XLV

miércoles, 15 de diciembre de 2010

El bosque gritaba.
Allá donde mirara los árboles agitaban sus ramas, desesperados, intentando alcanzar las alturas mientras aquella niebla verdosa e insalubre se enredaba en sus raíces y trepaba por sus troncos como un millar de serpientes; allá donde la niebla tocaba la corteza, esta se oscurecía de inmediato y comenzaba a supurar una sustancia amarillenta más parecida al pus que a la savia. El suelo, que otrora había sido de un resplandeciente color esmeralda, yacía pútrido y habitado por decenas de insectos oscuros que se arrastraban y reptaban entre la maleza corrompida. Remontó el vuelo, incapaz de tomar tierra o descansar en alguna de aquellas ramas agonizantes. El aire era denso, opresivo, teñido de un verde enfermizo recorrido por jirones de sombra, y le costaba incluso mover las alas, como si los zarcillos que las recorrían tiraran de ella hacia la niebla. Las batió frenéticamente sintiendo que le faltaba el aire, pero se dio cuenta aterrada de que apenas ascendía. De la niebla del suelo brotaron de pronto un centenar de manos como garras muertas que pugnaron por alcanzarla. Un chillido brotó de su pecho cuando una de ellas estuvo a punto de asirla, pero aquel mismo pánico le dio la fuerza que necesitaba para ascender los metros que la pondrían a salvo y al fin pudo superar las copas de los árboles y contemplar la extensión del bosque desde las alturas.
La corrupción se extendía hasta donde alcanzaba la vista.

Voló hacia el este durante horas sobrevolando el bosque corrupto, el aire lleno de gritos, cuando atisbó en la lejanía una inmensa nube que resplandecía como una perla, ajena a la corrupción. Se dirigió hacia allí, curiosa, pero cuando lo suficientemente cerca comprobó con desmayo que lo que había tomado por una nube era en realidad una fracción del cielo cuajada de los espíritus de aquellos que habían olvidado tiempo atrás como regresar a sus cuerpos. Sus esencias se deslizaban por el aire como jirones de niebla, y los rasgos en ellas eran en unos más evidentes que en otros, como si el paso del tiempo hubiera desdibujado también sus identidades. Había cientos, miles, y volaba entre ellos hacia el este, siempre hacia el este, mientras los espíritus agitaban sus brazos intangibles, tratando de impedirle el paso.

“Vuelve atrás
” le decían sus bocas mudas “Regresa, tú que puedes

***

Abrió los ojos sobresaltada y por unos instantes permaneció tumbada y desorientada. El crepitar de un fuego le recordó donde se encontraba y su luz trazaba sombras danzantes a su alrededor. En esta ocasión, como los últimos días, el despertar no le había reportado ningún alivio en comparación con las pesadillas: el bosque de Frondavil estaba tan corrupto como el de su sueño y, aunque los árboles no gritaban, el aullido de los lobos y de otros animales enfermos surcaban la noche en una macabra melodía. Se volvió para ver a Kluina´ai dormida sobre su manta, ya sin el yelmo ni la armadura. Su pelaje blanco parecía adornado de oro a causa del reflejo de las llamas y su respiración era pausada y tranquila. No sabía cuanto faltaba para el amanecer ni cuanto tiempo había estado soñando, y las copas de los árboles no le permitían ver las estrellas o la luna para intentar dilucidar el tiempo. Una poderosa sensación de frustración la embargó al darse cuenta de que a este lado no podría batir las alas para rebasar las altas copas y otear la luna. Se puso en pie con cuidado de no despertar a su compañera y contempló las llamas un instante. El fuego era tal vez lo único que la reconfortaba de los dos mundos: era real, cálido, brillante, abrasador. Al otro lado el fuego no existía.
Un crujido en la espesura atrajo su atención: había sido leve, pero había pasado el suficiente tiempo en compañía de Razier e incluso de Piel Verde que supo que aquel sonido no lo había hecho ningún animal. Si los druidas las habían encontrado, sería mejor que se ocultara, podría reunirse con Kluina´ai al amanecer. Miró a su compañera para asegurarse de que no se había despertado y sacó suavemente de su bota el cuchillo que Caramarcada le había regalado en la taberna de Bahía del Botín. Lanzó una última mirada al fuego y se internó en la espesura.

