Los Hilos del Destino XVII

lunes, 11 de enero de 2010

11 de Enero:

Retomo estas páginas a la pobre luz de un candil, mientras en el exterior el polvo ha devorado la luz de tal modo que es imposible distinguir el día de la noche. El invierno azota así la región más austral del planeta, sustituyendo el manto blanco y helado de la nieve con la ventisca infame que arrastra la arena con tanta fuerza que quema y abrasa la piel, y sepulta el mundo bajo un manto de polvo.
Hace ya una semana que llegué al puerto Bonvapor, un tranquilo asentamiento portuario al este de las inhóspitas tierras de Tanaris, siguiendo historias y leyendas que rodean a las engimáticas Cavernas del Tiempo. El clima era benévolo, muy cálido en comparación con el helado norte, y no tuve mayores dificultades en encontrar una caravana que se dirigiera a Gadgetzan donde, según decían, podría pertrecharme para mi travesía por el desierto y tal vez encontrar algún guía.

El viaje fue tranquilo. Durante dos días avanzamos bajo el sol inclemente, dejando atrás ruinas y viejos asentamientos semienterrados en las arenas hasta que por fin, a través de las turbulencias del aire caliente, la tétrica silueta del patíbulo nos dio la bienvenida a la ciudad Goblin de Gadgetzan.

Este asentamiento no se parece a ningún lugar al que esta humilde sacerdotisa haya tenido la oportunidad de visitar, aunque es cierto que mis viajes me han mantenido siempre por otros parajes. Gadgetzan se me antoja al mismo tiempo tribal y agobiada, con sus muros de adobe y sus inmensas máquinas acuchillando la tierra y lanzando su humo negro al aire. Las viviendas están encaladas, tal vez para mitigar el calor del sol inclemente, y algunos edificios están curiosamente excavados en el suelo de un modo que jamás había visto. Me sorprendió sobremanera la variedad de sus gentes, de todas razas y orígenes, caminando por sus calles, entre los puestos del mercado, dando voces u ofreciendo sus mercancías.

Siguiendo las indicaciones del tabernero, me dirigí a los alrededores de las arenas de combate de la ciudad, donde se reunen gentes de todas clases y donde, según él, podría encontrar un guía para mi viaje. Las calles allí estaban atestadas, y me llevó no poco tiempo dar con alguien que quisiera darme algunos nombres a los cuales pudiera acudir. Aquellos que no se negaron desde el inicio a acompañarme, se retiraron al comprender que no tenía oro para pagarles, y al anochecer regresé a la posada sin más compañía que la que tenía al salir.

Tomé entonces la resolución de marcharme sola, de dejar que mi fe me guiara hasta las cavernas, y mientras el tabernero se llevaba las manos a la cabeza, comencé a pertrecharme para mi viaje. Sin embargo, aunque hace ya días de esta decisión, me encuentro acurrucada en un rincón de la posada atestada, alumbrada por la exigua luz de un candil, mientras en el exterior la tormenta de arena devora todo a su paso. Se levantó como una incómoda ventisca al principio, que metía arena en los ojos pero bajo la cual aún se podía vivir. Para el anochecer, las gentes de Gadgetzan habían recogido sus tenderetes y tapiado las ventanas de las casas, y cuando la luna se alzó en el horizonte, las calles estaban desiertas. Este comportamiento me extrañó, pero comprendí su razón de ser cuando, a la mañana el tabernero me impidió emprender mi viaje.

Las tormentas del desierto, según dijo, son terribles e inclementes. La arena ardiente se ve arrojada con fuerza por los vientos, de modo que nada se ve, y su roce es tan frenético que ni siquiera las bestias soportan un día a la intemperie, tal es su virulencia. Su duración nadie puede anticipar, bien duran una noche, o bien semanas. Parece que mi viaje tendrá que retrasarse: si saliera ahora y me perdiera en el desierto, flaco auxilio le daría a la hija de mi corazón. Cuando el cansancio me sobreviene, anhelo la compañía de Brontos Algernon, quien ya realizó al menos una vez el camino frente al que me encuentro. No olvido, sin embargo, que fue este camino el que acabó conduciéndole a la muerte, pero que permitió la salvación de esta niña milagrosa.

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