El camino al infierno IX

domingo, 10 de abril de 2011

El crepúsculo se cernió sobre el Bosque de Terokkar, arrancando matices imposibles al ya delirante cielo de Terrallende. De rodillas en el precario embarcadero Celebrinnir sumergió las manos formando un cuenco y bebió con sorbos cortos y agradecidos. Las ruinas del poblado arakkoa se erguían silenciosas a su espalda, solo sombras contra el resplandor del crepúsculo, pero ya eran como viejas amigas: no existía ningún peligro en ellas siempre que se mantuviera despierta.

La larga vigilia la estaba debilitando a pasos agigantados y cada hora era más dificil no caer dormida. Podía comer algunas frutas que crecían en las ramas más altas de los árboles que rodeaban el peñasco, y tenía agua en abundancia en el lago, pero era insuficiente. Se obligaba a caminar, a moverse de un lado a otro como una sombra más en las ruinas, temiendo quedarse dormida si por fin se detenía. A veces, cuando sentía que el sueño se aferraba a ella como una bestia insidiosa, se arrojaba al lago donde el agua fría le arrancaba un grito pero se llevaba cualquier rastro de sueño. Al menos, así había sido al principio...

Un velo turbulento había empañado sus ojos durante la segunda noche y habían comenzado los temblores. Al principio lo había achacado a la extraña noche en el bosque, pero entonces habían llegado las alucinaciones.

La primera en llegar había sido Nana. Llevaba un sucio mono de trabajo, y el cabello oscuro como el ala de un cuervo sujeto a la nuca con un cordel. No llevaba las gafas de trabajo y su rostro era alegre y cordial. Había comprendido entonces que era fruto de su imaginación: no hubiera podido olvidar jamás su cuerpo enfebrecido y retorcido por el ansia en las ruinas de Quel´Danas, ni en qué se había convertido tras aquello...

Comprender el origen del delirio no había bastado para hacer que se marchara, y el fantasma de Nanala la había acompañado durante su vigilia y estuvo con ella cuando llegaron todos los demás. Como si fueran fantasmas, los habitantes de su pasado llenaron el poblado en ruinas, incapaces de verse entre sí. Vio a Nevena y a su padre mirándola con un amor infinito, a Kuu señalarla con furia y desprecio, a los compañeros del Sol Devastado corriendo para enfrentarse a los esbirros de la Legión y la Plaga bajo un sol abrasador aunque era de noche.

Los días habían pasado, silenciosos ante la visita de los fantasmas de su pasado, junto a la silenciosa presencia de Nanala, mientras los árboles se doblaban imposiblemente para alcanzarla, para estrangularla con sus ramas.El sol se tiñó de verde, y vientos intangibles agitaron las hojas resecas de los árboles y crearon ondas en el lago que se abrían hasta crear pozos por los que se podía atisbar el vacío abisal. El mundo se desdibujaba hora tras hora mientras veía, con mirada turbulenta, la degradación de su cuerpo. Contempló con un creciente desapasionamiento el incierto paso del tiempo en aquel paraje delirante y onírico.

Los temblores a aquellas alturas eran tan violentos que temía que la partieran por la mitad y ya no fue capaz de ponerse en pie. Tenía un frío infame, aunque creía recordar que cuando había dejado Shattrath estaba empezando la primavera. ¿Cuando tiempo había pasado? El espacio en su mente comenzaba a mutar, sin estar segura de donde se encontraba. Fuera de la cabaña ora aullaba el viento ora atronaba el mar y el cielo estaba siemper teñido de un delirante color malva repleto de llamaradas de azufre que gritaban su nombre. Con la lengua pastosa y la garganta tan árida como las estepas yermas de Desolace, repitió una y otra vez las oraciones de su niñez para no caer en el sopor que tiraba de ella con fuerza.