El bosque estaba a oscuras, ni siquiera había luciérnagas que destellaran en la negrura y el resplandor del fuego no alcanzaba más allá que unos pocos metros dentro del claro, como si la oscuridad de la noche engullera aquella luz. Se deslizó, como Razier le había enseñado, sigilosa entre los altos troncos, poniendo cuidado en caminar apoyando solo las puntas de los pies en aquel lecho de hojas muertas, con el cuchillo de Caramarcada en la mano, agazapada como cuando, hacía una vida, había intentado imitar las maneras de su recién descubierta y perdida madre. Se alejó unos metros del claro, poco a poco y en silencio, atenta a cualquier otro crujido que delatara la presencia de un intruso.
A su mente acudieron los angustiosos días que había pasado en el pantano con Piel Verde, arrastrándose por el limo, acechando tras los grandes troncos podridos de la marisma, desnuda salvo el barro con el que el orco le había embadurnado la piel. Había pasado un miedo atroz entonces, miedo a lo desconocido, a las aterradoras bestias que habitaban el pantano, miedo a su siniestro captor y a sus todavía más siniestras intenciones. Con Razier había sido diferente: el silencioso kal´dorei la había sorprendido mostrándose locuaz y certero al preguntar por las metas de su vida. ¿Cuánto hacía de aquello? Una vida, tal vez dos… Y sin embargo recordaba bien como le había enseñado a cazar a aquellos enormes colmipalas del fiordo, encontrar las raíces comestibles y las plantas que podía usar para curar algunas dolencias. Había atravesado con él el bosque y la gran estepa nevada, había atravesado puentes suspendidos a cientos de metros de altura entre las montañas y había sobrevivido. Qué diferentes habían sido sus dos maestros. Qué irónico, de hecho, le resultaba ahora considerar a Piel Verde un maestro…

El susurro de unas hojas en algún lugar a su derecha llamó su atención pero cuando dirigió hacia allí su mirada no vio más que aquel bosque oscuro y denso. Dio unos pasos hacia allí, pero el muro de vegetación no le permitía ver nada. Impelida por a saber qué intuiciones, se abrió camino a través de la espesura hasta que le pareció atisbar entre las ramas oscuras un claro un poco más adelante, que destacaba por la luz de la luna que asomaba por la boca abierta en la cubierta del bosque. Sí, de allí había venido el susurro, aunque ahora no viera nada. Tomó cobertura tras un grueso tronco y aguardó.

No había nadie en el claro, ni oía ahora ningún ruido que delatara la presencia de un intruso. Allí solo había aquella hierba enferma y la luz insalubre de la luna, casi irreal, derramándose como un pozo sobre el claro. De pronto un crujido tras ella la sobresaltó y sintió la presa de unos brazos aplacándola y una mano que le cubrió la boca con fuerza impidiéndole gritar. Se revolvió, pero la presa era demasiado fuerte. No iba a dejar apresarse otra vez ¿Qué le habían hecho a Kluina´ai?

“No te rindas”


Lanzó una patada hacia atrás y supo que había golpeado a su atacante cuando la presa que la sujetaba la liberó. Con el cuchillo en la mano y el corazón en la garganta corrió hacia el claro lo más rápido que pudo, pero supo que no era suficiente cuando un peso la embistió con fuerza desde atrás, arrancándole el aire de los pulmones y tirándola al suelo boca a abajo. No se atrevió a volverse y aguardó el golpe de gracia. No llegó.

- Joder, bicha, si lo llego a saber me quedo en Ventormenta.

La sorpresa le arrancó la voz de los labios.

- ¿¡Ángel!?

Se volvió todavía en el suelo y le vio. Angeliss estaba allí, incorporándose frente a ella y acusando de manera muy evidente un intenso dolor en la rodilla derecha. Llevaba el pelo muy corto y aún en la precaria claridad del claro distinguió el acostumbrado rojo de sus ropas. Era él. Estaba allí.

- ¡Ángel!- se puso en pie de un brinco y se lanzó a sus brazos. El mago la rodeó y la estrechó con fuerza- ¡Luz Bendita, eres tú! ¿Qué haces aquí? ¿Cómo nos encontraste?

Escuchó su voz amplificada por el eco en su pecho, recostada como estaba, contra él.

- Estás muy cerca del final de tu viaje, Averil, no iba a dejarte sola en un momento así.

