su espalda, comenzaron a temblarle las rodillas, su corazón empezó a latir desbocado en el pecho. Sintió ganas de vomitar ¿Aquello era todo? ¿Toda la humillación, el dolor y el miedo para acabar como un títere danzando ciego en la arena para regocijo del coliseo? ¿Para ser sacrificada como un animal? Vio entonces como Broca, seguido de sus guardias, se caminaba hacia ella, acercándose.
La vista se le nubló, sus manos temblaron violentamente y el cuerpo amenazó con doblarse con las arcadas, pero en su interior luchaba, luchaba por no mostrar debilidad, por no permitir que pensaran que podrían librarse de ella con un casco ciego…
Apretó los puños y los dientes, tratando de que no le castañetearan, y alzó la mirada para ver al capataz orco detenerse ante ella. Broca la miró detenidamente, evaluándola. No sonreía.

- Mashrapur quiere ver cómo te desenvuelves en esta arena- dijo, con su voz ronca y firme.- Más te vale hacerlo bien.

A una señal suya, uno de los guardias extrajo del arcón un escudo y se lo tendió con tanta brusquedad que la muchacha se tambaleó hacia atrás. Temblorosa, Comadreja tanteó aquel objeto con las manos, sintiendo que el alivio le hacía flojear las rodillas.
El escudo era de madera, rectangular, curvado y grande, y sus bordes iban revestidos por un recubrimiento de metal. En la parte interior tenía una abrazadera para sostenerlo, y en la exterior, un pincho de hierro de aspecto amenazador. Luego, le tendieron una espada ligera, curvada de un modo extraño, que comenzaba siendo estrecha en la empuñadura y se ensanchaba hacia el extremo, al abrirse la curva.

- Combatirás a espada y escudo.- dijo Broca, con las manos en las caderas, con los ojos brillantes y calculadores. Luego señaló un arcón desvencijado, lleno a rebosar de armaduras de todo tipo, que cargaban dos de los guardias.- Pollera corta, cinturón ancho, y armadura para brazo derecho y pierna izquierda. Nada más. Busca algo que te sirva.

Dicho esto, hizo un gesto a los guardias y regresó, cruzando el campo, hasta la tienda de campaña en la que había establecido su despacho. Comadreja luchó para no arrodillarse en el suelo y sollozar de alivio, aunque su corazón seguía latiendo como el de un conejillo asustado. Espada y escudo… Luchadora, no carnaza… No carnaza… Tomó aire, se obligó a rehacerse.
Aún temblorosa, miró el arcón con el ceño fruncido, mientras sostenía las armas en ambas manos, consciente por primera vez de lo necesario que había resultado ser aprender a manejar la espada con una sola mano, para poder sostener el escudo. El uno equilibraba al otro, asentaba los pies en la tierra. Levantó el escudo por encima de su hombro, sintiendo el peso, la tensión en el hombro, el dolor en la espalda advirtiéndole del límite. Probó a llevar a cabo un par de maniobras que había aprendido en el entrenamiento, pero aquel escudo era mucho más grande que la diminuta rodela, y más pesado, y se sentía un poco torpe.

Zai´jayani se acercó a ella con paso desenfadado. Llevaba el pecho descubierto, lleno de tatuajes, y sus brazos iban cubiertos con una especie de mangas de cota de malla. Una breve faldilla hacía las veces de taparrabos, y había adornado su cabello con un extraño peinado de trenzas y plumas. En el rostro, ostentaba pinturas tribales de vistosos colores. Sostenía un arma en cada mano con una soltura escalofriante.

- ¿Sabes qu´equipo te toca?- inquirió mirando con curiosidad el arcón. Comadreja se lo indicó, mostrando la espada y el escudo y el troll arqueó las cejas en gesto de reconocimiento- Ah, secutor.

- ¿Secutor?

- Como secutor, te enf´entarás a los reciarios.- señaló a otro grupo de combatientes, más alejados, que llevaban un tridente y una red prendida del cinturón.- Ten cuidao con la red, bichito, si t´atrapan, el t´idente no pe´dona.

Comadreja descartó de su mente la idea de llevar un ostentoso casco con alerones de ave que había visto en el arcón. Miró el escudo, frunció el ceño y se arrodilló en el suelo, sujetándolo entre las rodillas, mientras trataba resueltamente de arrancar el pincho. Si iba a combatir contra una red, no quería nada que pudiera engancharla traicioneramente. No confesó, sin embargo, que al estar sentada, las rodillas le temblaban menos. Zai la miró, arqueó una ceja, y entonces comprendió su idea.

- Buena idea, bichito.- dejó sus armas en el suelo y tomó el pincho con las manos- Sujeta fue´te.

La muchacha aferró con todas sus fuerzas el escudo mientras Zai, con las manos desnudas, giraba el pincho como si fuera un tornillo inmenso, sacándolo poco a poco de la madera. Al cabo de unos segundos, el pincho descansaba en el suelo y un agujero del tamaño de un puño pequeño desafiaba a la suerte en el centro del escudo.

- ¿Y ahora qué?- dijo alzando el escudo con ambas manos y mirando por el agujerito.

Zai se puso en pie de un salto con sorprendente agilidad.

- ¡Made´a y clavos, bichito!- exclamó, extrañamente jovial- ¡Made´a y clavos!

Y echó a correr en busca del material.

Comadreja permaneció allí, sentada en el suelo, sosteniendo el escudo con las manos, intrigada por el comportamiento del troll. Mientras el resto de luchadores –de esclavos, se recordó- parecían tan asustados como ella misma, o envalentonados – que no era más que otra forma de demostrar el temor- Zai y el resto de los trolls parecían vivir aquella situación con una especie de reverencia despreocupada y festiva. Reían, mostraban sus tatuajes con orgullo, se trenzaban el cabello y lo adornaban con plumas, pintaban sus rostros con vistosos colores…

Intrigada, resolvió preguntar a Zai sobre ello en cuanto regresara.

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