***

Cuando Aelaith llegó el cielo se partió en dos con un estruendo terrible y hasta las nubes parecieron aullar para confirmarle que pese a todos sus esfuerzos, al fin había caído dormida y había entrado indefensa en el reino onírico donde era vulnerable. Su aroma, aquel olor primario a tierra mojada, a ozono y a sexo, le había arrancado un jadeo de ansia y asco antes incluso de verla, y había hecho que se doblara sobre sí misma, sollozando y maldiciéndose por su debilidad. La silueta de Aelaith se recortó entonces en el umbral, negro contra el delirante malva del cielo, con los brazos en jarras y el cabello de fuego derramándose sobre sus hombros.

- Márchate.- dijo, pero su voz sonó como un graznido en su garganta seca, y para reforzar el mensaje se ovilló todavía más y escondió la cabeza entre las rodillas.

Aelaith hizo caso omiso de sus palabras y de lo claro de su postura y se acercó, lentamente, sinuosa, con los pies descalzos sobre el suelo de madera.

- Mi hija- suspiró el demonio de cabellos bermejos arrodillándose junto a ella con una ternura insospechada- Mi niña...

Celebrinnir sintió sus brazos blancos y fríos rodearla con cuidado, y el tacto sedoso de su piel despertó ecos en su propio cuerpo que la llenaron de asco hacia sí misma, pero fue incapaz de sacudirse para liberarse de su abrazo. Sintió sus labios cálidos posarse suavemente en su cabello y tuvo que contenerse para no buscarlos con su boca. Sus palabras se deslizaban como un susurro en su oído.

- Mi hija...- se lamentaba Abrahel- ¿Por qué me rehuyes? ¿Por qué te cierras a mí?

Apretó los puños, apretó los dientes.

- Despierta- gimió con el rostro aún oculto entre las rodillas temiendo claudicar- ¡Despierta!

El aroma de Aelaith lo llenaba todo, su tacto infame parecía prender llamas en su piel, demasiado real para ser un sueño. Como si fuera un espectador externo, se vio a sí misma desear fervientemente responder a aquel abrazo, rendirse al consuelo que aquel pecho cálido le ofrecía. Se vio a si misma oscilar, luchar contra el impulso primario de su cuerpo, por liberarse del hechizo de aquellos cabellos bermejos. Vio como Aelaith le sujetaba con suavidad el rostro por el mentón y le obligaba a alzar la vista y se vio a si misma negándose a abrir los ojos, con los dientes apretados. Vio sus propias manos temblorosas alzarse, presas de violentas sacudidas y clavarse las uñas en los brazos abriendo rojos surcos en la piel seca y quebradiza.

"Despierta", se oyó gemir, "Despierta"

El dolor se abrió paso en su mente como la hoja de una daga bien templada y el tacto de Aelaith se desvaneció como si jamás hubiera estado allí. Se atrevió a abrir los ojos y se encontró a sí misma todavía de rodillas frente a las brasas ya apagadas dentro de su cabaña en el poblado Arakkoa. Fuera el cielo seguía siendo de un imposible color malva y las nubes seguían gritando, pero Aelaith ya no estaba. Un sollozo pequeño y débil sacudió su pecho, dividido entre el alivio y el miedo. No había caído, no había claudicado: estaba casi segura de que Aelaith no había sido más que otro delirio de su mente, como lo había sido Nana, pero pese a todo había conseguido resistirse a su influjo.

Los brazos le palpitaban y le escocían y vio que se había arañado profundamente la piel con las uñas rotas de trepar la escarpada pared de roca. Empezaban a aparecer pequeños puntos rojos allí donde las uñas habían trazado su senda y ante sus ojos, los puntos rojos brincaron y se pusieron a bailar ante ella. Suspiró, agotada: que bailaran todo cuanto quisieran, que se rompiera el cielo y las nubes gritaran, que su mente le mandara a tantos fantasmas de su pasado como quisiera...

"Pero por favor, por favor"
esta vez el sollozo la sacudió entera, aterrada "que no envie a Iranion"

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