Se separó a regañadientes de él, pero ansiaba demasiado ver su rostro. Al tenerle allí se daba cuenta del modo en que le había echado de menos. Con él allí todo parecía ahora mucho más fácil. Se demoró en sus rasgos, los ojos fijos en ella, la mandíbula bien definida, la frente alta, los labios… De pronto fue poderosamente consciente del tacto de sus manos sujetándola por la cintura y se puso de puntillas para besarle. Ángel no se retiró, por el contrario la recibió con sus labios cálidos y la estrechó de nuevo. Sí, lo había echado tantísimo de menos, le había faltado tanto, le quería tanto… Se sintió alzada en vilo y se dejó llevar, con un revoloteo de anticipación cosquilleándole en el estómago, hasta que fue depositada con cuidado en el suelo y sintió el peso de Ángel sobre ella. Sí…hacía tanto, tanto tiempo… Se tomaron allí, en el linde del claro en aquel bosque maldito, bajo la luz insalubre de la luna que llegaba a través de las nubes. Se amaron con urgencia y necesidad, como si quisieran compensar todo el tiempo que habían pasado separados, a sabiendas que se cernía sobre sus cuerpos la sombra de un mal antiguo y sin nombre; y cuando yacieron al fin exhaustos sobre la hierba fría y el corazón martilleando en el pecho, Averil se acomodó sobre el pecho firme del mago y se quedó dormida.

Cuando despertó, todavía era de noche y Ángel no estaba. Desorientada miró a su alrededor, temerosa de descubrir que todo había sido un sueño. Seguía en el claro en el que le había encontrado, estaba desnuda y olía a él. Hacía mucho frío, de modo que se puso en pie y recogió su ropa desperdigada mientras los dientes le castañeteaban. El cuchillo seguía allí, tirado en la hierba, de modo que lo enfundó en su bota.

- ¿Ángel?- llamó, sin atreverse a alzar la voz demasiado.

Al no recibir respuesta, sus ojos buscaron cualquier rastro de lucha que hubiera podido darse sin que ella despertara, pero no encontró nada. Dio vueltas sobre sí misma y miró al cielo por si pudiera adivinar cuanto tiempo había pasado mirando las estrellas. El firmamento estaba cubierto de nubes y tan solo el leve resplandor de la luna llegaba hasta el suelo.

“Averil”

Se volvió repentinamente hacia su izquierda: le había parecido oír su nombre. Le pareció vislumbrar un movimiento en rojo, más allá de la frontera del claro.

- ¿Ángel?

Caminó hacia allí y detectó el movimiento residual de una rama un poco más allá, pero ni un sonido, ni una señal.

- ¡Ángel!

Se internó de nuevo en la espesura, apartando con las manos las ramas y zarzas que le arañaban el rostro y se enredaban en sus propios zarcillos. En alguna ocasión le pareció distinguir un movimiento más adelante, pero por más que avanzaba jamás llegaba a alcanzarlo.

“¡Averil!”

Esta vez lo oyó claramente, la habían llamado por su nombre y algo sucedía, algo malo. Aceleró el paso todo lo que le permitían las ramas, sin importarle que rasgaran sus ropas. Una rama se enganchó en uno de los zarcillos de su cuello y con el impulso de la carrera lo arrancó, rasgando la carne y arrancándole un grito. Sintió la sangre cálida y algo más deslizarse por su brazo y su pecho, pero no se detuvo.

- ¿Ángel? – gritó, tratando de ubicar el origen del sonido- ¡ANGEL!

La vegetación era cada vez más y más densa y avanzar por ella tanto más difícil. Los lobos aullaban a la noche en algún lugar del bosque e incluso le pareció que corrían cerca de ella y en su misma dirección, como susurros oscuros en las sombras. Sorteó piedras y riachuelos e incluso estuvo a punto de caer rodando por una hondonada en cuyo fondo aguardaba un charco de insalubre color verde, pero mantuvo el equilibro y siguió corriendo. Oía su nombre de cuando en cuando, pero la frecuencia era cada vez menor, y cada vez más débil, y llegó a escuchar gritos de dolor, pero eran lejanos, como inalcanzables. De pronto, al traspasar lo que le había parecido una franja menos densa de vegetación, se encontró en un inmenso espacio abierto que no debiera estar ahí y se detuvo.

- ¿Qué…?- barbotó, pero en cuanto miró a su alrededor, las palabras murieron en sus labios.

Se encontraba frente a la entrada de lo que parecía un poblado. Los edificios estaban dispersos y desiertas sus calles, y la arquitectura de las viviendas era evidentemente kal´dorei. No había guardias bajo el arco que definía la puerta del poblado. ¿Dónde estaba Ángel? Un susurro a su derecha llamó su atención y corrió para ocultarse. Encontró cobijo detrás de un carro desde donde podía ver el camino principal de la aldea desierta y que, al parecer, no estaba tan desierta. Una figura se movía en la aparente indolencia, una mujer. Parecía venir de la misma puerta por la que había entrado ella, pero no la había visto. La mujer, una kal´dorei, caminaba con la mirada ausente y sujetaba las manos contra el pecho. Su forma de caminar, la forma en que la toga se arrastraba a sus pies le recordó a un fantasma. Sintió un escalofrío.

