Pactos

martes, 14 de diciembre de 2010

Llegó bien entrada la noche y Cybil aún estaba despierta, esperándole. Era una costumbre que agradecía, aunque lamentara su origen: Ninguna niña debería esperar cada noche para ver si su padre regresa o se ha hecho degollar a la salida de alguna taberna. Cuando entró en la pequeña sala, sus ojos castaños se alzaron para estudiarlo inquisitivamente. Se quitó la gorra con gesto cansado y trató de sonreirle; quería que viera que no estaba borracho. Ante la muda pregunta en la mirada de su hija, Harold Hunter dejó la bolsa en la mesa con un tintineo de metal. Le pareció que la tensión de los hombros de la muchacha se desvanecía.

- Has tardado mucho.- dijo Cybil al fin, poniéndose en pie para calentar algo de agua en una tetera de cobre.

Harold se dejó caer pesadamente en la silla.

- Karl Markov no podía recibirme, tuve que esperar. Es un hombre muy ocupado.

- ¿No tiene Karl Markov hijos? - preguntó distraidametne Cybil, manipulando la tetera.

- Los tiene, pero era con el viejo Markov con quien quería hablar.- respondió su padre, evitando claramente cualquier discusión posterior sobre el tema.

La muchacha sirvió el agua hirviendo un vaso y añadió un puñado de menta antes de ponerlo ante Harold, que lo rodeó con las manos para calentarlas. Entonces algo en la mano de Cybil atrajo su atención y la sujetó por la muñeca violentamente. La joven se encogió de miedo y un gruñido grave brotó de su garganta, un legado más de los oscuros años pasados. Inspeccionó las heridas: estaban limpias pero eran recientes, demasiado recientes. El rojo era demasiado intenso. Le cogió la otra mano, levantó las mangas de su camisa: la piel clara estaba surcada de arañazos dispares. Sabía que bajo la ropa encontraría más, muchos más.

- ¿Qué es esto?- inquirió con dureza.

Cybil le miraba con los ojos abiertos por el miedo. Harold se dio cuenta de que temblaba y aflojó la presa. La muchacha retiró las manos con urgencia y bajó las mangas apresuradamente.

- ¿Qué es esto?- repitió.

Su hija le dio la espalda, encogida, como si hubiera sido descubierta en flagrante delito. Harold depositó lentamente las manos sobre la mesa y respiró hondo. No quería sonar tan duro, no podía soportar su mirada de miedo como cuando era pequeña, pero no podía evitarlo, una violenta ira le invadía cuando pensaba en ello. Le invadía el asco. Respiró hondo de nuevo, se obligó a relajarse. Al fin y al cabo, había sido culpa suya.

- Prometiste que no volverías, Cybil.- dijo al fin, mirando sus propias manos sobre la mesa.

La joven se giró lentamente, con el miedo todavía dibujado en sus ojos. Se rodeaba el pecho con los brazos y encogía la cabeza entre los hombros.

- Yo no...- protestó débilmente.

- Lo prometiste.

Cybil bajó la mirada y enmudeció, pero él no tuvo valor de decir nada más. Sencillamente no podía, aquella niña era demasiado extraña, pese a todo, demasiado salvaje pese a su aparente docilidad. La había perdido durante demasiado tiempo, tanto que ni siquiera había recordado que tenía una hija. Con Marianne se habían ido los recuerdos y la luz, se había ido la serenidad, el norte. El alcohol había sido un triste pero acogedor refugio para su desazón, mientras vagaba por las calles más oscuras buscando un fortuito encuentro con una daga, acumulando deudas que no podía pagar para que se las cobraran con su vida. Años de oscuridad, años de dolor. Y todo había acabado repentinamente...

Harold no podía olvidar aquella noche. Estaba sobrio por primera vez en años, se sentía enfermo y apestaba a orines y sudor. Verner Markov había entrado en su casa y le había hecho entrega de aquella bestiezuela salvaje, apestosa e irreconocible. Había vivido en el bosque, sola. Había huído de las palizas y del miedo y se había refugiado tan profundo en el bosque que casi se había convertido en una bestia como las demás. Tenía pulgas, una costra de suciedad y sudor y no sabía hablar. Lo había olvidado todo, todo...

- Más vale que cuides de tu hija- le había dicho el mayor de los Markov- Algún día tendrá que heredar la deuda de su padre.

Un escalofrío recorrió su espalda al recordar. Nunca podría olvidar la noche en que Karl Markov había comprado su alma.

Ni la noche en que volviera a cobrarla.

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