XLI

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Vallefresno:

Nunca antes había estado en Vallefresno aunque había oído hablar de él muchas veces. Tanto durante sus estudios en la Academia como más tarde, durante el breve tiempo en que Bálsamo Trisaga fue su tutora, había oído historias y leyendas del bosque hechizado de los elfos: era una tierra misteriosa, hogar ancestral del pueblo kal´dorei que durante los últimos años había sufrido el acoso de la Horda y donde, de manera cruel e injusta, el último Bálsamo de Azeroth había encontrado la muerte.

Había llorado su muerte con gran dolor cuando Dremneth había llegado a ella con la terrible noticia y durante mucho tiempo se había sentido en parte responsable por su muerte, puesto que Trisaga había sido enviada a Astranaar por su orden en tiempos de guerra en parte como reparación por el largo tiempo ausente que la sacerdotisa había pasado intentando salvarla. La propia Trisaga le había contado los avatares de aquella búsqueda incesante, de cómo había recorrido el mundo a pie y descalza para imprimir a su ruta el poder de la oración, de cómo había hablado con los druidas, con sus superiores del Templo de la Luna en Darnassus, con los centinelas de los bosques y de cómo había recibido por último la ayuda del origen más insospechado. Los Dragones habían impuesto a la sacerdotisa duras pruebas que ella había acometido con gran disciplina solo por salvarla a ella. Y por aquel tiempo alejada de sus deberes como Bálsamo, su suma sacerdotisa la había enviado al lugar donde encontró la muerte. Había sabido también de boca de Angeliss quien vio su cuerpo ya sin vida cuando lo recuperaron las centinelas, que el cadáver había desaparecido durante la noche y que jamás se había vuelto a encontrar. Ella sabía donde estaba, Dremneth se lo había dicho puesto que había sido él quien se lo llevó para que no pudieran usarlo como excusa o estandarte en la guerra, y algún día, cuando fuera lo suficientemente fuerte por sí misma, iría a verla y llevaría flores a su tumba secreta.

Ahora, tras el primer día de marcha forzada a través del bosque asediado, todo el romanticismo que pudieran inspirarle los recuerdos o las leyendas se había desvanecido en favor de la prudencia a la hora de evitar las patrullas tanto de centinelas como de miembros de la horda. No sin esfuerzo habían eludido con éxito las batidas y había tenido que dar un inmenso rodeo debido a los puestos vigilados. Se habían arañado con las ramas en las zonas donde el bosque era más espeso y estaban sucias, hambrientas y magulladas por los trechos que habían tenido que hacer a pie, tirando de las monturas. Averil había esperado en algún momento encontrarse con el capitán de la avanzada kal´dorei, Amnehil Ramaplateada, de quien sabía había sido un amigo y aliado de la apacible Trisaga. Sin embargo tras el paso de las horas en la espesura, había llegado a la conclusión de que era improbable que se lo encontraran dada la situación e incluso preferible que no lo hicieran, pues no se atrevía a apostar que no dispararan antes de preguntar tanto en un bando como en otro.

Habían encontrado muchos cadáveres en el camino, cadáveres de elfos y de orcos principalmente, y Kluina´ai había orado por sus almas en un idioma que Averil desconocía y que supo más tarde que era taurahe, la lengua materna de los tauren. Los cadáveres mostraban las heridas típicas de la guerra y aunque las primeras veces había vomitado y apartado la mirada con asco, pasado un cierto tiempo había acabado por verlos como algo desnaturalizado. Por eso cuando por la tarde mientras buscaban un lugar resguardado donde poder pasar la noche, habían encontrado unos restos, no les había prestado atención. Fue Kluina´ai quien le hizo notar lo extraño de aquella situación. La tauren mostraba una expresión extraña y no se movía.

- ¿Klui?- inquirió, extrañada

La chamán hizo un gesto con la mano indicándole que esperara pero con la mirada como perdida. Averil aguardó en silencio, tratando de averiguar qué era lo que inquietaba a su compañera. Los restos eran viejos y estaban un tanto diseminados, posiblemente por las alimañas del bosque. Eran apenas unos huesos gastados y roídos, nada que pudiera provocarle malos sueños. Al cabo de un instante, Kluina´ai pareció volver en si y sacudió la testa.

- ¿Va todo bien?

La tauren frunció el ceño, extrañada.

- Fijate, Bellota- dijo arrodillándose junto a los restos y posando su inmensa mano en el suelo- Aquí ha sucedido algo terrible.

Averil se acercó con curiosidad.

- Toda esta guerra es terrible, Klui ¿Qué tiene esto de especial?

- Mira a tu alrededor - respondió la chamana haciendo un gesto que abarcaba el pequeño claro- Hasta ahora los cuerpos que hemos encontrado estaban en lugares donde había sucedido un enfrentamiento pero este lugar está demasiado resguardado y ¿Hay huellas en el claro, a parte de aquellas de lobo o estas otras de ave?

La muchacha se dio cuenta de que salvo sus propias huellas y aquellas mencionadas por Kluina´ai, no había ninguna que pudiera ver. De pronto, la tauren que había tanteado la alta hierba donde se había arrodillado, alzó la mano. Sostenía entre los dedos una delicada pluma oscura, pintada con símbolos geométricos con algún tipo de sustancia blanca.

- ¿Qué es eso?- inquirió inclinándose para verlo mejor.

Kluina´ai, sujetándola con cuidado por la caña, le dio vueltas delicadamente entre los dedos.

- Este dibujo es un símbolo de poder- respondió señalando los trazos blancos en la pluma- Esta es la pluma de un druida y si no me equivoco, no de un druida cualquiera.

Averil la miró con mayor interés.

- Una pluma de druida...- frunció el ceño tratando de llegar a la misma conclusión que Kluina´ai, pero al cabo de un momento suspiró y arqueó las cejas- Los druidas pelean contra la Horda, les están talando el bosque, Klui. Supongo que es normal que algunos...

La mirada que le dirigió la tauren la hizo enmudecer. Bajó la mirada.

- Este lugar no me gusta- dijo la chamana al fin, agotada, poniéndose en pie- Será mejor que sigamos buscando.

De modo que siguieron caminando. Kluina´ai guardaba silencio; había sujeto la pluma druídica a su pechera con un cordel y permanecía meditabunda, de modo que Averil no se atrevió a decir nada más durante el resto del camino.

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