“¿Dónde estoy?”

La kal´dorei pasó por su lado sin percibir su presencia y continuó caminando. Sus pasos la dirigían hacia uno de los edificios más grandes, al otro lado de la aldea. Vio su silueta cruzar el umbral y perderse en la oscuridad reinante en el interior. Miró a su alrededor y no vio a nadie, de modo que tras sacar el cuchillo de su bota, corrió hacia el edificio en el que había entrado. Cuando traspasó el umbral le llamó la atención el silencio y la inmovilidad de aquel lugar. No había rastro de la kal´dorei. Miró a su alrededor. El lugar parecía alguna especie de comercio o de posada y había lo podría ser una barra de estilo arquitectónico extraño en uno de los laterales. Frente a ella, un poco más allá, vio una amplia rampa que parecía llevar a un piso superior. Se acercó y se asomó, pero no distinguió nada. No había más puertas ni salas en la planta baja, de modo que la mujer debía haber ascendido. Con sigilo, lentamente, ascendió la rampa, pero cuando pudo ver el final se detuvo bruscamente: la kal´dorei se había detenido allí y le daba la espalda. Tenía el largo cabello blanco trenzado y parecía tener la vista fija en lo que había al otro lado del gran ventanal frente al que se encontraba. No había rastro de Ángel.

Al cabo de unos instantes, la mujer se dio la vuelta y emprendió la ascensión por una segunda rampa que Averil no había distinguido desde su posición. Los pasos de la elfa eran leves y no despertaban ningún eco en el suelo de madera y cuando se atrevió a asomarse para ver hacia donde se dirigía, comprobó con sorpresa que la misteriosa mujer iba descalza. Esperó unos segundos, no quería precipitarse en seguirla puesto que no conocía la distribución del edificio y corría el riesgo de encontrársela de frente y no poder escapar. Cuando consideró que había pasado un tiempo prudencial, y sin soltar el cuchillo, ascendió lo que le faltaba de la primera rampa y dirigió una mirada furtiva al ventanal. Al otro lado le sorprendió contemplar la superficie tranquila de un lago de aguas cristalinas. Frunció el ceño: toda el agua que había visto en el bosque estaba estancada y sucia, sin embargo la que allí veía era claramente pura y casi podía ver las siluetas de los peces bajo la superficie. Estudió la estancia con prudencia: había algunas estanterías allí y algún tipo de hamaca, pero nada más, ningún lugar donde poder esconder una víctima. Un susurro proveniente del piso superior llamó su atención y se agazapó instintivamente antes de acercase a la segunda rampa. Ascendió un poco, con cuidado, hasta atisbar lo que parecía un dormitorio: había lechos vacíos alineados contra la pared del fondo y la misteriosa kal´dorei permanecía allí en pie, inmóvil, pero seguía sin poder verle el rostro. Sin embargo, cuando iba a avanzar un poco más en la rampa para distinguir sus rasgos, le invadió una sensación extraña, como una corazonada que le urgía a salir de aquel edificio. A regañadientes y en silencio deshizo el camino andado, puesto que no había ningún rastro de Angeliss en aquel lugar. Con cuidado de no hacer ruido mientras caminaba, descendió las dos rampas hasta llegar al recibidor de la planta baja. Seguía tan desierto como cuando había entrado y por la puerta entraba la luz del crepúsculo.

¿El crepúsculo?

No tuvo tiempo de sorprenderse, pues de pronto atisbó un movimiento por el rabillo del ojo y se escondió tras la barra desierta. Una figura encapuchada de hechuras anchas y pesadas se deslizaba sigilosamente cerca de la rampa, aparentemente sin haber reparado en ella. Llevaba una larga daga en la mano y se movía con la maestría de alguien acostumbrado a correr con las sombras. Averil sintió una creciente inquietud al percibir que aquella silueta le resultaba familiar, demasiado familiar. Un puño helado le atenazó el corazón cuando comprendió quien era.

Piel Verde, quien la mantuviera cautiva en aquella gruta inmunda en el pantano, se volvió de pronto en su dirección, como si el grito mudo que ahogaba en su garganta de algún modo hubiera llegado a sus oídos.

