El camino al infierno VII

jueves, 7 de abril de 2011

Dos días después:

Diluviaba, el sonido de la lluvia contra las grandes hojas de las olembas era un estruendo constante en todo el bosque, pero ni siquiera la densa cubierta de Terokkar impedía que aquella cascada constante de agua llegara al suelo. Todavía podía escucharse la llamada de algunas aves osadas y el río parecía hervir, cubierto de burbujas como estaba.

Empapada y aterida, Celebrinnir se detuvo en el camino y buscó con la mirada algún lugar donde guarecerse. Llevaba al talbuk por las riendas y este resoplaba bajo la lluvia, de muy mal talante. La visibilidad era muy reducida debido a la cortina de agua, y no había señales en el camino que indicaran qué dirección tomar hacia ningún lugar en absoluto. Tampoco sabía donde debía ir, había esperado reconocer en cuanto lo viera el lugar perfecto para tenderse y morir. Acarició el pequeño cuchillo que llevaba atado al cinto y se apartó el cabello empapado del rostro. Llevaba dos días atravesando el bosque, en ocasiones siguiendo el camino, en otras campo a través, y no había visto ni un solo lugar que sirviera a su propósito. Todo estaba demasiado expuesto, encontrarían su cadáver demasiado deprisa y aquello era lo último que quería, pero tampoco tenía el valor suficiente como para internarse en el territorio de los lobos y dejarse matar y devorar para que no quedara ningún rastro. Se estremeció al pensar en ello y sacudió la cabeza para sacar aquellos pensamientos de su mente.

En aquel gesto le pareció atisbar algo por el rabillo del ojo. Se volvió en aquella dirección y pudo apreciar entre el follaje lo que parecían vestigios de algún tipo de edificación. Solo podía ver parte de lo que parecía ser una pared derruida, pero tal vez con suerte aún quedara algún edificio menos dañado que usar como refugio. Tirando de las riedas del talbuk, salió del camino y se internó en la espesura, encogida sobre sí misma como si sirviera de algo contra la fuerza y constancia del agua. Los restos que había visto estaban cerca, pero su color grisáceo debía haberlos confundido con el entorno para que no pudiera apreciarlos a primera vista.

La primera edificación que alcanzó, la que había visto desde el camino, era de evidente arquitectura draenei aunque dado su grado de destrucción no fue capaz de intuir qué función había desempeñado. Miró a su alrededor, poniendo las manos a modo de visera para evitar que el agua se le metiera en los ojos: se encontraba en un pequeño claro sembrado de aquellas ruinas achaparradas tan características de la cultura tábida. Había una docena de edificaciones en diferentes estados de degradación, y al menos tres de ellas conservaban todavía una especie de techo donde podían resguardarse ella y su montura.
La que eligió era lo suficientemente profunda como para que el viento no arrastrara la lluvia hasta ella y mantenía dos paredes perpendiculares que la resguardaban del viento. El talbuk, con su pelaje impermeable, podía cubrir el otro lado.

Se dejó caer, exhausta, contra el suelo húmedo más resguardado, sin haber siquiera quitado los arreos a su montura. En realidad no tenía fuerzas ni ganas de pensar en nada más, se encontraba exhausta tras dos días de camino sin descanso y era evidente que el ansia de energía vil que percibiera al despertar el día que recordó todo se estaba volviendo más y más intenso. Debía ser a causa de la energía pura de Aelaith.

Permaneció allí, sentada bajo su precario refugio, escuchando el sonido de la lluvia. Curiosamente vino a su mente como la lluvia en el Bosque Canción Eterna no era jamás tan intensa. Se trataba siempre de una lluvia primaveral como una caricia que refrescaba los campos y las cosechas, pero que jamás arruinaba una plantación o inundaba vado alguno. Volvió a su mente el aroma de la tierra mojada en la casa de estío de la familia Lamarth´dan, cuando era apenas una novicia. Los Lamarth´dan, los Hojazul, los Cielosereno... Nevena... Todos habían pasado allí unas semanas inolvidables, apacibles cuando ni siquiera se cernía sobre ellos la sombra de la Legión. Y ella había sido solo una niña jugando a las palmas con Leriel, admirando el desparpajo de Samara Cielosereno sin entender como podía aquella doncella ser hermana de su frívola madre. Habían sido días tan dichosos, había pasado tanto tiempo... Suspiró y se dio cuenta de que lloraba, un llanto tranquilo como la apacible lluvia de Canción Eterna. Y así, recordando los días dichosos del pasado, se quedó dormida.

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