En la niebla

martes, 14 de diciembre de 2010

- Concéntrate en la bruma.

- Sí, papá.

La clave estaba en la niebla, ambos lo sabían. En las noches como aquella, en que el manto gris de la bruma lo bañaba todo, el más mínimo movimiento levantaba un girón plateado en la aparentemente inmutable densidad. Un delizamiento ágil de la niebla indicaba sin lugar a dudas el origen del movimiento, aunque no pudieran ver al objetivo en si.

Harold Hunter se acuclilló en la maleza, vigilando la correcta postura de su hija, agazapada apenas un poco más allá. Su cuerpo estaba tenso, aunque sabía que ella estaba tranquila. Podía intuir el arco del pie bajo la bota, presto para amortiguar el retroceso. Veía su cuerpo erguido, el mentón alzado mientras la muchacha se valía de todos sus sentidos para detectar a su presa. Las pupilas oscuras reflejaban luces ajenas entre las densas pestañas, con los mechones rebeldes escapando del lazo en su nuca para estorbarle en el rostro. Su respiración era pausada, casi como si durmiera. Realmente, pensó Harold Hunter con un atisbo de inquietud, era como si hubiera nacido para la acechanza, como si hubiera en ella una capacidad innata para fundirse con la caza. Y la había.

Aquello le intranquilizaba: como todo padre, deseaba ante todo que su hija encontrara un buen hombre, que se casara y formara una familia, pero de buena tinta sabía la lacra que le comportaba ser hija de semejante progenitor y maldita por aquello. La reputación de un padre alcoholico, un cazador furtivo apresado tantas veces que ya casi ni podía hacer el recuento, la humildad rozando la pobreza, eran factores que la alejaban de la gente de su edad. De cuerpo andrógino y caderas estrechas, parecía más un mozo que una mujer, de modo que tampoco su aspecto le ayudaría a ganarse el interés del sexo opuesto, salvo que los años le trajeran las curvas de la feminidad. Y por supuesto, esa lacra que parecía desaparecer pero que siempre acaba resurgiendo hasta que acabara asaetada en algún claro del bosque si no la ataba bien corto. Tal vez por esto se había volcado tanto en la caza, pensó con un deje de tristeza, pero si lograba controlarse, al menos le quedaría un medio noble y respetable de ganarse la vida y mantenerse por si misma, lejos de la hipocresía del mundo.

Un breve estremecimiento en el cuerpo de su hija atrajo su atención: como una bestia de caza bien entrenada, aquel movimiento tan fugaz como un parpadeo delataba que por fín había detectado algo. Siguió la dirección de su mirada, a la blancura del denso manto de la niebla. Al principio no percibió nada, pero al poco sus pupilas detectaron un movimiento irregular de la niebla, como un tentáculo blancuzco e intangible que delataba la presencia de su presa.

La loba emergió de la niebla, escuálida, husmeando el suelo helado. El pelaje, que en aquella época debía ser denso y abrigado, parecía más bien un pedazo de piel a medio curtir y la piel se le pegaba a las costillas, delatando unas escuálidas mamas que parecían pellizcos de pellejo. Los ojos amarillos parecían abrirse con pesadez y le faltaba un pedazo de la oreja derecha. Ahí estaba la culpable de las reses muertas, la que había diezmado insidiosamente los rebaños de los Markov. Una sola loba.

La loba, ajena a la presencia de los cazadores, siguió avanzando, situándose abiertamente en el campo de visión de Cybil. Sintió casi como propia la tensión del dedo de su hija en el gatillo, el inconfundible chasquido que aseguraba el disparo. La detonación reverberó en el bosque, un estruendo ensordecedor. Sintió el retroceso del arma en el cuerpo de su hija, y como Cybil acogía el impulso sin ceder apenas. El olor a pólvora inundó sus fosas nasales, sintió el calor del cañón junto a su pierna cuando la cazadora bajó el arma. Apenas un instante después, Cybil se arrodillaba junto al cadaver de su presa, silenciosamente satisfecha.

Harold Hunter se apartó de la maleza y se acercó a su hija para ver mejor la pieza recién cobrada.

- La piel no sirve- dijo Cybil, chasqueando la lengua.

Efectivamente, su impresión sobre el pelaje de la bestia no había sido errónea. Estaba surcada de viejas cicatrices y en algunas zonas el pelo presentaba claros, evidentes pruebas del rabioso rechazo de sus congéneres. Aquella loba había sido rechazada por su manada por alguna causa desconocida para los humanos, por eso se había mostrado tan temeraria a la hora de cazar en solitario. Sin embargo, la frecuencia de sus cazas y aquella extrema delgadez...

- Mierda.- la voz de su hija hizo eco de sus propios pensamientos mientras ambos se volvían para escrutar atentamente a su alrededor.- ¿Dónde...?

Harold hizo una señal para que callara y Cybil, bien instruida, enmudeció. No se oía nada más en el bosque tras el estruendoso disparo. Los cachorros no habían seguido a su madre. Bajó el brazo, rompiendo la orden de silencio.

- ¿Qué hacemos ahora?- inquirió su hija, apartándose un mechón castaño del rostro.

- No podemos rastrearlos con esta niebla- respondió él- y está anocheciendo. Es hora de regresar a casa. El invierno hará el resto del trabajo.

Cybil lanzó una mirada al cadáver de la loba.

- ¿Y ella?

Harold Hunter se agachó junto a la bestia y la cargó pesadamente sobre sus hombros. Apenas pesaba, delgada como estaba.

- Coge tu arma y vámonos.- dijo, emprendiendo el camino a través de la maleza- Tal vez Karl Markov nos de algo por el servicio.

La muchacha se colgó la escopeta de un hombro y desapareció en la espesura, en pos de su padre.

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