Su mirada pasó por la barra desierta tras la que se ocultaba y durante unos instantes Averil sintió el absoluto terror que le inspiraba la idea de volver a ser atrapada por el orco. Con los dedos rígidos de miedo aferró la daga, dispuesta a clavársela en la garganta en cuanto asomara el rostro. ¿Cómo la había encontrado? ¿Y por qué ahora, después de haberlas dejado huir de la marisma y cruzar todo Azeroth? ¿Qué había cambiado ahora? Aguardó inmóvil sintiendo la sangre retumbarle en los oídos. No podía verle ahora, encogida como estaba en su escondite, pero de algún modo era consciente de la intensa crueldad de su mirada y supo, de algún modo, que sonreía con malicia para sí. Luego, como si se tratara de un peso físico, sintió la mirada del orco alejarse de la barra y ascender por la rampa. Tardó unos instantes en atreverse a asomarse de su escondrijo, casi esperando aquella voz tétrica y rasposa que había oído tantas veces en su mente, en el pánico de la huida. Cuando por fin se aventuró a abandonar su escondite, no había rastro del orco de modo que debía haber ascendido la rampa. Pensó entonces en la misteriosa elfa que aguardaba en el piso superior, tan silenciosa y lejana. No parecía haber estado aguardando a nadie, sino más bien sumida en sus pensamientos, y la daga en la mano de Piel Verde auguraba un final ominoso si llegaran a encontrarse. Sintió como la rabia ascendía por su pecho, y cualquier recelo que hubiera alojado contra aquella kal´dorei se desvaneció en temor por su seguridad. Tenía que hacer algo, aunque fuera advertirla ¡Debía llegar antes que él!
Saltó la barra con agilidad, aún con el cuchillo en la mano y subió corriendo la rampa, apartando el temor que le había inspirado encontrárselo. Si llegaba a tiempo serían dos y podrían con el orco, pero tenía que darse prisa. Nadie se interpuso en su camino ni sintió el peso de aquella mirada sobre ella cuando alcanzó la primera planta, con su inmenso ventanal sobre el lago. Desde allí no se escuchaba sonido de lucha, de modo que llegada a ese punto se agazapó y ascendió la rampa con cuidado hasta el dormitorio, y cuando alcanzó la cima de la rampa se detuvo.

La mujer élfica estaba de rodillas ante una de las camas y sujetaba entre las manos lo que parecía una muñeca. No había rastro del orco por ningún lado, pero cuando fue a extender la mano para llamarla, vio la sombra de Piel Verde surgir de la nada y acercarse con sigilo a la doncella.

- ¡NO!- gritó Averil lanzándose sobre él con el cuchillo en la mano, solo para pasar a través de él y caer de rodillas en el suelo.

Entonces comprendió: un sueño.

No, una pesadilla.

Inmune a su intervención, Piel Verde dio los últimos pasos hasta la doncella que le daba la espalda y con brusquedad, la agarró de la blanca trenza y le echó brutalmente la cabeza hacia atrás.

Los ojos de Bálsamo Trisaga se clavaron en los suyos mientras la daga orca le abría la garganta.

Gritó, se arrojó sobre ellos con una rabia y un abandono que no había sentido jamás, sintiendo como le arrancaban el alma, cualquier alegría que hubiera sentido en la vida, cualquier esperanza que hubiera conservado para su futuro. Ajeno a todo el orco, finalizada su tarea, soltó el cuerpo ya sin vida del último Bálsamo de Azeroth y pasó a través de Averil antes de que la muchacha tuviera tiempo para llegar hasta el cuerpo desmadejado que se derrumbaba inerte sobre un charco de sangre cada vez más grande. La muchacha se lanzó sobre aquel derramamiento de vida y trató de detener la hemorragia del cuello histéricamente, pero sus manos pasaron a través de la garganta abierta, del cuerpo esbelto y pálido que ya no albergaba alma alguna. Quería abrazarla, quería acunarla entre sus brazos, besar el cabello blanco manchado de sangre, cuidarla del mismo modo en que el Bálsamo había cuidado de ella, pero sus manos parecían espejismos cuando intentaba asirla y aún cuando entendió que no podía hacer nada, que aquello no era real, siguió tratando de acurrucarse contra el cuerpo muerto como un cachorro cuya madre han abatido los cazadores. No podía soportar el dolor, no podía respirar. No quería respirar. Jamás había rogado tanto a los dioses para despertar.

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